
Alejo Martínez Vendrell desmonta el mito del dólar todopoderoso y la falsa competitividad de Estados Unidos, diagnosticando su “enfermedad holandesa” en clave global.
Alejo Martínez Vendrell desmonta el mito del dólar todopoderoso y la falsa competitividad de Estados Unidos, diagnosticando su “enfermedad holandesa” en clave global.
Texto de Alejo Martinez Vendrell 16/06/25
Alejo Martínez Vendrell desmonta el mito del dólar todopoderoso y la falsa competitividad de Estados Unidos, diagnosticando su “enfermedad holandesa” en clave global.
El presidente Donald Trump, desde su campaña presidencial de 2016 y durante su gestión (2017-2021), manifestó de forma insistente su repudio hacia el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Entre sus múltiples descalificaciones, insistía en la necesidad de revisarlo a fondo y endurecer sus términos para sus dos socios.
La razón fundamental de su menosprecio al TLCAN radicaba en el enorme y creciente déficit de cuenta corriente que Estados Unidos registraba tanto con México como con Canadá. Que sus dos socios comerciales le exportaran un valor económico considerablemente mayor al que EUA colocaba en ambos países le parecía un absurdo atribuible, únicamente, a un pésimo diseño de las cláusulas del tratado.
Sin embargo, Trump nunca se detuvo a analizar realmente dichas cláusulas, las cuales, como ocurre en casi todos los tratados en la materia, tienden a favorecer las patentes, las regalías, las transferencias de tecnología y a garantizar seguridad para las inversiones extranjeras. Todo ello, naturalmente, beneficia principalmente a los países con mayor desarrollo económico y tecnológico. Pero Trump no ha encontrado —ni parece interesado en encontrar— una explicación razonada a ese desequilibrio financiero que aqueja a EUA en su balanza de cuenta corriente. En su lugar, convirtió en dogma su hipótesis de unas cláusulas abusivas en contra de su país.
Es cierto que dicho desequilibrio resulta, al menos en apariencia, extraño, ya que por regla general —con sus excepciones— los países desarrollados suelen tener balanzas de cuenta corriente superavitarias frente a aquellos de menor desarrollo. La explicación es sencilla: exportan bienes y servicios de tecnología avanzada, de alto valor y rentabilidad. Por eso no deja de ser paradójico que EUA, una de las potencias tecnológicas más avanzadas del mundo, mantenga déficits con más de cien países, entre ellos el subdesarrollado México.
Con frecuencia, el expresidente Trump da a entender que el déficit de cuenta corriente constituye, en los hechos, una especie de abuso o subsidio disfrazado que EUA “generosamente” extiende a otras naciones. En una columna de Sergio Sarmiento publicada en Reforma el 24 de enero de 2025, se citan algunas de sus declaraciones más recientes: “No es justo que tengamos déficit de 200 mil millones de dólares o 250 mil millones de dólares”, o “estamos lidiando con México, pienso que muy bien. Solo queremos ser tratados justamente por las otras naciones”.
“Hemos impuesto aranceles. Nos deben mucho dinero” —afirma Trump, convencido de que el enorme déficit en la cuenta corriente de EUA equivale a un generoso préstamo a los países que le venden mercancías—, “y estoy seguro de que van a pagar”, declaró en la base aérea Andrews en Maryland, el 3 de febrero de 2025.
Un par de meses antes, el 8 de diciembre de 2024, en entrevista con Meet The Press de la cadena NBC, Trump aseguró que “estamos subsidiando a México con casi 300 mil millones de dólares”. La realidad, sin embargo, es otra: el déficit comercial de EUA con México fue de 152 mil millones de dólares en 2023, no de 300 mil, como fue citado y corregido por Sergio Sarmiento en su columna del 10 de diciembre.
Afirmar que el dólar estadounidense está altamente sobrevaluado puede parecer disparatado e ilógico para muchos economistas y acaudalados capitalistas. Es bien sabido que, cuando sobreviene una crisis financiera que genera miedo entre los hipersensibles capitales, estos tienden a buscar refugio y seguridad. Y para ello, se apresuran a dolarizarse, convencidos de que esa moneda es una de las más fuertes y seguras para superar las tormentas financieras, que pueden provocar devaluaciones en otras divisas.
Desde esa perspectiva, sostener que el dólar está sobrevalorado no parece una afirmación sensata ni fundada. Sin embargo, conviene no perder de vista que los mercados financieros, con frecuencia, se mueven con una lógica dominada por la irracionalidad. No hay que soslayar que se trata de un espacio donde economistas de habla inglesa han identificado una inclinación del capital hacia lo que denominan herd behaviour, o comportamiento de manada: entre señales de atractivo o de peligro, los capitales tienden a moverse de forma precipitada, siguiendo a la masa que inicia las grandes movilizaciones.
Para comprender mejor la sobrevaluación del dólar, conviene recordar los acuerdos de Bretton Woods, celebrados en New Hampshire en julio de 1944, que dieron origen al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional (FMI). En el marco de esta última institución —que comenzó a operar en 1946— se estableció que los países que quisieran que sus monedas circularan como medios de intercambio internacional deberían respaldar sus emisiones monetarias con reservas de oro. Así, cuando un banco central solicitara cambiar sus reservas por oro, la transacción debía realizarse sin demora.
Estados Unidos, como potencia mundial emergente, aceptó gustoso este compromiso con el patrón oro, buscando consolidar al dólar como moneda internacional bajo la garantía de su convertibilidad. Durante cinco lustros, el sistema operó bajo ese acuerdo. Sin embargo, era evidente que EUA había explotado la confianza generada por su moneda: por diversas razones —incluyendo el financiamiento de la guerra de Vietnam—, la Reserva Federal (FED) emitió muchos más dólares de los que podía respaldar con el oro almacenado en Fort Knox.
Cuando la demanda de conversión de dólares en oro por parte de bancos centrales de diversos países comenzó a crecer rápidamente, el gobierno estadounidense comprendió que al ritmo que iba la convertibilidad, pronto se quedarían sin reservas y enfrentarían una devaluación inminente. Fue entonces cuando el presidente Richard Nixon, ante la insostenibilidad del sistema, convocó a una conferencia de prensa en diciembre de 1971.
Ante una pléyade de medios nacionales e internacionales, Nixon anunció —de forma unilateral, abusiva y violatoria de los acuerdos de Bretton Woods— que el dólar dejaba de cumplir con la obligación de la convertibilidad de su moneda en oro. Fue, sin duda, una acción con tintes claramente fraudulentos, pero con repercusiones inmediatas mínimas.
El dólar se devaluó apenas un 20 % frente a varias divisas europeas y asiáticas, pese a haber perdido su respaldo áureo. A partir de ese momento, la moneda estadounidense sólo podía canjearse por los bienes y servicios que personas físicas o morales adquirieran dentro de EUA o por mercancías importadas de ese país, lo que eliminaba su ventaja formal sobre otras divisas sin aval para servir como medio de intercambio internacional. Aun así, el dólar siguió gozando de la fe —más que de la confianza basada en fundamentos objetivos— de los mercados financieros globales.
En México, buena parte de la población ni se enteró de aquella devaluación: el peso mexicano mantuvo su paridad frente al dólar y sólo se depreció respecto de las monedas ante las que también cayó el billete verde. Conviene subrayar que, liberada de la obligación de convertibilidad, la Reserva Federal intensificó —hasta niveles sin precedentes— la emisión de dólares, muy por encima de la capacidad real de generación de riqueza de EUA. A diferencia de la mayoría de los países, Washington conserva la enorme ventaja de que gran parte de esos dólares es absorbida de inmediato, y con singular voracidad, por los mercados internacionales; si permanecieran en su economía interna, ésta ya sufriría una inflación estratosférica.
Existen varios criterios para determinar si una moneda está subvaluada o sobrevaluada. Uno muy “USA-céntrico” es el Índice Big Mac que publica The Economist. Con base en datos de Business Insider y de Statista, la hamburguesa cuesta:
Siguiendo este enfoque, el peso mexicano parecería fuertemente subvaluado.
Sin embargo, existe una perspectiva mucho más amplia, sólida y razonable, como la que propone el Dr. José Luis Calva Téllez. Su enfoque se basa en un criterio de fondo: el nivel de competitividad internacional del aparato productivo de cada país. Desde esta óptica más global, la moneda se valora en función del saldo de la balanza de cuenta corriente: si hay déficit, superávit o equilibrio.
Vale la pena recordar que la balanza de cuenta corriente de una nación es un espejo fiel de su capacidad productiva en relación con el resto del mundo. En ella se reflejan las exportaciones e importaciones de bienes y servicios —financieros o no financieros— y, por lo tanto, el grado de competitividad de su estructura económica.
Debería resultar evidente que una balanza de cuenta corriente persistentemente deficitaria indica que un país está consumiendo del extranjero más de lo que produce para exportación. Desde una lógica individual —aunque perfectamente extrapolable—, esto equivale a decir que se está gastando más de lo que se gana, y ese desbalance naturalmente conduce a un desequilibrio financiero.
Incluso si se argumentara que ese desequilibrio pudiera ser sanamente subsanado por ingresos de la balanza financiera —vía inversión extranjera directa o de cartera— (lo cual pudiera ser materia debatible en el caso particular de México), tales ingresos sólo entrarían como recursos compensatorios ante una clara deficiencia en el nivel de competitividad del aparato productivo del país de referencia.
Lo importante —y lo que conviene subrayar— es que un déficit de cuenta corriente, de acuerdo con el criterio del economista José Luis Calva, revela una falta estructural de competitividad en el aparato productivo. En tal caso, puede concluirse que la moneda involucrada se encuentra sobrevaluada. A la inversa, cuando un país mantiene un superávit en su cuenta corriente, se interpreta que su moneda está subvaluada. La experiencia histórica de México, con persistentes déficits en esta balanza, ha derivado en ajustes devaluatorios periódicos, como mecanismo correctivo ante el desequilibrio que implica consumir más de lo que se produce.
Nuestra trayectoria contrasta por completo con la experiencia china. Durante las últimas cuatro décadas, China ha sostenido una estrategia de crecimiento acelerado basada en un amplio superávit de cuenta corriente, lo que ha generado presiones constantes por parte de poderosos organismos internacionales que le exigen revalorar su renminbi, acusado de estar subvaluado. Tal fenómeno ha sido reconocido como evidencia objetiva de esa subvaluación, en línea con lo que plantea Calva. En lógica contrapartida, un déficit sostenido implica sobrevaluación monetaria.
Conviene no perder de vista que una moneda subvaluada, como la china, produce efectos tanto positivos como negativos. El efecto negativo es claro: disminuye el poder adquisitivo interno y reduce la capacidad de bienestar material de la población. Pero del lado positivo, una moneda subvaluada aumenta la competitividad del aparato productivo nacional. Por el contrario, los presidentes mexicanos han optado históricamente por mantener una balanza de cuenta corriente deficitaria, es decir, una moneda sobrevaluada, que permite mayor poder adquisitivo en el corto plazo, pero que limita la competitividad estructural del país.
Para muchos expertos —y también para diversos capitalistas acaudalados— puede sonar extraña la afirmación de que el dólar estadounidense está desmesuradamente sobrevaluado. ¿Cómo aceptar tal hipótesis, si cada vez que estalla una crisis financiera global los capitales huyen de las frágiles balsas tercermundistas para refugiarse en el sólido trasatlántico del dólar? ¿Cómo puede pensarse que el dólar está sobrevalorado, cuando detenta tal nivel de aceptación que facilita el 65% de las transacciones económicas del planeta? Sería lógico asumir que una moneda con semejante prestigio y confianza no puede estar sobrevaluada ni carecer de sustento económico.
Pero con frecuencia nos resistimos a aceptar que los mercados financieros, lejos de ser el paradigma de la racionalidad, exhiben una conducta marcada por notables rasgos de irracionalidad. El fenómeno conocido como herd behaviour, o comportamiento manada, es apenas una manifestación de esa tendencia dominante: los capitales tienden a reaccionar en masa ante señales de oportunidad o riesgo, adoptando decisiones que parecen lógicas, pero que carecen de fundamentos sólidos. La confianza excesiva en el dólar es, sin duda, una de esas desconcertantes expresiones de irracionalidad colectiva.
Como se comentó líneas atrás, el dólar quebrantó de forma arbitraria, unilateral e injusta su compromiso adquirido ante el FMI desde Bretton Woods, al suspender —en 1971— la obligación de respaldar sus emisiones con reservas de oro u otros activos estipulados. A pesar de esta ruptura, y de haber perdido el respaldo que garantizaba su convertibilidad, el dólar no perdió la fe que le siguen otorgando los mercados financieros. Por el contrario, continúa desempeñando un papel protagónico en el sistema de pagos internacional.
Basta considerar el caso de China, que cuenta con reservas internacionales cercanas a los 3 billones de dólares, de los cuales al menos dos billones están denominados en dólares estadounidenses. Se trata de un capital colosal, al que China difícilmente puede dar un uso pleno. Si intentara adquirir empresas emblemáticas de EUA —y capacidad financiera no le falta para ello—, el gobierno estadounidense bloquearía tales compras por motivos estratégicos o de seguridad nacional. En este sentido, el único respaldo real del dólar consiste en la magnitud de bienes y servicios disponibles en el mercado estadounidense, lo cual, sin embargo, impone severas limitaciones para el uso efectivo de los miles de millones de dólares en manos de potencias como China.
El verdadero problema es que el mundo carece de un instrumento confiable —una moneda, una unidad de valor universal— que permita a todas las naciones participar equitativamente en su creación, en sus beneficios y en su regulación. Una moneda que sirva de base sólida para el creciente volumen de transacciones internacionales que exige la economía globalizada. El vacío dejado por la ausencia de tal instrumento ha sido aprovechado por el dólar, el euro y otras monedas fuertes de forma unilateral.
Un antecedente que ayuda a comprender la situación actual del dólar es el fenómeno conocido como la enfermedad holandesa o dutch disease. Ocurrió que, en los Países Bajos, se descubrieron importantes yacimientos de gas y, tras la construcción de gasoductos, comenzaron a exportarlo a sus países vecinos en la década de 1960. Esto generó un importante flujo de divisas hacia la economía holandesa, produciendo un auge de riqueza y mayores niveles de consumo.
Pero sucedió algo no previsto: así como una devaluación está generalmente vinculada a la escasez de divisas en las reservas internacionales —ante la imposibilidad de satisfacer la creciente demanda de moneda extranjera—, una revaluación se produce, precisamente, por el efecto contrario. La abundancia de divisas eleva el valor de la moneda local. Y fue eso lo que ocurrió con el florín holandés.
Para explicar de forma sencilla —aunque simplificando el fenómeno real— podemos imaginar un ejemplo hipotético: el flujo de divisas producto de las exportaciones de gas revaluó al florín en un 20 % respecto a otras monedas. Esta revaluación se tradujo en un mayor poder adquisitivo para la población, que ahora podía comprar bienes importados un 20 % más baratos.
En aquella época, la empresa holandesa Philips producía televisores, compitiendo con la alemana Telefunken. Supongamos que inicialmente el marco alemán y el florín tenían el mismo valor, y ambos televisores costaban mil unidades de sus respectivas monedas. Tras la revaluación del florín en un 20 %, los alemanes tendrían que pagar 1,200 marcos por un televisor Philips, mientras que los holandeses sólo necesitarían 800 florines para comprar un Telefunken. Esa pérdida de competitividad para los productos holandeses afectaría a todo su aparato productivo: encarecería sus exportaciones y abarataría sus importaciones.
Con el tiempo, al percatarse de que el crecimiento del ingreso por exportaciones de gas estaba reduciendo la competitividad industrial y generando efectos negativos en el empleo, surgió el concepto de “enfermedad holandesa”. Es aplicable a la explotación y exportación de recursos naturales no renovables como el petróleo, el oro, la plata o los diamantes. Son muchos los países que la han padecido sin diagnosticarla. Venezuela es un caso emblemático de esta falta de conciencia.
En Europa, donde los hidrocarburos son muy costosos, la explotación y exportación de estos recursos tiene un enorme impacto en los países “beneficiarios”. Recordemos que, en la década de 1990, Noruega descubrió importantes yacimientos de petróleo en el Mar del Norte. Aunque al principio fueron recibidos con entusiasmo por el aumento de ingresos, muy pronto —gracias a la experiencia de los Países Bajos— comprendieron el riesgo de la enfermedad holandesa y tomaron medidas: esterilizaron los ingresos petroleros, depositándolos en el extranjero y utilizando únicamente los intereses generados para financiar su sistema de pensiones y jubilaciones, evitando así el impacto negativo en la competitividad de su aparato productivo.
Estados Unidos también padece una variante de la enfermedad holandesa, aunque me atrevería a decir que su versión es aún más grave. Lo que exporta EUA no contiene un valor intrínseco como el gas, el petróleo, el oro o los diamantes; se trata, simplemente, de vil papel moneda. La Reserva Federal se dedica hoy a imprimir dólares a un ritmo aún más acelerado que antes de su decisión unilateral y abusiva de abandonar la convertibilidad del dólar en oro en 1971.
La profundización de la globalización y el consiguiente incremento de los intercambios económicos internacionales no han ido acompañados de la creación de un medio monetario idóneo que permita a todos los países participar, aportar y beneficiarse equitativamente de ese instrumento común. Tal vez debería existir una especie de cámara de compensaciones, un mecanismo avanzado capaz de prestar un servicio confiable y eficiente al creciente volumen de transacciones en el mundo globalizado. Sería deseable que el FMI impulsara su creatividad y se esforzara por construir una solución adecuada a este delicado problema. Sin embargo, lo que está claro es que, ante la ausencia de tal mecanismo, el dólar ha sabido capitalizar mejor ese vacío.
Así, EUA ha gozado de la ventajosa posibilidad de emitir cantidades desmesuradas de dólares y enviarlos a un mundo que los recibe y consume con una voracidad inusitada. Esto ha evitado que esas emisiones generen presiones inflacionarias incontrolables dentro de su propia economía, otorgándole un poder adquisitivo muy superior a su verdadera capacidad productiva. Pero esa privilegiada capacidad de emisión tiene también su contrapartida negativa.
De la misma manera que el abundante flujo de divisas por exportaciones de gas generó la sobrevaluación del florín holandés, EUA está experimentando la sobrevaluación de su dólar. Pero, a diferencia del caso holandés, no necesita recibir divisas del exterior: simplemente emite dólares que los mercados internacionales aceptan como si tuvieran un valor real. Así, EUA no necesita exportar recursos naturales valiosos; nos exporta papel moneda, el cual aceptamos gustosamente, porque —ilusos— lo consideramos representativo de un valor real que, en rigor, no tiene.
El problema para EUA es que ese gran privilegio de emitir moneda sin mayor respaldo —y que es aceptada como valiosa y válida por la mayor parte de los países del planeta— implica una sobrevaluación de su moneda. Esta sobrevaluación, al igual que en el caso de los Países Bajos, tiene como contrapartida una pérdida correlativa de la competitividad de su aparato productivo. De ahí que pueda explicarse, de manera razonable, el desconcertante y atípico fenómeno de que EUA, un país altamente desarrollado y líder en innovación tecnológica, padezca elevados déficits de cuenta corriente con muchos países subdesarrollados.
A diferencia de otras naciones, EUA no necesita recibir grandes cantidades de divisas para que su moneda se revalúe. El dólar tiene un poder atípico: mientras la inmensa mayoría de los países debe financiar sus importaciones con las divisas obtenidas de sus exportaciones, EUA paga buena parte de las suyas mediante el sencillo mecanismo de imprimir dólares. Por eso, la economía mundial está ahora inundada de dólares. Los mercados internacionales necesitan una moneda “confiable” para realizar sus transacciones y, por ello, se han vuelto adictos a los billetes verdes, sostenidos por la infundada fe que les profesan.
Existe un elemento significativo que pone de manifiesto que México, frente a EUA, tiene un aparato productivo altamente competitivo: esto se traduce en un sustancial superávit de cuenta corriente durante las últimas décadas. Sin embargo, también queda claro que, frente al resto del mundo, nuestro aparato productivo exhibe una enorme debilidad. Ese superávit logrado dentro del T-MEC, donde México realiza cerca del 80 % de sus intercambios comerciales, se esfuma en el 20 % restante de sus transacciones con múltiples países. Pero no sólo desaparece ese superávit: se convierte en déficit de cuenta corriente, evidenciando que nuestro aparato productivo sólo es competitivo frente al de EUA y algunos pocos países sin mayor peso en la economía global.
¿Cómo se explica que México, un país caracterizado por su muy baja competitividad productiva —evidente en sus intercambios con ese 20 % restante de naciones—, logre obtener un considerable superávit con la gran potencia científico-tecnológica que es EUA? ¿Cómo entender que esa gran potencia mantenga un déficit de cuenta corriente con alrededor de cien países? De ninguna manera puede explicarse por las cláusulas del T-MEC, diseñadas para beneficiar a los países más desarrollados. De hecho, EUA mantiene déficits con muchas naciones con las que no tiene acuerdos de libre comercio.
Lo único que permite comprender esa incongruencia es la enorme sobrevaluación del dólar, que, al estilo de la enfermedad holandesa, ha encarecido toda su producción y abaratado sus importaciones de bienes y servicios.
La diferencia con la enfermedad holandesa radica en que EUA no exporta gas ni ningún otro recurso natural no renovable, sino que exporta sus propios dólares para pagar una parte sustantiva de sus importaciones. Su moneda es tan bien recibida en los mercados internacionales que opera como si detentara un valor intrínseco en sí misma. Esa aceptación desmesurada es, precisamente, la que alimenta y sostiene la creciente sobrevaluación del dólar.
Tengamos en cuenta que el dólar estadounidense dispone de al menos cuatro espacios que le brindan una amplia capacidad para absorber sus cuantiosas emisiones:
A raíz del creciente y contundente impulso de la globalización —y con la intensificación de los intercambios internacionales, tanto mercantiles como financieros—, se ha requerido cada vez más moneda de intercambio para sostener esa expansión incontenible de las transacciones económicas globales. Según una consulta con Copilot de Microsoft, en 1960 el comercio internacional representaba aproximadamente el 24 % del PIB mundial; seis décadas después, en 2020 —pese a ser el peor año de la pandemia de COVID-19—, esa proporción alcanzó el 60 por ciento.
Consideremos, como ejemplo cercano, lo que sucede en América Latina: si México quiere comprar uvas y vinos chilenos, lo más probable es que lo haga en dólares, pues Chile no acepta pesos mexicanos; y, de igual forma, si ellos quieren adquirir televisores de México, tendrán que hacerlo también con dólares, ya que aquí no aceptamos pesos chilenos. Ese fenómeno bilateral se multiplica entre los países de nuestra región y, en realidad, entre la mayoría de las naciones del mundo.
Impulsada la globalización por sustanciales avances en infraestructura, transporte, comunicaciones y telecomunicaciones, somos testigos de un vertiginoso crecimiento de los intercambios económicos internacionales. Este auge ha requerido un instrumento monetario confiable para viabilizar las transacciones, y el dólar ha decidido asumir ese rol. Los mercados mundiales, que no contaban con grandes alternativas, lo han aceptado y adoptado con avidez. Aunque existen discrepancias sobre el porcentaje exacto de transacciones internacionales que se realizan en dólares —algunas estimaciones lo ubican en torno al 40 %, otras lo llevan hasta el 65 %—, lo cierto es que, en cualquiera de esos escenarios, se trata de un espacio de absorción colosal, capaz de contener miles de millones de dólares
Así como los intercambios internacionales han crecido a una velocidad inusitada, también las reservas de divisas en los bancos centrales han experimentado un aumento exponencial. Recordemos que, hacia inicios de 1994, la reserva de divisas de México rondaba los 25 mil millones de dólares, considerada entonces un nivel relativamente bajo, aunque todavía adecuado.
Hoy en día, nuestras reservas se han multiplicado por nueve y se sitúan en torno a los 230 mil millones de dólares. Múltiples bancos centrales del mundo han replicado esta tendencia, elevando significativamente el nivel de sus reservas. China, por ejemplo, posee alrededor de 3 billones de dólares.
Queda claro que las reservas tienden a contabilizarse en dólares, aunque esto no significa que el monto total de reservas esté compuesto únicamente por la moneda estadounidense. Según datos de ChatGPT, en 1990 las reservas globales eran de aproximadamente 1.2 billones de dólares, mientras que para 2023 alcanzaron un valor estimado de 5.7 billones de dólares. De acuerdo con la misma fuente, la participación del dólar en las reservas globales rondaba, en 2023, el 57 %.
Aquí encontramos otro enorme receptáculo que devora gustosamente buena parte de los torrentes de papel moneda —engañoso— emitidos por la Reserva Federal.
Son varias las naciones que, tras negativas o desastrosas experiencias —como no haber podido controlar exorbitantes presiones inflacionarias o por otras causas—, han decidido adoptar el dólar como su moneda de curso oficial. Tal es el caso de Ecuador, El Salvador, Panamá, Zimbabwe y Timor Oriental, que renunciaron a tener su propia moneda, delegando en el dólar la representación de toda la riqueza de sus naciones. Esto ocurre sin ningún costo ni compromiso para EUA, que adquiere la ventaja de pagar parte de sus importaciones mediante la simple emisión de dólares que salen de su territorio para cubrir dichas riquezas, sin que ello le genere presiones inflacionarias internas.
El dólar es empleado también como moneda de ahorro por una gran cantidad de personas en diversos países. Muchos abren cuentas en dólares convencidos —o más bien, confiando con fe— en que esa moneda es más segura y estable que la propia. Este tipo de ahorro constituye otro espacio más que la Reserva Federal puede aprovechar para absorber parte de sus desmesuradas emisiones de dólares.
Si el presidente Donald Trump y EUA quieren reducir su gigantesco déficit de cuenta corriente e imprimirle mayor competitividad a su aparato productivo, deberán reconocer que no lo lograrán endureciendo aún más las cláusulas impuestas en sus tratados de libre comercio. El único camino para atender las verdaderas causas de ese déficit consiste en diagnosticarse a sí mismos como portadores de una exótica variante de la enfermedad holandesa, a la cual deberán recetarle un tratamiento especial.
No deja de ser sumamente cómodo —y financieramente muy enriquecedor— contar con una maquinaria invaluable para imprimir dinero en casa y, con esos billetes, satisfacer buena parte de las necesidades del país. Pero, como bien ilustra la enfermedad holandesa, ello tiene una contrapartida negativa: la pérdida de competitividad de su aparato productivo. Cuanto mayor es la sobrevaluación de la moneda, mayor es también la pérdida de competitividad, reflejada con suma claridad en el déficit de cuenta corriente.
Así como la abundancia de divisas en los Países Bajos provocó la revaluación del florín, la revaluación del dólar estadounidense no ha requerido de un masivo ingreso de divisas en EUA: la inagotable aceptación del dólar en los mercados internacionales basta para desempeñar el papel que antes cumplía el torrente de divisas de exportación. EUA no ha necesitado exportar recursos naturales no renovables para sobrevaluar su moneda: simplemente ha exportado descomunales cantidades de dólares, acogidos en el resto del mundo como si fueran valiosos recursos con valor en sí mismos y capaces de satisfacer múltiples necesidades.
Una vez que EUA tome conciencia de la verdadera problemática que enfrenta, no cabe duda de que advertirá que no dispone de una solución óptima ni fácilmente adoptable. Se encontrará ante una difícil y compleja disyuntiva: ¿Renunciar a su cómoda posición de elevado poder adquisitivo —fruto de la sobrevaluación del dólar, que abarata importaciones y viajes al extranjero— y de la posibilidad de crearse riqueza mediante la mera emisión de billetes para su propio beneficio? ¿Vale la pena renunciar a ello para recuperar competitividad? ¿O sería preferible buscar una solución intermedia, donde se pierda algo de riqueza, pero se gane en competitividad? ¿Existe acaso una alternativa ingeniosa y equilibrada, como la que encontró Noruega?
Es evidente que la principal preocupación del presidente Donald Trump, y la que lo hace reaccionar agresivamente, es el desmesurado déficit de su balanza de cuenta corriente. En 2023, dicho déficit alcanzó los 818,800 millones de dólares, cifra que justifica una profunda preocupación. Sin embargo, culpar a los países con los que comercia por ese déficit impide a Trump ver la realidad y, por ende, aleja cualquier posibilidad de encontrar una solución realista a esa problemática.
Ojalá que en las próximas y arduas negociaciones sobre el T-MEC se logre que el presidente Trump tome conciencia de lo que realmente provoca esos enormes déficits que tanto le inquietan. No deja de ser lamentable que, al igual que Venezuela, todavía no se haya logrado diagnosticar una variante de la enfermedad holandesa en su caso, a pesar de los evidentes síntomas que ya presenta.
Tampoco representa una solución brillante la idea de obligar a las empresas estadounidenses a abandonar los países extranjeros donde hoy operan para relocalizarlas en territorio de EUA. Las grandes empresas no invierten en países menos desarrollados por motivos filantrópicos, sino por la simple y pragmática razón de reducir costos de producción y, así, ganar competitividad. Vivimos en tiempos donde la batalla por la competitividad es cada vez más feroz —o incluso ferocísima—, y ésta se ve seriamente afectada cuando se opera con un dólar tan altamente sobrevaluado como el actual.
La visión que tiene Donald Trump sobre el gigantesco déficit de cuenta corriente que padece EUA con la mayoría de los países del mundo está en completo desacuerdo con la realidad. Se trata de una distorsión que busca culpar a otros de las deficiencias que el propio país sufre. Estados Unidos cierra los ojos ante el hecho evidente de que paga buena parte de sus importaciones mediante el simple mecanismo de imprimir billetes verdes, mientras que los países exportadores —ilusamente— siguen atribuyéndole al dólar un valor intrínseco que en realidad no posee.
La realidad es que son los países que exportan a EUA los que terminan subsidiando a su comprador, pues aceptan como pago de sus mercancías divisas que no fueron generadas por la venta de bienes o servicios reales, sino que provienen de la maquinita de imprimir dólares.
A causa de esa desorientadora confusión, Trump puede llegar a proclamar —con singular insensatez— desvaríos como el siguiente: “Nosotros (EUA) somos una tienda grande y hermosa, y todos quieren un pedazo de ella. China la quiere. Japón la quiere. México y Canadá, esos dos, viven de nosotros. Sin nosotros no tendrían país”, como afirmó el 18 de abril de 2025, según Reforma.
Trump ignora, al mismo tiempo, que esa enriquecedora capacidad de EUA de exportar desmesuradas cantidades de dólares como pago por buena parte de sus importaciones es, en realidad, lo que provoca la sobrevaluación de su moneda. Y con ello, genera también la tan negativa como deplorable pérdida de competitividad de su aparato productivo. Conocer el funcionamiento de la enfermedad holandesa ayudaría mucho a comprender mejor la variante que padece EUA: no necesita exportar recursos naturales no renovables para impulsar la sobrevaluación de su moneda, ya que a EUA le basta —y le sobra— con exportar sus propios dólares, ingenuamente asumidos por los mercados internacionales como si tuvieran un valor intrínseco.
Cuando el presidente Trump sostiene que “Los empleos y las fábricas volverán con fuerza a nuestro país, y ya se ve que está sucediendo. Si quieren que su arancel sea cero, entonces fabriquen su producto aquí en EUA”, como declaró el 2 de abril de 2025 en los jardines de la Casa Blanca, demuestra que no tiene conciencia de que, si efectivamente las empresas regresaran a territorio estadounidense, el costo de su producción se encarecería de forma desmesurada, debido a los elevados salarios —mayores que en la mayoría de los países actualmente productores— y a que sus exportaciones también se verían encarecidas por el incremento de precios derivado de la enorme sobrevaluación vigente del dólar.
Ambos aspectos —los costos internos y los precios de exportación— perjudicarían con severidad el ya muy bajo nivel de competitividad del aparato productivo estadounidense, ocasionado por la citada sobrevaluación de su moneda y fielmente reflejado en su gigantesco déficit de la balanza de cuenta corriente. EP