“Fuerza Natural” —título inspirado en un álbum del músico argentino Gustavo Cerati (1959-2014)— será una columna trimestral en Este País. Dicho álbum, en palabras de Cerati, no era un manifiesto ecológico, sino una reflexión sobre fuerzas naturales: internas, externas, invisibles y cotidianas. Aquí retomamos esa idea para dialogar con diversas luchas y soluciones basadas en ciencia. Leamos sobre resistencias, casos de éxito, colectividad y todo aquello que nos sostiene en este planeta.
Todas las especies, incluida la nuestra, tienen una historia: un trazo temporal que permite reconstruir las vicisitudes que determinaron su permanencia o desaparición. Algunas han cruzado helados estrechos hacia migraciones inciertas, otras han llegado como polizones en barcos y alteraron prístinos ecosistemas. Algunas dejaron los océanos para conquistar la tierra; otras se extinguieron. Estos son devenires tan variados como impredecibles.
Hablando del momento en que cambiamos los hábitos acuáticos por la plataforma continental, ciertos grupos decidieron que la tierra no era su destino y volvieron al agua; entre ellos, los cetáceos. Indohyus, uno de los antiguos parientes de las ballenas, parecía más un pequeño ciervo que un rorcual. Sus reconstrucciones paleobiológicas sugieren que tenía una cara alargada y pelaje. Con el tiempo, las extremidades traseras de sus descendientes se transformaron en poderosas aletas y perdieron cas) todo el pelo. Sus cuerpos se adaptaron a la vida acuática.
Dicha transición, que tomó alrededor de 10 millones de años —apenas un pestañeo en términos evolutivos—, dio lugar a algunos de los mamíferos marinos más impresionantes. Aproximadamente 34 millones de años más adelante, ballenas, delfines, marsopas, así como otros cetáceos surcan los océanos con éxito y México es privilegiado en sus avistamientos. En las aguas del Pacífico, especialmente en la Península y el Golfo de California, se han documentado más de 33 especies de cetáceos, incluidas tres de las más emblemáticas para la observación de ballenas: la gris, la jorobada y la azul.
Hoy, en coexistencia con los humanos, el reto para estos (y otros) animales ya no es reconquistar el agua, sino sobrevivir a las actividades antropogénicas que amenazan sus ecosistemas, sus hogares.
Acuario y ¿gasoducto? del mundo
Mexico Pacific, empresa estadounidense, impulsa el Proyecto Saguaro Energía, una instalación de exportación de gas natural licuado (GNL) en Puerto Libertad, Sonora. El GNL, compuesto principalmente por metano junto con otros hidrocarburos ligeros, se obtiene principalmente por fracturación hidráulica o fracking —práctica con efectos contaminantes para el ambiente y negativos en la salud humana– en Texas, para ser transportada en buques metaneros: embarcaciones diseñadas para mantener el gas a temperaturas extremadamente bajas. En este punto, el proyecto intersecta con ecosistemas adyacentes a Puerto Libertad, en la costa norte del Golfo de California.
Para empezar, la construcción y operación de los buques metaneros supone un desafío técnico considerable: el gas debe mantenerse a temperaturas cercanas al cero absoluto durante trayectos de miles de kilómetros. Para Saguaro, la ruta contempla el transporte de gas desde Estados Unidos hasta Asia, a través de México: más de 11 mil kilómetros. Habría que agregar el gasoducto de 800 kilómetros que conectaría las cuencas gasíferas de Texas con el estado de Sonora.
Ahora, la elección del Golfo de California como punto estratégico para la exportación de GNL no es casual: su ubicación reduce la dependencia del Canal de Panamá y, de acuerdo con la plataforma de negocios BNAméricas, se reducirían en un 35 % los costos de envío.
Sin embargo, este mismo lugar —al que Jacques-Yves Cousteau llamó “el acuario del mundo”— es un enclave de la biodiversidad. Por miles de años, ha sido sede para la alimentación, reproducción y crianza de numerosas especies.
“Además de ser una zona donde nacen crías de ballenas migratorias como la gris y la jorobada, el Golfo de California es área de alimentación para especies como el rorcual común, la ballena tropical, el rorcual tropical y la ballena azul”: explica Vanessa Prigollini, educadora marina y directora de la ONG “MAREA”. No se trata solo de especies migratorias, sino también de especies residentes.
Adicionalmente, las ballenas llevan años con otros problemas. Aunque la caza comercial cesó en gran medida hace más de dos décadas, las colisiones con embarcaciones afectan gravemente a sus poblaciones.
Un estudio de noviembre de 2024 reveló que el tráfico marítimo activo se superpone con la mayor parte de las áreas de distribución y rutas de desplazamiento de diversas especies de ballenas. No obstante, menos del 10 % de los puntos críticos de movimiento cuentan con medidas de protección para prevenir colisiones. El triste saldo anual: aproximadamente 20 mil ballenas muertas.
“Las ballenas viajan largas distancias y en el trayecto se enfrentan a embarcaciones. Tenemos [en el Golfo de California] varias ballenas lesionadas tanto por embarcaciones pequeñas y grandes”, platica Vanessa.
Colisiones, contaminación acústica —que altera su comunicación y conducta— y el desplazamiento de sus rutas migratorias son algunos de los impactos que las ballenas enfrentan debido al tráfico marítimo y que podrían agravarse con el Proyecto Saguaro.
La ruta proyectada para el transporte del gas coincide en el mar con las rutas migratorias de los cetáceos, trazadas por su evolución durante miles de años. Las ballenas, inevitables víctimas de colisiones, se encontrarían con enormes buques de 300 metros de eslora, sin mecanismos de frenado rápido.
“No hay forma de que los barcos salgan de Puerto Libertad sin atravesar la principal área de [por ejemplo] el rorcual común. Ya es de por sí una especie vulnerable, ¿qué otras estarían en peligro?”: advierte Vanessa. La lista es extensa. Además del rorcual común (Balaenoptera physalus), en peligro de extinción según la UICN, Vanessa menciona al rorcual tropical, la ballena azul, la ballena jorobada, el cachalote, la ballena piloto y la orca.
En enero de 2021, en una nota de El Sol de Hermosillo, el (en aquel momento) vocero del Plan para la Reactivación Económica de Sonora, Luis Núñez Noriega, estimaba que Saguaro generaría entre 200 y 400 empleos formales y que el proyecto tendría una duración mínima de 20 años. También señaló que la elección de Puerto Libertad respondía a la confianza de los inversionistas en las fortalezas del estado sonorense y a las negociaciones del gobierno local.
Para las autoridades, Saguaro quizá represente un impulso económico para la región, pero este discurso omite otras dimensiones. Más allá de la oportunidad de aprovechar los precios globales del gas y expandir la infraestructura energética, el proyecto forma parte de una estrategia más amplia de élites mexicanas y del resto de Norteamérica para justificar la expansión de la industria gasífera bajo argumentos de justicia social y prosperidad económica. Estas narrativas, lejos de ser inocentes, ejercen aún más presión sobre entornos ya vulnerables.
En busca de aguas más cálidas
El Golfo de California, como muchas otras regiones del mundo, se enfrenta al cambio climático que pone en riesgo su biodiversidad. Un ejemplo es el impacto de La Niña, fenómeno que provoca un enfriamiento anómalo del océano Pacífico.
“En Bahía de Banderas [Jalisco y Nayarit] hemos visto ballenas jorobadas muy pequeñas. Muchas buscaron temperaturas más cálidas; se ven muy delgadas, lo que indica que no están alimentándose bien al norte”: explica Eilen Segura, integrante del grupo de Mastozoología Marina de la Facultad de Ciencias de la UNAM.
Si tales condiciones persisten, hay modelos que proyectan disminuciones, e incluso extinciones locales, en poblaciones de ballenas. Para el año 2100, el cambio climático podría llevar a la desaparición de ballenas azules, de aleta y francas australes en el Pacífico, así como de ballenas de aleta y jorobadas en el Atlántico y el océano Índico. Asimismo, la falta de alimento no solo debilita a los cetáceos, trastoca muchos aspectos de su vida.
“Si no tienen suficiente energía, es más difícil que se reproduzcan y críen. Además, son más susceptibles a enfermedades y tienen menos capacidad para esquivar embarcaciones, grandes y pequeñas”: cuenta Francisco Javier Gómez Díaz, curador de esqueletos de megafauna marina y director ejecutivo del Museo de la Ballena y Ciencias del Mar en La Paz, Baja California.
Francisco ilustra la delicada situación que atraviesan las ballenas a través de la ballena gris (Eschrichtius robustus), cetáceo que sólo habita la zona norte del océano Pacífico y Atlántico. Durante el invierno, cuando el Ártico quedaba cubierto por el hielo, en su parte inferior se desarrollaban extensas formaciones algales. Con el deshielo, llegan al fondo marino y proporcionan alimento a pequeños organismos que, a su vez, sustentan a las ballenas.
En un ecosistema poco perturbado, la disponibilidad de alimento se traduce en abundantes poblaciones animales y los bosques de algas marinas rebosan de crustáceos, moluscos, peces y mamíferos, como las ballenas. Al reducirse estas formaciones, la cadena alimenticia se ve interrumpida.
En los últimos años, se ha observado que muchas ballenas compiten por alimento y, al no encontrar suficiente, adelantan su migración desde el otoño hacia las lagunas costeras de Baja California Sur, donde antes pasaban el invierno sin necesidad de alimentarse. Un desfase. Ahora han comenzado a buscar nuevas fuentes de alimento en la región, un comportamiento que, dice Francisco, se estudia por instituciones como la Universidad Autónoma de Baja California Sur.
Si seguimos el ejemplo que nos dio Francisco, la disminución de las poblaciones de ballena gris se ha vinculado con la reducción de la biomasa de sus presas y la cobertura de hielo en sus zonas de alimentación. Todas las especies son vulnerables a los cambios en su entorno a medida que el Ártico se calienta. Y si algo ha calentado a nuestro planeta, esa es la industria de petróleo y gas.
Progreso, ¿a qué costo?
De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU), los combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas) son los principales contribuyentes al cambio climático, representan más del 75 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero y casi el 90 % de todas las emisiones de CO₂. Su desarrollo, además, es fuente importante de metano, que invariablemente se filtra de las operaciones de petróleo y gas: perforación, fracking, transporte y refinación.
Aunque el metano no es un gas de efecto invernadero tan prevalente como el CO₂, es significativamente más eficiente en la retención de calor durante los primeros 20 años de su liberación en la atmósfera, según el Natural Resources Defense Council (NRDC). Hasta los pozos petroleros y gasíferos hoy abandonados siguen filtrando metano.
Si algo es garantía con el Proyecto Saguaro y otros megaproyectos similares, es el aumento de emisiones contaminantes y la creación de nuevas zonas de sacrificio: territorios marcados por la contaminación y la degradación ambiental, donde las ganancias económicas se han priorizado sobre el bienestar de las comunidades locales, lo que provoca abusos o violaciones a sus derechos; sitios desolados en nombre de un ideal (generalmente abstracto), como el progreso o el crecimiento económico, tal como mencionó aquella nota de El Sol de Hermosillo en 2021.
Eilen explica: “Las personas de Puerto Libertad son quienes resultarían directamente afectadas, ya sea por los gases que respiren o por el impacto en sus actividades económicas”.
Entre diciembre y abril, cuando las ballenas llegan al Pacífico, las comunidades locales se benefician del turismo y los avistamientos, una fuente importante de ingresos. Un océano sin ballenas significa la pérdida de empleos y el sustento de muchas familias.
Desde La Paz, Vanessa Prigollini cuenta una historia similar: “Gran parte de la derrama económica aquí está vinculada al avistamiento de ballenas. Solo la ballena jorobada y la ballena azul han generado más de 9 mil empleos en los últimos diez años. Eso, por supuesto, se vería afectado”.
Si dejamos de lado lo económico, las ballenas siguen siendo importantes, pues desempeñan un papel esencial para nuestra propia supervivencia. Francisco Gómez lo explica con un dato que mencionan en el Museo de la Ballena: “El oxígeno que respiramos proviene en gran parte del fitoplancton. ¿Y cómo contribuyen las ballenas? A través de algo tan innato como alimentarse y desechar. Sus excrementos son un fertilizante clave para el fitoplancton que así crece y realiza la fotosíntesis. Se ha documentado que el océano genera más oxígeno que los mismos árboles”.
No termina ahí. Las ballenas son, también, enormes reservorios de carbono: mientras viven, capturan CO₂ de la atmósfera y al morir lo almacenan en las profundidades del océano.
Todavía podemos hacer algo
La resistencia contra Proyecto Saguaro ha tomado fuerza en los últimos meses. Organizaciones civiles, académicos y ciudadanos han presionado a través de campañas como el #BallenaFest, boicots y la recolección de firmas. Actualmente, el megaproyecto enfrenta cinco juicios de amparo que han frenado su construcción y una Manifestación de Impacto Ambiental (MIA) ambigua y con datos erróneos. Sin embargo, aún se necesita más presión sobre los posibles financiadores, como Banco Santander. Muchas personas han decidido cortar lazos con la institución hasta que se pronuncie en contra del proyecto.
Es urgente que nos replanteemos la transición energética, no solo como un cambio tecnológico —de combustibles fósiles a energías limpias—, sino como un compromiso con la vida; con sostenernos.
Los cetáceos son centinelas de los ecosistemas marinos. Perderlos no solo significaría decir adiós a algunas ballenas, sino al equilibrio de una zona biodiversa y única en el mundo. Para la UNESCO, el Golfo de California es un ecosistema tan valioso como las islas Galápagos o la Gran Barrera de Coral. Si lo destruimos, ¿qué nos quedará? EP
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