¿Por qué esta pintura de Zapata ha incomodado tanto? La autora responde con un breve ensayo sobre exclusión, historia del arte y censura.
Exclusivo en línea: Alta traición, ¡que viva el Zapata maricón!
¿Por qué esta pintura de Zapata ha incomodado tanto? La autora responde con un breve ensayo sobre exclusión, historia del arte y censura.
Texto de Eréndira Derbez 11/12/19
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
José Emilio Pacheco
Los abanderados de las buenas costumbres se quejan con amargura de que un museo público use “nuestros impuestos” para exhibir una pieza que, más que bella, es incómoda, más que decorativa es contestataria, más que agradable es subversiva.
Exposiciones como Emiliano Zapata después de Zapata en Bellas Artes les molestan porque, en un amplio recorrido de la imagen del revolucionario que abarca representaciones del siglo XX y XXI, hay una que resulta particularmente chocante: la pieza de Fabián Cháirez. Éste es un retrato que juega con la iconografía típica con la que se representa al morelense y, por ello, la presencia de esta obra en la exposición es, a mi juicio, el resultado de una buena decisión curatorial.
Un caballo blanco y musculoso, que parece figura extraída de un carrusel, sostiene sobre su cuerpo a un muy sensual hombre moreno que posa desnudo con un sombrero rosado, con una banda presidencial que remite a una cinta de gimnasia rítmica (deporte tradicionalmente “femenino”). Causa conflicto a la mirada conservadora el enorme pene del caballo, todo un semental, y los también enormes tacones de aguja-pistola (algo también bastante fálico) del hombre que monta el corcel.
Los famosos bigotes del líder campesino, ese que salía en los billetes de diez pesos cuando yo era pequeña, ahora recuerdan más a Freddie Mercury que a los bigotes postizos que venden en el Zócalo con motivo de las fiestas de la independencia, en las que a coro se gritan “los vivas”, vivan los héroes que nos dieron patria. Los héroes de la Independencia y de la Revolución se vitorean en conjunto porque en la canasta de las fiestas patrióticas cabe casi de todo. Desde la infancia aprendemos a confundir personajes, épocas y hasta ideologías: mezclamos a anarquistas como los Flores Magón con anti-reeleccionistas como Madero, a revolucionarios con criollos independistas, todos caben en nuestra caótica historia oficial que se divide entre “buenos y malos”, todos… Menos las mujeres, con sus poquitas excepciones, y los homosexuales, por supuesto.
La incomodidad llega muy lejos, tanto a sectores conservadores como a autoproclamados de izquierda, señores que muestran su coraje y lo manifiestan, ya sea en Twitter o frente al Palacio de Bellas Artes, corren descalificaciones, insultos y golpes. Encuentran que es una enorme falta de respeto ver a Zapata entaconado, porque lo “femenino” es indigno (aunque cabe destacar que los tacones eran muy populares entre los hombres aristócratas franceses en el siglo XVII), es símbolo de debilidad, de vergüenza y la patria es una forjada por los machos, los caudillos, los charros, los “hombres de verdad.”
El arte nacionalista del siglo XX ha contribuido a esta imagen, la que idealiza al obrero fuerte (no realmente a la obrera) y al melancólico campesino, ambos herederos de un “glorioso” pasado indígena. A las mujeres se les reconoce en su papel de madres o de musas, ellas son las madres de la patria que paren a los hijos de la revolución, son las amantes o las traidoras (como la Malinche), pero no son las heroínas. Los hombres, en cambio, son fuertes guerreros, rancheros, campesinos, obreros, jamás femeninos, jamás “maricones.” El arte realista y figurativo se eleva frente al abstracto o puro, decía Diego Rivera que el arte puro es de “puros maricones”, es una “sandez sentimental” y burguesa. El arte revolucionario se caracteriza por su historia androcentrica y misógina que se ha dedicado, entre otras cosas, a excluir a las mujeres artistas de la historiografía o de la oportunidad de pintar murales (al respecto, la historiadora del arte Dina Comisarenco Mirkin, ha hecho un trabajo excepcional de investigación sobre mujeres muralistas y su borramiento de la historia del arte en México, en el libro Eclipse de Siete Lunas publicado en 2017).
La homofobia y la misoginia van de la mano y el rechazo al óleo de Fabián Chairez es el desprecio a la visibilización de las disidencias sexuales, a lo “femenino”, a la reapropiación y resignificación de los símbolos que cuestionan la heteronormatividad del discurso nacionalista. Por ello aparece la exigencia de censura por parte de algunos grupos que buscan calmar su picazón, la urticaria que les provoca su irracional desprecio a que existan expresiones artísticas que incomoden y cuestionen. Esta muestra de homofobia es algo que no podemos permitir ni las feministas, ni las disidencias sexuales, ni las personas dedicadas al sistema artístico. Esta es una batalla que tenemos que dar porque su llamado a la censura es, en el fondo, un acto de odio.
En las colecciones de los museos la representación de cuerpos de mujeres desnudas con una enorme carga erótica, pintadas por hombres es de lo más común, en cambio son muy pocas las representaciones de hombres desnudos y erotizados, son tan excepcionales que, incluso hoy, en una ciudad donde se han peleado tanto derechos como el del matrimonio igualitario, causa enorme revuelo un retrato de un bello Zapata, un sensual Zapata, un Zapata con un erotismo no apto para las masculinidades frágiles, un Zapata que desea y es deseado.
El tiro por la culata
Los llamados a la censura son, a veces, la mejor propaganda para las expresiones artísticas que muy probablemente pasarían desapercibidas por los medios de comunicación si no fuera por las manifestaciones de desprecio organizado que generan. Ejemplos hay muchos: la exposición de Jill Magid que se llevó a cabo en el MUAC (2017), pese a las columnas de afamados escritores en contra del “perverso” acto de mostrar un diamante hecho con las cenizas de un cadáver famoso o el éxito taquillero que fue El crimen del padre Amaro (2002) de Carlos Carrera o las manifestaciones, al parecer lideradas por Norberto Rivera en 1988, contra Rolando de la Rosa y su Marilyn guadalupana, entre otros largos etcéteras.
Las obras de arte están para ser discutidas, criticadas, cuestionadas o analizadas y las autoridades del Museo de Bellas Artes y de la Secretaría de Cultura deben de resistir los ánimos autoritarios de censura porque, en nuestro país, la homofobia, la lesbofobia, la transfobia y la misoginia golpean, mutilan, torturan y matan (pueden revisar el informe Los asesinatos de personas LGBTTT en México: los saldos del sexenio (2013-2018), elaborado por Letra Ese). Además, ya que estamos en medio de esta acalorada discusión, este también es un buen momento para cuestionar la historia oficial y, con ello, a los héroes revolucionarios que a su vez fueron violadores sexuales y usaron a las mujeres como su botín de guerra. EP
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