Aceptación radical

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 22/03/21

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Imagino un diagrama de Venn en el que dos círculos, la alegría y la ansiedad, se intersectan en un tercer elemento que es la adrenalina. La alegría es buena. La ansiedad es mala. La primera se busca. La segunda se combate. El deporte sirve para ambos fines. También la meditación, que lleva a la aceptación de mi circunstancia.

Un comité de diseñadoras y escritoras se reúne en mi mente cada noche a intentar, una vez más, habitar el silencio, la vacuidad. Fracasa estrepitosamente y al día siguiente empieza de nuevo. Se desbordan los materiales visuales, sensoriales; ideas erráticas invaden el cuarto, la mesa de edición, mis sábanas.

La teoría de la emoción construida dice que nuestro cerebro rasca en las carpetas de experiencias pasadas, archivadas en forma de conceptos, racionales o emocionales, y elige la mejor manera de comportarnos y de significar el mundo y nuestras sensaciones. La vida entera no es más que una adaptación infinita de los mismos sucesos, igual que algunos críticos aseguran que es imposible escribir nuevas historias, solo nuevas versiones. Lo que se deriva de esta teoría es que, si las emociones se construyen, y no se sueltan como bestias o aguaceros, también se pueden reconfigurar. No son distintas de las cogniciones, no estoy a merced de ellas; debe haber una manera de mejorar la funcionalidad de mi cableado.

En la Mac Store, un técnico con vocación de psíquico me dice cuántos años de vida útil le quedan a mi computadora y que, si la reformateo, puedo prolongarlos al doble. Con la meditación ando buscando algo parecido. No quiero más años, pero sí los quisiera de mejor calidad. «¿Ya respaldaste todos tus archivos?», me pregunta el técnico. Justamente ahí está el problema.

Dice Louise Glück que miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria.

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No es la primera vez que padezco insomnio. Es algo que recordé hace poco, durante alguna de las largas y azoradas noches en las que desperté de madrugada y me vi forzada a mantenerme en cama durante casi cinco horas; esa fue la indicación del médico y yo soy soldada rasa en esta batallita privada que es mi tratamiento. Me siento a meditar todos los días a la misma hora. Evito alimentos y bebidas a las que él se refiere como activadoras. Desconecto aparatos, apago fuentes de luz. Si alguien me viera desde la esquina del cuarto, mi aparente serenidad tal vez lo engañaría. Ah, qué apacible muchacha. Mientras tanto, adentro, en mi mente, empieza el carnaval.

De niña también echaba mano de una serie de repeticiones para ayudarme a conciliar el sueño. La primera era enlistar los nombres de los cuerpos celestes según una infografía pegada en la pared de mi cuarto. La segunda era cantar el abecedario de atrás para adelante. La tercera, imaginar que recorría mi colonia calle por calle y a ras de suelo como el carrito robot de Google Maps, aunque en ese entonces todavía no había carritos ni robots ni Google Maps. La cuarta, y más frecuente, era planear mi funeral.

No era una niña siniestra. Por lo menos, no de día. Era amigable y aplicada y contaba chistes blancos. ¿Qué le dijo un burro a su amigo que quería ir al baño? Mea burro. No tan blancos, ahora que lo pienso, pero estoy segura de que era inocente o que por lo menos quería aparentarlo. Me disgustaba que mi hermano correteara a los gatos del vecindario. Él y su amigo Pablo se metían a las casas abandonadas, construcciones dejadas a medias tras la devaluación de 1994, y ahí adentro los perseguían. Esto pudo haber pasado solo una vez, no está en mis manos decidir qué pensamientos formarán patrones en mi mente.

Patrón también significa jefe.

Durante aquellos insomnios no solo pensaba en los gatos, sino en las demás preocupaciones que me afligían. La crisis económica, por ejemplo, la posibilidad de perder la casa, de ir a dar a la calle, embargados, y tener que vivir en el monte como paracaidistas. Esos escenarios me acechaban, y no de manera inconsciente. Pasaba las noches zambullida en la fatalidad, con los ojos tan apretados que me dolían, los puños lo mismo, el estómago hecho un nudo. Una sensación parecida al espanto pero sin la descarga de adrenalina. La mía era una angustia de cocción lenta, una con la que aprendí a vivir y a la que, incluso, he llegado a disfrutar.

Aunque el propósito era relajarme, la verdad es que la planeación de mi funeral me entusiasmaba. Mi hermano lloraría. Pediría que me enterraran con el Nintendo que nunca accedió a compartir conmigo. Mi abuela también lloraría, pobre, ese detalle no lo había pensado. Aunque era una vieja tenaz, también era eso: una vieja. Solía decir que yo era lo que más amaba en el mundo, y creo que a sus sesenta y cinco años ya no había tantas cosas que ella amara. Vivía con nosotros, lejos de la ciudad donde había dejado a sus amigas. Algunas noches, en el éxtasis de mis propias fantasías, me preguntaba cuántas de esas mujeres viajarían a Veracruz para acompañarla en mi funeral hipotético, y cuántas viajarían para el suyo. Cuando finalmente murió, no quedaba viva ninguna de ellas.

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En clase de meditación, el maestro insiste que la aceptación de mi circunstancia no depende de mi entendimiento de esta. El verdadero desapego es radical: no comprenderás, no cambiarás, no lograrás nada, deja de intentarlo y exhala de una vez.

Ok, pero ¿cómo reconfiguro treinta y cinco años de adoctrinamiento occidental?

Tendría sus ventajas, es cierto, convencerme de que mi propia existencia y el comportamiento derivado de ella sean un misterio para mí. Inexplicables, mas no incontrolables. La vida no es la literatura y yo nunca alcanzaré la ansiada anagnórisis. No sabré por qué mi cerebro funciona de esta manera, en especial el segmento que se mantiene oculto a nivel inconsciente y automático. No importa qué tanta neurociencia, qué tanta meditación, terapia y disección de traumas irresueltos, nunca lograré entender los complejos mecanismos de automanipulación que me gobiernan ni la manera en la que se han convertido en patrones.

Reconfiguro el cableado a ciegas, como el perro que confiesa, en un meme: No tengo idea de qué estoy haciendo.

¿Aceptas al vacío como tu único esposo? Acepto.

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Meditar cumple otra función además de ayudarme a dormir. El ejercicio de atención plena puede ser buen tratamiento contra algunos trastornos depresivos y ansiosos mediante una elegante reorganización de patrones, algo así como un cambio de vías de tren. Las redes neuronales de atención al aquí y ahora restan fuerza a las redes neuronales por defecto, precisamente las que reproducen conductas automáticas, formas específicas de reaccionar ante los estímulos. La rumia, por ejemplo, en la que me encanta sumergirme. Dice Hebe Uhart que las obsesiones no son buenas para la escritura, pero hasta hace poco yo creía que la documentación compulsiva me mantenía viva. Más: que me permitía llegar a un lugar seguro.

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Me he reconstruido a mí misma infinitas veces. A machetazo limpio he decidido: No soy más. Entonces, cambio. Al poco tiempo soy distinta física e interiormente, hasta que me descubro reproduciendo conductas que creía abandonadas.

Es una creencia extendida que los personajes literarios llevan mucho de sus autoras en ellos. No se puede crear algo de la nada. En ese sentido los cuentos se parecen a los sueños, en que están hechos a partir de fragmentos recién reacomodados pero que pertenecían de antemano al mundo real. Me pregunto si las alaídes que yo me he inventado pueden considerarse reales por el simple hecho de que yo no fabriqué las piezas, ya estaban.

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Me gustaría decir que la escritura es sanadora, que restaura lo quebrado o que arroja luz donde antes había tinieblas, pero sería mentira. Las epifanías solamente existen en el papel. La vida está hecha de otra materia, de una energía que se consume sin dejar rastro, de las fantasías siniestras que una niña de ocho años construía para ayudarse a conciliar el sueño. A oscuras, en silencio, cuando todos dormían. Para evadirse de sí misma y para encontrarse. Al respirar con el diafragma, al llevar las manos a su estómago y, sobre todo, al convertirse en una adulta que lastima su cuerpo, que lo castiga con privación y con excesos, con abandono e hipervigilancia, con accidentes, lesiones, malestares, enfermedades…

Creo que hay gente que evita entrar en contacto con su tristeza por miedo a quedarse atrapada en ella. Yo, que vivo adentro de esta jaula, no puedo decir que sea una prisión más incómoda que su vestíbulo, la ansiedad. Por lo menos aquí el descanso del cuerpo está permitido. No es poca cosa.

Respiro y medito y obedezco y acepto, y vuelve la mula al trigo de la racionalidad. Entender. Sigo intentando entender. No soy como aquellas aves que recuerdan por instinto. Mi cuerpo tiene memoria, pero es tonto, es una máquina sin agencia propia, descompuesta, me cae gorda. Sin embargo, es la única que tengo, mi único hogar lejos de la ciudad donde he dejado a mis amigas. Y todo lo que está pidiendo es alimento, respiración y sueño.

Entonces, en esas ando: dándole mantenimiento a este pedazo de chatarra. Reorganizando el cableado para aceptar su autonomía de una vez por todas, antes de estropearlo por completo. EP

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