
Luis Reséndiz repasa las tendencias del cine de horror durante el primer cuarto del siglo XXI.
Luis Reséndiz repasa las tendencias del cine de horror durante el primer cuarto del siglo XXI.
Texto de Luis Reséndiz 27/01/25
Luis Reséndiz repasa las tendencias del cine de horror durante el primer cuarto del siglo XXI.
Comenzaré haciendo una confesión: la idea de que las películas funcionan primordialmente como un reflejo de la psique colectiva me causa cierto repelús. Esto no es tanto porque sea incorrecta —aunque está plagada de matices—, sino porque me parece que sobresimplifica un fenómeno multifactorial que a menudo está menos emparentado con el inconsciente de las masas y más con la deliberación de una industria —este ensayo de David Bordwell es mucho más elocuente al respecto—. Superado este sin embargo, analizar las tendencias cinematográficas de una época o un periodo determinado es un ejercicio enriquecedor por lo que puede revelarnos. En los posos de la infusión cinéfila podemos interpretar no solo la difusa postal de la psique colectiva, sino también las decisiones estéticas, temáticas y económicas detrás de estas películas; decisiones tomadas lo mismo por cineastas que por ejecutivos y hasta el público, que participa con su recepción, alimentando ciertas tendencias.
En el caso de nuestro actual y aún joven siglo XXI, el cuarto de siglo que ha transcurrido funciona como un pretexto idóneo para hacer un primer aquilatamiento, más lúdico que científico. El género del horror, considerado desde siempre como un vehículo idóneo para las angustias colectivas, se antoja inmejorable para un ejercicio así, ubicado como está en ese cuadrante donde conviven lo mismo una película comercial que un estreno del circuito de festivales. La condición de entretenimiento de masas del género, conjugada con su veta simbolista, permite que el ejercicio sea, además, profundamente entretenido.
Vale la pena empezar por el principio. La película de horror más influyente del siglo XXI se estrenó, en realidad, a finales del siglo XX: El proyecto de la bruja de Blair (Myrick y Sánchez, 1999). Ninguna cinta ha engendrado más réplicas, imitaciones y derivaciones durante el siglo XXI como La bruja de Blair. La película es de sobra conocida, por lo que resulta medio innecesario volver a resumir la trama del trío de jóvenes que se pierden en el bosque mientras graban un documental sobre la leyenda de una bruja local.
La idea de que la película que vemos está editada con las cintas del documental que grababan logró recaudar cien veces el escueto presupuesto original, de un millón de dólares. Desde entonces, decenas, si no es que centenas de cineastas, intentaron imitar su éxito comercial y artístico con resultados variados. Con su estética cruda, su imagen granulada, la histeria de sus personajes palpable en el estilo mismo de la película y escalofriante final abierto, El proyecto de la bruja de Blair influiría a varias generaciones de cineastas a lo largo del siglo XXI.
Películas como Trollhunter (Øvredal, 2010), Grave Encounters (Minihan y Ortiz, 2011), Willow Creek (Goldthwait, 2013), The Borderlands (2013), As Above, So Below (Dowdle, 2014), Butterfly Kisses (Myers, 2018), Gonjian: Haunted Asylum (Jeong, 2018), la muy solvente secuela Blair Witch (Wingard, 2016) y la mexicana Archivo 253 (Rosenberg, 2015) son solo un puñado de películas que siguen los pasos de La bruja de Blair en más de un aspecto estructural: el grupo de investigadores que justifican la documentación de la película y crean conflicto y drama, el misterio de una leyenda local (real o confeccionada), el tercer acto donde la locura consume a los protagonistas.
El género se popularizó más allá de la estirpe de El proyecto de la bruja de Blair, explorando otras posibilidades. Estas variantes se ilustran bien en al menos cuatro notables sagas cinematográficas de found footage. La primera, Paranormal Activity (var. dir., 2007-2021), creada por Oren Peli, formal y argumentalmente muy distinta a La bruja de Blair, pero emparentadas mediante una estética cruda que por momentos colinda con el videoarte —acá el primero de una serie de textos que indagan en la saga—, una de las características más notables del subgénero. Paranormal Activity es, esencialmente, una revisión del viejo trope de la “casa embrujada”, actualizado para un mundo donde las cámaras y las pantallas son casi omnipresentes. La historia crecería y se desbordaría en siete películas y una secuela japonesa no oficial.
La segunda es V/H/S (2012-), creada por Brad Miska, que desarrolló el concepto de una antología de cintas encontradas por los protagonistas de otra cinta que sirve como soporte, una matrioshka de metraje dirigida por una selección de cineastas del género de horror. Las primeras dos entregas son las más sólidas, con cortos como The Sick Thing That Happened to Emily When She Was Younger (Swanberg) o el soberbio Safe Haven, de Timo Tjahjanto y Gareth Evans, un delirio cinematográfico que puede verse en solitario por acá, aunque recomiendo que vean toda la película, tanto o más deschavetada. En 2022, tras cuatro entregas, la saga llegó a un acuerdo con el servicio de streaming de horror norteamericano Shudder para coproducir y distribuir en la plataforma una película anual de V/H/S; desde entonces han sido lanzadas V/H/S 94, 99, 85, Beyond y se anunció el estreno de V/H/S 8 para 2025. Inteligentemente, la franquicia se movió del lanzamiento cinematográfico al evento televisivo de streaming, estrategia adecuada para sobrevivir con inventiva y calidad admirables. Ojalá algún día me inviten a escribir algo.
La tercera serie es Creep (Brice, 2014-), creada por Patrick Brice y el actor Mark Duplass. La primera entrega es una de las cumbres del género, la angustiante y perturbadora historia de un cineasta amateur que conoce a un psicópata que postea anuncios en internet buscando camarógrafos solo para después desconcertarlos mediante instrucciones cada vez más extrañas, desarrollar una enfermiza relación y, finalmente, asesinarlos. A finales del año pasado, Shudder estrenó The Creep Tapes, miniserie de seis episodios que explora otras cintas del asesino. Creep es, en el fondo, una exploración descarnada de las convenciones sociales, sus límites y el performance que hacemos todos los días frente a otros, apoyada en el extraordinario manejo de cámara de Brice y las perturbadoras actuaciones de Duplass.
La cuarta saga de found footage del siglo es The Blackwell Ghost (Clay, 2017-). Cada película dura poco más de una hora y está protagonizada, filmada, editada, narrada y en general creada casi en su totalidad por Turner Clay, el director, quien encarna a una versión ¿ficcionalizada? de sí mismo, un cazador de fantasmas que desarrolla una relación estrecha con las entidades que persigue y ve su vida familiar afectada por su obsesión. La saga —¡que lleva ya ocho películas!— está más propulsada por Clay que por los espíritus, y las últimas entregas de hecho pivotan hacia el misterio de un asesino serial y stalker que podría o no estar relacionado con el fantasma de Blackwell. Turner Clay no da entrevistas y tampoco hay mucha promoción para sus películas, que son lanzadas digitalmente de forma discreta, pero que cuentan ya con una audiencia fiel. The Blackwell Ghost amerita la vista y su primera entrega puede verse gratis en Tubi.
Una última mención merece la carrera de Kōji Shiraishi, cineasta japonés asombrosamente prolífico con una carrera que balancea, como muchos otros notables directores de aquel país, las grandes producciones dirigidas a la taquilla y las producciones de menor tamaño que, en su caso, suelen ser exitosos found footages de horror. Noroi: The Curse (2005), Shirome (2010, protagonizada por auténticas estrellas aidoru de una banda de pop de chicas japonesas, Cult (2013), A Record of Sweet Murder (2014) y la serie de películas de bajo presupuesto Senritsu Kaiki File Kowasugi! (2012-2023) son solo una fracción de su obra, quizá la más deslumbrante en el género del found footage, perturbadora, aterradora y también hilarante, además de una profunda meditación sobre la relación que mantenemos con cámaras y pantallas.
No podría cubrir en su totalidad el género como me gustaría, toda vez que ya me extendí bastante y necesitamos pasar a lo que sigue, pero acá va una rápida lista de notables películas de found footage lanzadas en este siglo tan prolífico para el género. Murder Death Koreatown (2020, sin director conocido): un hombre desempleado descubre que ha habido un asesinato cerca de su casa en Los Angeles y se pierde en un laberinto de conspiraciones que bien podrían estar en su cabeza; la película tiene un compromiso tan férreo con el realismo que, cinco años después de su estreno, nadie sabe quién la dirigió. Está disponible gratis con subtítulos en inglés acá. La rumana Be My Cat: A Film for Anne, (Țofei, 2016), donde un cineasta aficionado interpretado por el director Adrian Țofei, artista y actor comprometidísimo con el método, obsesionado con la actriz Anne Hathaway, recluta actrices amateur para filmar escenas que le demuestren a Hathaway que trabajar con él le dará su siguiente Oscar. Muy rápido, la obsesión de Adrian se torna enfermiza, descendiendo a profundidades peligrosas. Se ve gratis en Tubi. Unfriended (Gabriadze, 2014), utiliza el recurso de la screen life para capturar las pantallas de sus protagonistas y desde la computadora misma contar una historia de bullying y venganza desde el más allá; Host (Savage, 2020), una diminuta película pandémica que también utiliza la screen life durante la emergencia sanitaria para crear un horror del aislamiento social, testimonio de esa época. Finalmente, la japonesa One Cut of the Dead (Ueda, 2019) mezcla dos de las tendencias más importantes del siglo, el found footage y los zombis, en una sensacional e hilarante metaficción.
El género del horror tiene una relación tensa con el prestigio. Al mismo tiempo que directores de inmensa importancia en el cine —David Lynch, Roman Polanski, Alfred Hitchcock, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola o William Friedkin, por nombrar algunos— han demostrado su interés en el horror, el género ha encontrado a su público más fiel con largas sagas de calidad desigual o en películas de bajo presupuesto con tendencias estéticas que bien podríamos clasificar de grotescas. Durante el siglo XXI, una etiqueta hasta cierto punto polémica intentó crear un puente entre el horror y el prestigio: aquella que hablaba de elevated horror.
Aunque es complicado encontrar el ur-text donde nació el término elevated horror, podríamos ubicar su alumbramiento a finales de la década de 2010, construyéndose alrededor del lanzamiento de un puñado de películas: Under the Skin (Glazer, 2013), The Babadook (Kent, 2014), The Witch (Eggers, 2015), Get Out (Peele, 2017) y Hereditary (Aster, 2018). En conjunto, estas cintas recibieron una recepción crítica muy cálida, y el aparato de relaciones públicas de distribuidoras como A24 y NEON, junto a la hiperbolización de audiencias y comentadoras, dieron como resultado la etiqueta elevated horror, que designaba un tanto condescendientemente esta oleada de películas de género capaces de ganar premios y ser vistas sin espantar a los votantes de academias o a los críticos más delicados.
No en vano también se popularizó la etiqueta social horror, que llevaba para entonces un buen rato dando vueltas, sobre todo para describir la obra de Jordan Peele, responsable de la mencionada Get Out, Us (2019) y Nope (2022). Estas películas integraban las tensiones raciales de la población afroamericana como parte de su trama, rodeadas por algunas otras notables y a veces problemáticas que se agrupaban, también, bajo la etiqueta black horror, que podía ser o no elevado: Da Sweet Blood of Jesus (2014), la incursión del gran Spike Lee en el horror vampírico; Antebellum (Bush y Renz, 2020), protagonizada por Janelle Monàe y de recepción más bien tibia; Candyman (DeCosta, 2021), secuela del clásico homónimo de 1992 y coescrita y producida, claro, por Jordan Peele. Las series también colaboraron a esta veta, sobre todo Them (2021-2024), producida por Prime Video; Lovecraft Country (2020), producida por HBO y, sí, la compañía de Jordan Peele y el mismísimo JJ Abrams, y en menor medida, las dos temporadas de La dimensión desconocida (2019-2020), estrenadas en CBS All Access y narradas y producidas por el mismo Peele, uno de los cineastas más ocupados de lo que va del siglo.
Menos inserta en la maquinaria hollywoodense resulta la que quizá sea la mejor película de esta tanda, con el perdón de Us: la estupenda His House (2020), mi favorita personal. Escrita y dirigida por el debutante Remi Weekes, la película cuenta el arribo de una pareja de refugiados sursudaneses a Londres, donde el racismo institucional del gobierno, junto al racismo de sus vecinos, los encerrará en una casa donde los alcanzarán los demonios que los persiguen desde África. Puede verse en Netflix. El horror social británico vivió una época de bonanza durante la primera década del siglo XXI, con películas como Eden Lake (Watkins, 2008), The Disappeared (2008), Cherry Tree Lane (Williams, 2010) y Attack the Block (Cornish, 2011). Estas películas exploraban —¿o acaso explotaban?— la percepción de inseguridad y violencia por parte de los hoodies, jóvenes ingleses de clase baja que vestían sudaderas con capucha; esta percepción se agrupaba bajo el concepto Broken Britain, comúnmente asociado a una orientación política conservadora.
Los siguientes años vieron un ascenso en la veta del folk horror, al que más o menos podemos poner como punto inicial la ya mencionada La bruja, de Robert Eggers. Esta es otra etiqueta nueva —aparece formalmente a principios de los dosmiles, en la serie documental A History of Horror, de la BBC—, pero sus exponentes principales son añejas: The Blood on Satan’s Claw ( Haggard, 1971), Witchfinder General (Reeves, 1968) y The Wicker Man (Hardy, 1973). Las tres películas comparten, según el libro Folk Horror: Hours Dreadful and Things Strange (2017, Scovell), el paisaje (rural), el aislamiento de los personajes, el resquebrajamiento de su sistema de creencias y un “evento” final, a menudo una invocación, constantes que más o menos se presentarán en distintas exponentes del género y que están todas presentes en La bruja. Hagazussa (Feigelfeld, 2017), Gretel & Hansel —deslumbrante adaptación del cuento y tercera película de Osgood Perkins, director de la estupenda Longlegs (2024)—, Kill List (Wheatley, 2011), The Ritual (Bruckner, 2017), Midsommar (Aster, 2019), etcétera: el género ha vivido un gran momento durante la última década.1 Comúnmente, se ha asociado a una cautela contra la nostalgia que puede inspirar la vida rural, tan a la alza entre el conservadurismo, pero también puede leerse como un rechazo prejuicioso y hasta clasista hacia las personas del campo. No es improbable que ambas convivan y sean manipuladas a conciencia por los cineastas para generar una respuesta en sus audiencias, con mayor o menor éxito.
La etiqueta elevated horror aglutinaba estas etiquetas, no para aducir a favor de un nuevo subgénero con constantes temáticas o estilísticas, sino para nombrar al interés común y a la popularización de estas películas entre la crítica y los premios. Más que atribuirlo a una “elevación” del horror —completamente artificial, considerando que el género ha mostrado interés en los aspectos sociales y en la sofisticación estética—, yo lo atribuyo a un interés generacional en la crítica social y una inconformidad común con el sistema económico.
El horror ha tratado al género femenino de forma desigual. Por un lado, es uno de los primeros géneros en presentar protagonistas femeninas fuertes —la saga de Alien es testimonio, y no es la única—; por el otro, el género también tiene una larga historia de explotación y representación degradante. Durante lo que va del siglo, no obstante, uno de los virajes más decididos que ha dado el género ha sido hacia cierta igualdad que busca poner a las protagonistas femeninas más al centro, menos en el rol de víctimas.
Una de las primeras películas del siglo en explorar activamente la feminidad y su corporalidad fue la canadiense Ginger Snaps (Fawcett, 2000), película absolutamente genial que cuenta con un culto nada despreciable, fascinado con su tratamiento de la licantropía como una metáfora de la menstruación. Ginger Snaps prefiguró toda una serie de películas que recorrerán el siglo y que usarán las herramientas del body horror para abordar el cuerpo femenino: Jennifer’s Body (Kusama, 2009), protagonizada por Megan Fox en uno de los usos más subversivos que se han hecho de una súper estrella hollywoodense; Raw (Ducournau, 2016), otra incursión en los apetitos femeninos adolescentes; Titane (Ducournau, 2021), que traslada la metáfora cronenberguiana a un embarazo mecánico que termina en una delirante catarsis; la mexicana y sobresaliente Huesera (Garza Cervera, 2022), sofisticada alegoría donde el rechazo a la maternidad se torna una maldición y, por supuesto, la estupenda The Substance (Fargeat, 2024), la más reciente exponente de la tendencia, una sátira de la obsesión del mundo del espectáculo con la perfección corporal y la eterna juventud.
Las convenciones sociales que se imponen al género femenino han sido constantemente puestas a prueba en distintas películas de horror, como A Girl Walks Home Alone at Night (Amirpour, 2014), donde una joven vampira iraní revierte los roles de víctima y victimario en las calles de una ciudad anónima; Ready or Not (Gillet y Bettinelli-Olpin, 2019), donde el sentido común de ganarse a la familia del novio es transformado en un impulso de supervivencia; Pearl (West, 2022), que muestra las distancias que su protagonista está dispuesta a recorrer para llegar a la pantalla grande, inconforme con la vida como esposa en una granja y MaXXXine (2023), donde seguiremos el camino que sigue el personaje en la industria del entretenimiento para adultos. Desde distintas perspectivas, las protagonistas femeninas han seguido una constante no solo de la industria, sino de la sociedad del siglo XXI, que con el feminismo de la cuarta ola ha tenido que prestar atención a viejas problemáticas dentro de la pantalla; estos cambios no dejan de contrastar con los persistentes casos de abuso que se viven fuera de la pantalla, con las personas que hacen, a veces, las mismas películas que pretenden señalar esos problemas.
Este ejercicio cubre apenas una minúscula parte de lo que ha sucedido dentro del cine, la televisión y algunas otras formas de los productos audiovisuales de horror del siglo XXI. En el tintero se quedó el recuento de la vida y muerte del zombi, criatura que comenzó la centuria con paso firme gracias a películas como 28 Days Later (Boyle, 2022) pero que más de dos décadas después ha perdido el impulso tras dejar algunas notables obras durante el siglo: la española REC (Balaugueró, 2007), la mexicana Halley (Hoffman, 2012) o la francesa Les Revenants (Campillo, 2004) son solo algunas. Tampoco hubo espacio para hablar del horror de gran presupuesto, que ha visto ascender a la franquicia de El conjuro (2013-), saga que ha generado un par de spin-offs, como La monja y Annabelle. Menos espacio me quedó para hablar del horror de internet, que ha hecho aportes sensacionales, como la popularización del “horror análogo” y la creación del concepto de los backrooms, desarrollado por un chico de 16 años que realizó un cortometraje en Unreal Engine que se viralizó a tal grado que le consiguió la dirección de una película basada en su cortometraje producida por A24. Estos primeros 25 años del siglo han sido muy prolíficos para el horror, acaso como inevitable reacción a un mundo sumido en una catástrofe ineludible. La mala noticia es que el mundo no parece dispuesto a enderezar el rumbo; la buena noticia es que las ansiedades que nos inflige a menudo redundan en extraordinarias películas de horror. Dios da y dios quita, como dicen por ahí. EP