Cómo el Tren Maya impacta directa e indirectamente la naturaleza de Yucatán

Luis Zambrano reflexiona sobre cómo las grandes obras de infraestructura, como el Tren Maya, modifican profundamente la relación entre desarrollo y naturaleza. Un análisis que invita a repensar el costo ambiental y social del “progreso”.

Texto de 20/10/25

Luis Zambrano reflexiona sobre cómo las grandes obras de infraestructura, como el Tren Maya, modifican profundamente la relación entre desarrollo y naturaleza. Un análisis que invita a repensar el costo ambiental y social del “progreso”.

Desde hace más de 150 años hemos aceptado el falso axioma de que cualquier tipo de construcción genera desarrollo. Parte de este axioma explica por qué los países que consideramos como desarrollados son los que tienen más infraestructura: carreteras, trenes, puertos, rascacielos y aeropuertos. El parámetro con el que medimos si somos desarrollados está en esos países —“el sistema de salud mejor que el de Dinamarca…”— y nuestra ilusión es alcanzarlos. Esa ilusión es usada por los gobiernos para generar cualquier tipo de obra pública. No importa el costo, pues está justificado de inicio: “Esta infraestructura promoverá la movilidad, ayudando a esta olvidada comunidad, generando empleos, atrayendo industrias, también con esta obra ayudaremos a los campesinos a mover sus productos, los niños llegarán a la escuela más rápido y podrán visitar a sus abuelitas más seguido” —parecen inventados, pero estos argumentos han sido utilizados para justificar obras como el Tren Maya, el Corredor Transístmico y la Supervía, carreteras en Oaxaca, Guerrero y Chiapas—. La obra pública se muestra como un detonador de dinámicas sociales y económicas que mejorarán la vida de las personas; por lo tanto, el costo monetario, por muy alto que sea, es insignificante cuando se compara con los beneficios prometidos. A esos beneficios forjados por la obra pública les llamo beneficios indirectos

Los beneficios indirectos fueron clave en la publicidad del Tren Maya. “Un detonador de desarrollo para el sureste tan abandonado”, dijo en múltiples ocasiones el expresidente López Obrador. Las predicciones que hizo la ONU-Hábitat a partir del desarrollo turístico, agrícola e industrial que traería el Tren Maya, sugieren un aumento del 50 % de la población en la península en dos décadas gracias a esta megaobra. Bajo la lógica de que el mayor crecimiento económico desparrama sus ganancias hasta las comunidades marginadas, la marca Tren Maya se ha vendido como una posibilidad de conexión entre comunidades indígenas —algo que no hace: sus rutas son entre ciudades turísticas— y como posibilidad de empleo para todas las personas que viven en la región —tampoco lo hace: el empleo de calidad es capturado por profesionistas que migran a la región y queda disponible solo el empleo peor pagado—. Esto ha sido evidenciado en reportajes, como la descripción del otro Cancún. Ese empleo mal pagado obliga, además, a los mayas a modificar su estilo de vida, lugar de residencia y sus costumbres; en resumen, a perder su cultura. 

Los promotores del Tren Maya señalaron también los beneficios directos. La inversión de más de 500 mil millones de pesos que trajo su construcción convenció a gran parte de una sociedad ávida de buenas noticias frente al actual mundo hostil. Así, fue fácil que la gente aceptara sin cuestionar la innumerable lista de beneficios directos e indirectos asociados a la obra (ahora es mencionada por la presidenta como legado cultural). Mucha gente se dijo satisfecha: por fin se pensaba en el sureste que había sido históricamente olvidado. Esto es debatible, considerando que, desde los tiempos de Porfirio Díaz, hace más de 130 años, se ha invertido en el sureste con infraestructura de trenes que quedaron en el olvido. También considerando la cuantiosa inversión turística que ha desatado Cancún desde la década de los setenta, al construir hoteles, restaurantes y centros de recreación en lo que ahora se llama la Riviera Maya. El sureste no parece estar olvidado; más bien, la inversión en trenes y turismo —como el Tren Maya— no ha servido para reducir la inequidad social y económica ni para mejorar la calidad de vida de sus comunidades originarias. Más de un siglo de estas intervenciones gubernamentales ha beneficiado a los inversionistas y a los profesionistas, pero muy poco al pueblo maya. 

A diferencia de las promesas de beneficios económicos directos e indirectos que aceptamos sin cuestionar, nos cuesta trabajo entender que la obra pública también tiene efectos negativos, primordialmente sociales y ecológicos. Este artículo busca explicar la importancia de evaluar los efectos negativos directos e indirectos en ecología que generó el Tren Maya a partir de cuantificar la reducción de servicios ecosistémicos.

No se trata de decir que toda infraestructura es muy nociva. Aun cuando toda infraestructura genera efectos ecológicos negativos, en muchas ocasiones estos efectos son mucho más bajos que los efectos positivos. Sin embargo, en otras ocasiones, estos efectos negativos ecológicos sobrepasan los efectos positivos y, por lo tanto, muchas obras son contrarias al desarrollo. La pregunta es: ¿cómo sopesamos los efectos directos e indirectos positivos —los reales, no los que publicitan sus promotores— contra los efectos negativos que generan en la naturaleza y que al final afectan nuestra calidad de vida?

En primer lugar, distingamos los efectos directos de los indirectos. Los directos son aquellos que la obra misma genera en el ecosistema: los cenotes heridos por columnas, la fragmentación de la selva, la devastación de un manglar. Estos efectos son los que normalmente se incluyen en las Manifestaciones de Impacto Ambiental oficiales y dan pauta a las medidas de restauración para balancear el impacto negativo —por eso en muchos casos se ocultan, como sucedió en las manifestaciones de impacto de esta megaobra—. Esto es, si se destruyen 100 hectáreas de selva, se tiene que reforestar en otro lugar el equivalente. 

Evaluar los efectos negativos directos del Tren Maya ha sido relativamente simple. No hay duda de la destrucción al ver las devastadoras imágenes de los cenotes por donde se construyó el tren: ahora tienen una daga en forma de columna que los atraviesa desde la superficie hasta el fondo, derramando cemento y contaminando sus cristalinas aguas. La misma Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) acaba de admitir esta devastación ecológica. Tampoco dejan duda las imágenes de una selva partida en dos generada por una raya de cientos de kilómetros de largo y 150 metros de ancho, estableciendo una frontera insalvable para muchos animales. Un tercer ejemplo son las tristes imágenes de los jaguares atropellados en las nuevas carreteras: estas imágenes permiten dimensionar el efecto del Tren Maya sobre la naturaleza retratada en uno de los animales más icónicos del país. 

Sobra decir que la actividad económica más importante de la península es el turismo y los efectos directos afectan parte de los atractivos naturales más importantes —los cenotes, las selvas, la biodiversidad—. Con su destrucción estamos matando a la gallina de los huevos de oro, queriendo construirle un gallinero más atractivo. 

Sin embargo, los muy publicitados efectos directos no levantaron una ola de indignación social que en cualquier otro momento hubiera surgido. No solo estas imágenes pasaron de largo para la mayoría de la sociedad, sino que los propios promotores del Tren Maya utilizaron la imagen de la destrucción de los cenotes para hacer promoción.

Las únicas formas de explicar esto son, por un lado, que como sociedad asociamos el desarrollo con el concreto y la conquista de la naturaleza. La destrucción natural la vemos como “el costo del desarrollo”, sin hacer el análisis costo-beneficio. La otra forma de explicarlo es que mucha gente pensará que esas imágenes son muy tristes, pero que están alejadas de ellas. Un ejemplo sería la sensación contradictoria de ver un documental sobre el Amazonas, en el cual nos enamoramos de las grandes hojas del sotobosque, los coloridos insectos y la ternura de los monos, y minutos después, vemos con indiferencia las noticias que muestran miles de hectáreas de ese mismo Amazonas destruido para la producción ganadera… La selva está muy lejos. 

Si los evidentes efectos directos no generan la empatía social necesaria para llamar a la acción, imaginemos lo ignorados que son los efectos indirectos, que son más complicados de evaluar y de relacionar con la construcción. 

Los efectos indirectos nunca son evaluados por alguna herramienta de protección y son los impactos que recibe la naturaleza a partir de los efectos indirectos económicos que se utilizan para promover los beneficios de la obra. El Tren Maya tiene muchos ejemplos de los efectos indirectos: el nuevo aeropuerto de Tulum; la nueva carretera para llegar a ese aeropuerto: el hotel de lujo militar en la reserva de Calakmul; la nueva carretera que cruza la reserva de Sian Ka´an, donde desarrollaron un área turística en la zona de conservación. Esta infraestructura, que es parte de las nuevas dinámicas económicas desatadas por el Tren Maya y que fue utilizada para promover su construcción, se debe evaluar como efectos indirectos negativos a la naturaleza que trae consigo esta megaobra.

Estos efectos indirectos pueden ayudar a comprender cómo es que algo tan alejado de nuestra vida cotidiana sí nos puede afectar como sociedad y se puede cuantificar esta destrucción en el funcionamiento del ecosistema. Ese funcionamiento es vital para la calidad de vida de las personas. Gracias a los ecosistemas tenemos agua, aire limpio, alimento, temperatura dentro de los márgenes para vivir bien e incluso cultura. Por esto, a estos beneficios les llamamos servicios ecosistémicos: son gratis para la sociedad. Cuando los ecosistemas dejan de funcionar, dejamos de percibir estos beneficios y tenemos que sustituirlos con acciones que nos cuestan recursos y generan inequidad. Por ejemplo, una temperatura agradable en una ciudad la goza todo el mundo; si se rompe el funcionamiento del ecosistema y esa ciudad tiene olas de calor, solo las personas con más recursos podrán comprar aire acondicionado, mientras los pobres tendrán que sufrir la ola de calor repercutiendo en su salud y su capacidad de trabajo. 

Existen varios métodos para medir los servicios ecosistémicos de manera espacial. Con estas mediciones podemos hacer la comparación de los servicios ecosistémicos recibidos actualmente con los que hubo hace 25 años. Además, podemos hacer escenarios de estos servicios ecosistémicos sin el Tren Maya y con él, evaluando cuánto se reducen debido a los efectos directos e indirectos. Publicamos el estudio en la revista Frontiers in Environmental Science de acceso abierto.

Los resultados han sido muy difíciles de digerir. Hemos destruido gran parte de los servicios ecosistémicos en los últimos 25 años; en lugar de tomar acciones para recuperarlos, los escenarios sugieren todo lo contrario. Si no existiera el Tren Maya, la devastación de los ecosistemas sería grande, pero con el tren la devastación va a ser todavía mucho mayor y se generará una reducción de estos servicios. La pérdida de algunos de estos servicios repercute directamente en nuestra calidad de vida, como la generación de alimentos, la posibilidad de reducir el efecto negativo de los huracanes o la pérdida de biodiversidad, algo por lo cual es atractiva la península de Yucatán. El costo es muy alto: está poniendo a la península en una situación mucho más vulnerable frente al cambio climático. 

Un resumen de los resultados: proyectamos la reducción histórica de los servicios ecosistémicos al año 2050, en polinización —un servicio que nos da de comer porque es fundamental para la agricultura— dentro de las selvas húmedas, ha sido fuerte, pero con el Tren Maya se reducirá un 20 % más de lo que se reduciría si no se hubiera construido. En cuanto a la captura de carbono —un servicio que ayuda a amortiguar los efectos del cambio climático—, se ha reducido este servicio tanto en las selvas secas como en las húmedas en más de un 35 %, pero esta reducción será un 25 % mayor con el Tren Maya. El último servicio ecosistémico analizado es el de calidad de hábitat —mantiene los ecosistemas funcionando y permite que exista biodiversidad—; donde más se ha perdido es en las selvas secas, que han bajado casi un 40 %, pero la megaobra reducirá un 10 % más. En resumen, los datos sugieren que, en un cálculo muy conservador, la construcción del Tren Maya aumentará significativamente el deterioro de todos los ecosistemas que están en la península de Yucatán por sus efectos directos e indirectos. Un estudio posterior podría cuantificar monetariamente estas pérdidas.

¿Qué hay del beneficio? Estudios de 2022, que en ese momento consideraban una inversión de construcción de 128 mil millones de pesos —aproximadamente el 30 % de lo que verdaderamente nos costó—, indicaban poca probabilidad de que financieramente este proyecto fuera viable. A esto le sumamos que el primer año, la ganancia por boletos solo fue el 2.3 % del costo de operación. Así que los beneficios económicos del Tren Maya son prácticamente nulos; por el contrario, su operación nos cuesta unos 12 mil millones de pesos anuales. El tren ha servido para la especulación de terrenos y no ha sido el atractivo turístico que levantará la economía de la península como se prometió. 

Este fracaso económico ha forzado a sus promotores a buscar alternativas como utilizarlo para transportar bienes. Esto está promoviendo la destrucción de 147 hectáreas de selva para terreno de maniobra de carga y descarga, generando un efecto indirecto negativo más. Si se vuelve de carga, ¿qué transportará? Si es agricultura, entonces beneficiará a la producción intensiva, promoviendo el desmonte aún mayor que el actual. En un análisis del Gobierno Federal, entre 2001 y 2018, en la península de Yucatán se desmontan anualmente aproximadamente 47,500 hectáreas de selva para la agricultura. Con el Tren Maya de carga que facilite la movilidad de productos agrícolas, el desmonte sería mucho mayor. Así, el tren beneficiará a los promotores de cultivo industrial que, de nuevo, son los que más tienen, y provocará un desmonte acelerado de selva. Esa selva que da de comer a las comunidades y protege a los habitantes de la península de los huracanes.

La figura completa puede consultarse en el estudio publicado en Frontiers in Environmental Science.

Un análisis de costos-beneficios debió haberse hecho antes sin encandilarse con el axioma de obra=desarrollo. Como sociedad debemos exigir que el gobierno busque formas de mejorar la calidad de vida de los pueblos mayas. Esto debería estar asociado a generar infraestructura acorde a las necesidades locales, que son variadas: mejorar el sistema de salud a nivel local, la calidad de movilidad rural, la educación de calidad en pueblos, la producción de alimentos sin afectar el ecosistema, la promoción de la calidad de vida y de la cultura en zonas rurales, entre otras muchas posibilidades que podrían haber surgido del trabajo profundo con las comunidades locales. Es un proceso mucho más lento y tortuoso, sin listones que cortar, pero es mucho más sostenible, comparado con la visión de desarrollo ligado al concreto en hoteles y vías férreas que por cien años han probado ser inútiles para el desarrollo y ahora nos dejan en la vulnerabilidad frente al cambio climático. EP

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