La imagen sin memoria

La guionista Oriana Jiménez Castro comparte cómo fue crecer en el negocio familiar de los videoclubes, donde aprendió a ser una espectadora activa, un papel contrapuesto al algoritmo que nos dicta qué ver.

Texto de 08/03/21

La guionista Oriana Jiménez Castro comparte cómo fue crecer en el negocio familiar de los videoclubes, donde aprendió a ser una espectadora activa, un papel contrapuesto al algoritmo que nos dicta qué ver.

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Shakespeare y Dante, en pequeños bustos, me vigilan mientras escribo. Estoy en la biblioteca de mi abuelo, que sigue existiendo aún diez años después de su muerte. Puedo sentarme a su mesa de trabajo y quitarle la funda a su máquina de escribir. Miro detenidamente todos sus libros, las fotografías y alguno que otro adorno que aún reposa en sus estantes. Cuando él vivía muchas veces caminé por estos pasillos a hurtadillas para robarle los libros que no quería prestarme. Siguiendo esa costumbre de ladrona o polizona, hace un par de años encontré sus diarios, veinte cuadernos de forma italiana, a rayas, escritos con letra manuscrita en tinta negra. Hasta ahora los estoy hojeando. Aunque nunca los he leído, ya sé qué es lo que estoy buscando. 

Al principio de la década de los noventa mi papá y mi tía se iniciaron en el negocio de los videoclubes. Por aquellos años había unos cuantos en Xalapa pero sólo los de mi familia tenían una personalidad clara: ofrecer películas de arte, cine de autor, producciones independientes. Películas de todo el mundo que en su conjunto daban cuenta de la historia del cine y la evolución del lenguaje cinematográfico. Tener todas esas películas a mi alcance me hizo rica de la noche a la mañana. Veía más de cuatro películas cada fin de semana. Algunas de ellas en otras condiciones me hubieran sido censuradas. Yo era muy chica para ver en salas Solo con tu pareja y mi papá, escandalizado por la escenas eróticas del Drácula de Coppola, intentó prohibírmela, pero Carmen, mi abuela, mi cómplice, me dejaba escoger la película que yo quisiera. 

Muchas veces mi familia y yo nos reuníamos para ver una película. Mi abuelo siempre se sentaba frente a la televisión con una hoja y una pluma. Tomaba la caja del VHS y copiaba los nombres y créditos de quienes habían participado en la realización de la película. Yo siempre lo observaba con mucha curiosidad, me preguntaba por qué se afanaba tanto en escribir y recordar.  

22 de Enero 1988

De 21:00 a 23:15 asistimos, por el canal 7, a la proyección de la película mexicana La posesión, dirigida por Julio Bracho, 1949, guión de J.B. y María Luisa Alcántara, adaptación de la novela La parcela, de José López Portillo y Rojas, con Jorge Negrete como Román Ruiz; Miroslava como Rosaura Díaz, Domingo Soler, etcétera. Versión muy plástica, si bien inferior a la de 1938 Nobleza ranchera dirigida por Alfredo del Diestro, más apegada al original.

Esta estructura era la misma de todas sus reseñas. Primero apuntaba la ficha bibliográfica, con especial énfasis en la autoría del guión; si no se podía rastrear, dejaba un espacio en blanco. Después apuntaba la lista de los personajes con sus intérpretes y al final una pequeña sinopsis. Leo sus observaciones y empiezo a conocerlo.  

 Sábado 12 de abril de 1997

Nos trasladamos en taxi a Plaza Cristal, asistimos, en la sala 4, a la proyección del filme australiano Shine, Claroscuro, dirigido por Scott Hicks, con su propio texto. Excelente, con música estimulante, profunda, inolvidable. Nos impresionamos tanto que nos quedamos en la sala a ver la primera mitad de la siguiente función. 

Disfruto la ironía que se desprende de algunas de sus afirmaciones y por primera vez en mucho tiempo me siento cercana a él.

Sábado 11 de enero de 1997

Atendimos mi esposa y yo a la videocinta Love and Death, La última noche de Boris Grushenko película dirigida por Woody Allen con su propio guión. Excelente recreación cómica y filosófica de la literatura rusa del siglo XIX, a la manera de un judío norteamericano que se acerca a Tolstói sin renunciar a sus propias vivencias.

“Cuando mi papá se dio cuenta de lo mucho que me conmovían las historias y de lo bien que me acordaba de los nombres, los títulos y las fechas, me empezó a llevar con él cuando iba a comprar las películas a la Ciudad de México. Mientras él hablaba con los distribuidores yo caminaba por las bodegas revisando, pensando, intentando identificar: ésta es la buena.”

Hablar sobre las películas que veo es algo fundamental en mi vida, este tipo de conversación empezó en la infancia. Cuando mi papá se dio cuenta de lo mucho que me conmovían las historias y de lo bien que me acordaba de los nombres, los títulos y las fechas, me empezó a llevar con él cuando iba a comprar las películas a la Ciudad de México. Mientras él hablaba con los distribuidores yo caminaba por las bodegas revisando, pensando, intentando identificar: ésta es la buena. 

Lo de pensar cuál es la película que debemos elegir derivó en mi profesión. Cuando escribí mi primer guión el director llegó a nuestro primer encuentro con un paquete de películas y series. Así empezamos un diálogo que se convertiría en nuestra propia historia. Lo que hicimos en esos primeros días fue construir un puente entre su universo personal y el mío. Ésa fue la base de la película que hicimos juntos. Ambos somos espectadores aferrados, crecimos con la idea de escoger la película buena para llevárnosla a casa. Todo este contexto personal era “natural” hasta hace relativamente poco tiempo, lo compartimos varias generaciones. Sin embargo la alternativa del consumo digital ha venido a cambiar este entorno. 

Ser espectadora es guardar silencio durante la función. Una vez que se acaba el filme, el resto del tiempo lo consumo en el intento de verbalizar la experiencia. ¿Qué es lo que acabo de ver? En un mundo plagado de productos audiovisuales, acepto una responsabilidad como espectadora, está ahí cuando elijo qué es lo que veré a continuación. Pero, bajo el contexto actual, la consciencia de esta responsabilidad se está perdiendo.

Como la imagen se crea a partir de los gustos de la mayoría, entonces los gustos generalizados se convierten en el único tema relevante, en aquello que las imágenes deciden mostrar. Las formas y estructuras están al servicio de las necesidades de consumo de esa supuesta mayoría. Entonces queda en el olvido la voluntad de explorar las formas, de perderse en un laberinto con sólo una incertidumbre en la cabeza. No saber hacia dónde va la película es una de las cosas más placenteras de ser espectadora. Pero eso es lo que está en riesgo ahora: nuestra capacidad para asombrarnos. 

Los servicios de streaming comercian con la aparente pasividad de los espectadores. Imponen su visión del mundo a través de sus producciones, midiendo con sus propios parámetros lo que ponen en nuestras pantallas. Definen lo que debe verse y lo que no debemos atender en función del mercado. La lucha es la de siempre, pero las formas de hacer la guerra son distintas. Ahora están disfrazadas de una comodidad manca. Hasta los créditos de un producto audivisual son invisibilizados, como sucede cuando uno ve una película en Netflix y, en cuanto comienza la secuencia de créditos, el algoritmo salta a otra cosa automáticamente. En un intento mezquino por generar mayor consumo se nos niega la oportunidad de trazar una conexión indispensable, la necesidad de construir una memoria. 

Y como en cualquier expresión de la vida, la memoria es fundamental. No sólo nos permite trazar un mapa, sino que nos da la posibilidad de crear un presente. Uno que nos posibilite reformular constantemente nuestras ideas sobre el mundo. EP

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