Taberna: Soho House CDMX

Fernando Clavijo M. escribe sobre Soho House CDMX, un espacio donde la celebración culinaria, el culto al alcohol, el derroche y la pretensión social se entrecruzan.

Texto de 08/05/25

bebida

Fernando Clavijo M. escribe sobre Soho House CDMX, un espacio donde la celebración culinaria, el culto al alcohol, el derroche y la pretensión social se entrecruzan.

No sabía lo que me esperaba, así que, disfrutando de la colonia Juárez, su barullo y el playlist de mis audífonos, caminé desde la estación Reforma de la Línea 1 del Metrobús sobre la calle Atenas hasta dar vuelta en Versalles, justo a la altura de un restaurante asiático llamado Wokando. Se veía bonito y hip, tal como es propio de la zona que alguna vez fue territorio de antritos como el Bar Milán o La Tirana. Unos pasos más y me topé con el antiguo Teatro Silvia Pinal, que ahora ostenta una tienda de diseño llamada espacio312, frente a una casa enorme, una casota.

Más adelante reconocí la esquina de la funeraria García López de la calle General Prim, donde todos hemos estado alguna vez —quizá últimamente con mayor frecuencia—, con personas vestidas de negro entrando y saliendo de la puerta principal. Vi a una chica muy guapa, de luto, y pensé en la película de Mauricio Garcés donde pregunta a su mayordomo: “¿Qué me toca hoy?”, y este contesta: “Entierro, señor”.

En ese momento miré mi Google Maps y vi que ya me había pasado del destino de mi comida, que era atrás y a la izquierda: justo la casota que había visto antes. Volví, pues, sobre mis pasos hasta acercarme a dos señores vestidos de traje negro, quienes me preguntaron: “¿Soho House, señor?”, y abrieron un portón que crucé como Alicia en el País de las Maravillas. Gente joven, muchas plantas, columnas y arcos, era como una casa de la Roma con muchas casas de la Roma adentro. A la derecha había una recepción similar a la de un hotel de playa, donde un joven me dio la bienvenida y me dirigió al courtyard, la zona que estaba pasando la alberca de 19 metros. Mientras caminaba, vi los colores de trajes de baño, a jóvenes con barbita y pelo ligeramente largo, a mujeres jóvenes en bikinis de moda, todos muy relajados. Al fondo, a la izquierda, había un bar de madera oscura, y a la derecha mesas con sombrillas, en una de las cuales reconocí a mi cita.

Mi cita hablaba por teléfono, pero me indicó que me sentara. Un mesero jovial se me acercó con confianza y me dijo: “¿Gustas un mezcal?”. “Ok, sí, tráeme uno como el de mi amigo, y agua mineral”, le dije. Miré a mi alrededor: chicas guapas y vestidas a la moda entre “relax” y sexy. Y los hombres, de esos que solo pueden ser juniors o embaucadores: pelo largo y peinado hacia atrás, cara de una hueva infinita, y que no usan nunca, nunca calcetines. Por una membresía de unos $2,500 dólares al año se puede acceder a este oasis/burbuja de la CDMX, parecer rico sin necesariamente serlo, prometer negocios, gozar de bebidas y ligues, sentirse alguien.

Mi amigo dejó el teléfono y me dio la bienvenida. Hablamos un rato de, justamente, negocios de esos que prometen mucho, pero que están básicamente en el aire, y luego decidimos pedir de comer. El menú me interesaba porque esta experiencia se me estaba haciendo digna de reportar, no sé si por el shock de sentirme tan lejos de la realidad, si por la opulencia descarada del lugar, o por lo francamente ridículo de la pretensión en la que estábamos todos inmersos.

El menú era el de esperarse: una selección de niño mimado, aparentemente diseñado por el chef Christopher Kostow, del Valle de Napa, California, galardonado con tres estrellas Michelin y el premio James Beard. Tostadas de atún, aguachile, queso fundido, pimientos del padrón… como si Robe (el cocinero más whitexican de Instagram) se hubiera dado una vuelta por Madrid. De platos fuertes seguimos en el confort con hamburguesa, un salmón para los que hagan dieta, pasta con boloñesa, torta de milanesa… solo faltaron unos nuggets. Algo muy hip es que en la carta había “mocktails”, es decir alternativas sin alcohol: e.g., “Strawberry apricot: fresas, jugo de limón real, soda artesanal de durazno, 120 pesos”. Eso sí, todo estaba rico. Pedimos una botella de Pouilly-Fuissé, pero no estaba disponible, así que nos trajeron un Albariño, rico, y un filet mignon con bearnesa y papas fritas para mí, un ribeye delgado con queso y sin gluten para mi compañero de mesa.

Según me explicó mi amigo una vez que terminamos la conversación sobre castillos en el aire con cifras de muchos ceros, él tiene la membresía internacional, que cuesta unos $4,500 dólares al año. Es decir, que no solo puede acceder a este paraíso en la Juárez, sino que puede ir a las otras Soho Houses alrededor del mundo. Como un par en Nueva York, West Hollywood, Malibú y Los Ángeles, unas diez en Londres, otra en Estambul, Hong Kong, Bangkok, Estocolmo, Copenhague, Ámsterdam, Barcelona, Roma y São Paulo. Todas con una mezcla de lujo europeo, gente joven o, como dice la propia página, “una comunidad de creativos”.

Terminamos de comer y llegó la cuenta, que yo no pagué. Sin embargo, me llamó la atención que, cuando mi amigo quiso dejar propina, el mesero le dijo que no, que el 15 % ya venía incluido. Dimos una vuelta por la propiedad, que contiene un bar de vinilos, un bar con el aire del Carlyle y otros espacios lounge con esa insoportable música del mismo nombre. Además, oficinas, spas y privados como para ver el Super Bowl con amigos. También un bar donde solo se sirve tequila, y un speakeasy. Me hizo pensar en la película Babylon, ese intento fallido de imitar a Sorrentino o a Fellini en una oda a lo superficial. Porque no nos hagamos mensos: el club está mamonsísimo. En palabras de la misma página, “Soho House Design se inspiró en los orígenes europeos de la propiedad, adoptando un estilo que conserva la esencia de la opulencia y rescata la mayoría de los acabados originales, combinándolos con una paleta de colores neutros pero atrevidos. Sus interiores combinan mobiliario contemporáneo con piezas vintage de diseñadores mexicanos, como Abraham Cruzvillegas, Ana Montiel, Carlos Amorales, Dr. Lakra, Gabriel Rico, Gonzalo Lebrija, José Davila, Miguel Calderón y Sofía Taboas”. Puede verse un recorrido por Architectural Digest en este enlace. Más arriba, me dijo mi pana, hay cuatro habitaciones, de la más pequeña a la más grande: Casa Cosy, Casa Big Accessible, Casa Large, y Casa Extra Large.

Salí un poco achispado, con el placer de un buen vino blanco, y el tipo de lujo que se siente como una vacación. Pensé en si el placer de la juventud era una manera de buscar la vida, pero al salir y encontrarme con el García López caí en cuenta de que el vecino del placer, el confort, tiene también un gusto a muerte. Caminé, pues, dejando que las vecindades y espacios de casas deterioradas me devolvieran a la realidad. Crucé calles con nombres románticos, como Lucerna y Lisboa, acercándome poco a poco a la Avenida Insurgentes, a los puestos callejeros y a mi adorado Metrobús, el cual me llevaría de vuelta a casa y a mi vida de clase media como por arte de magia. EP

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