¿Cómo alimentar a más de ocho mil millones de humanos sin extinguirnos en el intento?

¿Qué tan lejos estamos de convertirnos en insectívoros?, ¿es una solución viable para la crisis alimentaria y medioambiental que estamos viviendo? Andrés Cota Hiriart —escritor, zoólogo y naturalista— profundiza en el tema.

Texto de 07/03/23

¿Qué tan lejos estamos de convertirnos en insectívoros?, ¿es una solución viable para la crisis alimentaria y medioambiental que estamos viviendo? Andrés Cota Hiriart —escritor, zoólogo y naturalista— profundiza en el tema.

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Básicamente parece haber dos vertientes hacia las cuales tirar para lograr satisfacer el hambre proteica de ocho mil millones de humanos y los que se acumulen, sin que ello signifique seguir aniquilando los contados remanentes de medio ambiente que aún perduran ni terminar de vaciar los mares por completo. Porque, afrontémoslo, por mucho que nos guste demarcarnos del entorno en el que habitamos —en esta industrialización sin freno a la que nos hemos abocado como especie a lo largo del último siglo—, figuramos como un elemento más del esquema biológico y en buena medida nuestra supervivencia a largo plazo está estrechamente ligada a lo que acontezca en la floresta. 

Digan lo que digan quienes predican cultos religiosos o lideran el mundillo empresarial geopolítico, si alguien va terminar sufriendo los estragos de la crisis ambiental que hemos desatado, somos precisamente nosotros. La vida es resiliente en extremo, tarde o temprano se recuperará de la pequeña catástrofe homínida y su sexta extinción masiva, y volverá a radiar y reinventarse, como es su costumbre, como lo ha hecho ya, sin lamento ni fatiga, en varias ocasiones previas. No obstante, ya no estaremos aquí para presenciarlo, dado que nos habremos tropezado con nuestros propios pasos, enredándonos en los traspiés del desarrollo inmobiliario descontrolado, la moda de una sola temporada y las toneladas de unicel y empaques plastificados de todos esos productos y meriendas que ordenamos hasta la puerta de nuestras casas. 

O le damos vuelta pronto a la vorágine del Capitaloceno o no durará mucho más tiempo nuestro breve paso por la historia de este planeta. Mientras logramos ese improbable vuelco del sistema mercantil, uno de los grandes tópicos que podríamos confrontar, cuyos alcances son más que considerables, es el relacionado con cómo alimentar a todos estos simios adoradores del plástico que sobrepoblamos la geografía terrícola. Y no, si todos nos tornásemos veganos, no se resolvería de lleno el asunto, pues, a fin de cuentas, nuestros cada vez más extensos monocultivos representan, justamente, parte sustancial del problema. Sin mencionar que, en todo caso, habría que ser veganos de temporada y espartanamente localistas: que se conformen con lo que se produce en las inmediaciones de su localidad y en ese momento específico del año, pues de otro modo no se resuelve demasiado. Digamos que no es posible pretender comer mangos en Berlín o kiwis en México, por muy bio u orgánico que el supermercado presuma ser, sin olvidar que el auge del tofu y el tempe asociado a esta preferencia gastronómica carga a cuestas el florecimiento de la soya transgénica de Monsanto que día a día reclama más terrenos tropicales.

“…resulta simplemente inaudito fantasear con que podemos seguir desayunando, comiendo y cenando derivados pecuarios con base rutinaria conforme reducimos cada vez más fracciones del paisaje a potreros”. 

No queda duda de que la era de la sobreexplotación de reses, pollos y cerdos está llegando a su final; resulta simplemente inaudito fantasear con que podemos seguir desayunando, comiendo y cenando derivados pecuarios con base rutinaria conforme reducimos cada vez más fracciones del paisaje a potreros. Sin embargo, eso no significa que tengamos que renunciar al aporte nutricional que el cuerpo exige, ni al gusto por la diversidad culinaria. Y en tales menesteres, como decía, parece haber dos opciones realistas.

La primera es la llamada carne de laboratorio; no precisamente animales de hidroponía —como quizás podría sugerir dicho concepto—, sino alimentos facsímiles a los tejidos zoológicos generados a partir de emular sus procesos metabólicos en matraces y medios de cultivo independientes de la intervención de organismos vivos. Un mercado bullente y, a todas luces, prometedor, que, sin embargo, no será explorado a profundidad en el presente texto.

Abordaré ampliamente la segunda directriz, aquella que involucra un bufet invertebrado, pues es algo que he investigado —con fauces y cerebro, quiero decir— a lo largo de los últimos años. Por si quedara duda, estoy aludiendo a la virtuosa costumbre de agregar insectos en el menú o entomofagia (del griego ἔντομος éntomos «insecto» y φᾰγεῖν făguein «comer»). Aunque, ahora que lo pienso, dicho hábito debería ser denominado algo más en el tono de artropofagia, pues no solo comemos insectos, sino también arácnidos y miríapodos (ciempiés y milpiés) —bichos, pues—; todos los cuales, junto con los crustáceos (langostas, cangrejos, gambas…), conforman el grupo de los artrópodos. Así que cuando se dice en defensa de tal costumbre, al tiempo que se devora con deleite un cocopache (chinche negra y lustrosa de unos tres centímetros de largo): «n’ombre, pero ¿como por qué debería darme asco?, si son como camarones de tierra…», se está hablando con verdad taxonómica. 

Ah, claro, y estamos refiriéndonos al acto voluntario y deliberado, porque así sea algo que generalmente se ignora, la verdad es que todas las personas consumimos bichos de vez en cuando. Una media de ocho arañas a lo largo de la vida mientras dormimos y una cifra bastante más alta de invertebrados variados mensualmente en los productos procesados. Basta mencionar que la FDA (Dirección de Alimentos y Medicinas estadounidense) advierte que puede haber hasta 20 huevos de mosca drosófila en un vaso de jugo de tomate, 75 trozos de insecto en 55 ml de chocolate caliente y estima que una porción de brócoli congelado puede contener hasta 70 pulgones o ácaros.

Volvernos insectívoros: esa es la propuesta; o mejor dicho volver a ser insectívoros, ya que durante la mayor parte de nuestra evolución tales invertebrados figuraron como parte esencial de la dieta, al igual que todavía lo hacen para las sociedades cazadoras-recolectoras, así como en algunas naciones que aún se resisten a la imposición del estilo de vida occidental y su globalización de comida rápida. China, Tailandia, la India, el Congo y Ecuador se destacan como pueblos consumidores de insectos por excelencia, pero México es por mucho donde más especies se consumen habitualmente desde tiempos mesoamericanos. Con solo decir que de las 1900 especies registradas de insectos comestibles a nivel mundial, 550 (poco más de un cuarto del total) se consumen aquí. Es más, tan solo de orugas se degustan con placer 77 variedades distintas en diferentes regiones del país cada temporada de lluvias; esto rebaza con creces la variedad completa de insectos consumidos en la mayoría del resto de países no mencionados hasta ahora.

“China, Tailandia, la India, el Congo y Ecuador se destacan como pueblos consumidores de insectos por excelencia, pero México es por mucho donde más especies se consumen habitualmente desde tiempos mesoamericanos”. 

Para los paladares que aún no se han aventurado o que solo lo han hecho tratándose de chapulines, chinicuiles y los ocasionales escamoles —probablemente los tres manjares invertebrados más populares de nuestra cocina—, a grandes rasgos podríamos decir que si los bichos se comen vivos o sin pasar por el fogón generalmente son ácidos y cremosos, de sabor graso, perfumado y salados, en ocasiones también algo amargos. Si se asan, en cambio, resultan crujientes y acidulados, parecidos a un charal con toques de limón, y si se guisan o muelen en salsas resaltan notas de aroma. La variedad es notable: hormigas arrieras o chicatanas (sabor terroso y avinagrado), termitas (sabor a lechuga), arañas (sabor a pescado y fritura de papa), chinches acuáticas (sabor a queso), tarántulas (sabor a salmón), cuetlas y otras orugas grandes (sabor a salchichón ahumado). 

En cuanto a cuáles se consumen con mayor frecuencia a nivel mundial, aproximadamente un tercio corresponde a escarabajos y chinches (o bien sus larvas), un segundo tercio se divide en partes iguales entre mariposas y polillas (con sus orugas respectivas) y el grupo de las abejas, avispas y hormigas; el tercio restante corresponde a grillos y saltamontes, pulgones y cigarras y demás parentela quitinosa: moscos, insectos palo, escorpiones, arañas, lombrices de tierra, cucarachas, piojos, libélulas, ciempiés e insectos acuáticos y sus huevecillos, entre muchos más.

¿Por qué se afirma que, más allá de figurar como la comida del pasado y en ciertas comunidades también del presente, este podría ser el alimento del futuro de la humanidad? Las razones son numerosas y operan a distintos niveles, cada uno fundamental para construir el argumento en turno. Comencemos por su valor nutricional: quizás el aspecto que más se pregona es la cantidad de proteínas que contienen con relación a los otros animales que usualmente consumimos. Por supuesto, los valores varían de acuerdo con la especie específica, pero emplearemos chapulines o grillos como ejemplo y tendremos que cuentan con dos y media veces más proteínas que las reses, los puercos, el pollo y los borregos y el doble que el atún. Al tiempo que, de manera respectiva, contienen mucha menos grasa: una tercera parte tratándose de los cárnicos bovinos y porcinos, y una quinta en la del atún.

Sin embargo, ese es apenas el principio, puesto que esos mismos modestos chapulines contienen más calcio que un vaso de leche, el doble de hierro que las espinacas y siete veces más vitamina B12 que el salmón. Además de que son sumamente ricos en aminoácidos esenciales que nuestros tejidos no secretan y que solo se consiguen a través de la dieta —lisina, valina, leucina, treonina, metionina, cisteína, triptófano, fenilalanina, etc.—, todos ellos micronutrientes necesarios y que, encima, enriquecen nuestro microbioma. Sumemos a esto que las proteínas que presentan los insectos registran una alta digestibilidad —o son altamente asimilables por nuestro organismo—; sus valores en tales menesteres oscilan, según la especie, entre 33% y 95%, tomando en cuenta que el límite por encima del cual se considera a un alimento como «concentrado proteico» es del 60%. Desbancando así, en el caso de los tenebrios (larvas de escarabajo) y sus semejantes, a los licuados y demás complementos alimenticios, tan socorridos por atletas.

Otro punto a considerar es que, a diferencia de la mayoría de derivados cárnicos, los bichos se comen completos, o si se prefiere se consume al espécimen en su totalidad, por lo que se aprovechan todos sus nutrientes. Esto no debería requerir de una reflexión profunda para concluir que su complejidad nutricional resulta mucho más rica y sofisticada que la correspondiente al pedazo de músculo estriado al que se limita el bistec, la pata de pollo o la chuleta. Por si no fuera suficiente, también es posible cebar a los insectos durante un par de semanas previo a su consumo para incorporar así otros nutrientes o vitaminas específicas que se requiera. No debería de sorprender entonces el hecho de que en los países pobres —o incluso en las regiones de una misma entidad federativa— donde ingerir insectos constituye una práctica habitual, los índices de desnutrición infantil sean notablemente menores que en donde no se hace. 

Dejando de lado los beneficios que atañen a la escala anatómica, ahora podríamos ampliar el encuadre y concentrarnos en el marco ambiental, en el radicalmente menor impacto que conlleva la producción de insectos para consumo humano que el deterioro inaudito vinculado a la industria ganadera, porcícola o avícola. Pensemos que para generar un kilógramo de proteína animal se necesita ocho veces menos alimento en el caso de los chapulines que tratándose de vacas (1.2 kg de forraje vs. 10 kg respectivamente), diez mil veces menos agua (2 litros para los chapulines vs. 22 mil para las vacas), cien veces menos espacio (2m2 vs. 200m2) y se liberan ochenta veces menos gases de efecto invernadero durante el proceso —aquel sonado metano de los gases de vaca— (8 co2eq vs 684 co2eq).

“No se requiere contar con un grado en agronomía o ser versado en temas medioambientales para percibir que muy probablemente las granjas del futuro serán principalmente de invertebrados”.

Vaya, no se requiere contar con un grado en agronomía o ser versado en temas medioambientales para percibir que muy probablemente las granjas del futuro serán principalmente de invertebrados. De entrada, se resolvería el gravísimo factor de las enormes extensiones de selvas y bosques que siguen devastándose para ser convertidas en potrero o monocultivos destinados a producir pienso (alimento seco que se le da al ganado y a los animales domésticos) y que representa una de las principales causas de deforestación. Sin ir más lejos, tres cuartas partes de la superficie del Amazonas, el bosque tropical más grande del mundo, han sido taladas para tales propósitos; en México, la mitad de la superficie del país se dedica al sector ganadero. 

Hay que subrayar que no todos los bichos que podrían llegar a satisfacer nuestros apetitos —o que ya lo hacen— tienen que provenir por fuerza de granjas o del medio silvestre —como es el caso de la mayoría de especies consumidas como recurso local de temporada—. Al contrario, también pueden aprovecharse las plagas que azotan los cultivos y así conseguir varias ganancias de manera paralela. Tomemos en cuenta que el chapulín de la milpa, Sphenarium purpurascens, representa la principal plaga animal en México. Solo en Puebla, afecta más de seiscientas mil hectáreas de cultivos, lo que ocasiona pérdidas económicas de alrededor de tres mil pesos por hectárea. Y es que se estima que estos pequeños herbívoros llegan consumir hasta un cuarto del forraje total de una región dada cada año. Lo que ocasiona que en la mayoría de campos agrícolas se confronte la invasión por medio de plaguicidas, sustancias altamente tóxicas que se rocían empleando avionetas y que, como si fuesen napalm, no solo acaban con la especie bajo la mira, sino con cualquier otro insecto que se le ocurra cruzarse en el camino. Se crean así pequeñas hecatombes regionales que, en conjunto con la destrucción del hábitat y el cambio climático, son responsables de la declinación masiva de insectos a nivel global, un apocalipsis en ciernes que podría llevar a la extinción a cerca de medio millón de especies de invertebrados para el 2050 (pero ese otro tema).

Sphenarium purpurascens | Wikimedia Commons

La alternativa que se propone es el control manual para suplir la demanda entomófaga, capturar esos chapulines valiéndose de redes y canastos y diversificar así las ganancias de la parcela. Alejandra Ortiz Medrano asevera en Matar a dos chapulines de un tiro: «Para los pobladores de Zacatepec, Puebla, ésta es su principal actividad económica de mayo a diciembre, ya que cada familia captura por semana de 50 a 70 kg de chapulines, lo que al año les genera ganancias de 5000 dls. En contraste, invertir en insecticidas resulta en un gasto de 150 dólares al año por cada campesino». Mientras que el investigador René Cerritos, una de las voces más eminentes de la promoción de la etomofagia desde la ciencia, nota respecto al tremendo potencial en juego: «De la región en donde esta especie es considerada una plaga (conformada por los estados de Puebla, Tlaxcala, Oaxaca, Hidalgo, de México, Querétaro, Michoacán y Guanajuato) pueden extraerse 350 mil toneladas, con las que podrían alimentarse nueve millones de personas durante un año, con una ración de 25 gramos de proteína al día».

Por lo que, en suma, yo diría que si tendemos hacia una sociedad mayoritariamente insectívora no se matan dos, ni tres, sino cinco pájaros de un tiro: obtenemos una dieta sumamente alta en nutrientes que, a la vez, es baja en grasas, lo que ayuda a mitigar esa pandemia de obesidad que sacude a la humanidad occidentalizada; reducimos drásticamente el impacto medioambiental de nuestra producción alimenticia, o si se prefiere, dicha empresa se torna mucho más sustentable; nos ahorramos la pesadilla de los plaguicidas al tiempo que aprovechamos las especies que dañan los cultivos —y eso es algo que también debería resultar primordial para veganos y vegetarianos—; se genera un ingreso asociado sumamente valioso para las comunidades precarizadas que trabajan el campo y se abre un nicho de oportunidad para jóvenes emprendedores.

Y es que si, en efecto, la idea es que los insectos pasen de figurar como un aperitivo curioso o un recurso local de temporada a un alimento base de amplia penetración social, será necesario no solo coordinar la colecta de especies que figuran como pestes alrededor del mundo, sino a la par impulsar la producción masiva de diversos tipos de artrópodos que funcionen como materia prima para desplegar un abanico extenso de presentaciones y productos derivados. Procesarlos, pero bajo una aproximación sensata y coherente con la dieta consiente.  

Harinas, hamburguesas, barras energéticas, galletas, cereales mezclados, tallarines y pastas, bases para caldo, sazonadores y aderezos, pates y mayonesas, fermentos y encurtidos, botanas: todo cabe en este nuevo paradigma invertebrado. Cerremos simplemente citando el dato de que el mercado de bichos comestibles se ha disparado exponencialmente durante el último lustro, estimándose para este año que corre en los mil doscientos millones de dólares. Sin estirar de más, John Chambers, ex CEO de Cisco, vaticina que en las próximas dos décadas los insectos serán la principal fuente de proteínas del mundo. La revolución ya comenzó y tiene seis patas —en ocasiones ocho y a veces muchas más—. Quizás no estemos lejos de ese día en el que, al llegar al plato fuerte en el restaurante, nos veamos tentados a preguntarle al mesero: «Disculpe, joven, ¿este cocopache es de libre pastoreo?». EP


Más información y referencias: 

Alejandra Ortiz Medrano, «Matar dos chapulines de un tiro», Premio nacional de periodismo y divulgación científica 2012, disponible en línea

Cerritos René, «Insects as food: an ecological, social and economical approach». CAB Reviews 4: 1-10, 2009

A comer insectos, con Andrés Cota Hiriart, programa de Tv UNAM de la Revista de la Universidad, presenta Yael Weiss, disponible en YouTube

J. Fleta zaragozano, «Entomofagia: ¿una alternativa a nuestra dieta tradicional?» Sanidad Militar, Madrid, v. 74, n. 1, p. 41-46, marzo 2018. Disponible en línea

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