
En esta columna, Fernando Clavijo nos ofrece una crónica de un reciente viaje a Costa Rica y de las experiencias culinarias que encontró a su camino.
En esta columna, Fernando Clavijo nos ofrece una crónica de un reciente viaje a Costa Rica y de las experiencias culinarias que encontró a su camino.
Texto de Fernando Clavijo M. 24/04/25
En esta columna, Fernando Clavijo nos ofrece una crónica de un reciente viaje a Costa Rica y de las experiencias culinarias que encontró a su camino.
Me embarqué en este viaje relámpago porque solo tenía que ir a firmar documentos ante notario, el tipo de cosa que no se puede resolver con DHL. O bueno, sí se puede, pero no se debe. Así que llegué temprano a San José de Costa Rica con aire ejecutivo, pero cuando el oficial de migración me preguntó “¿a qué viene a Costa Rica?” con esa ‘r’ como arrastrada, me sorprendí al contestar que “a visitar a familiares”. Tomé un taxi directamente al hotel en el que me hospedaría una sola noche, pero algo del comentario en migración ya me había empezado a suavizar la visita.
Apenas salimos del aeropuerto, la vista de árboles enormes, ficus, ceibas, e higueras esparciendo su sombra gigante sobre prados bien cuidados me llevó al pasado. Qué país, me dije, y esto es solo un camellón en plena carretera. Más adelante, construcciones blancas con teja roja, Toyotas 4×4 conducidas sin prisa, y aun ese verde impresionante que le hace a uno quitarse los lentes de sol para revisar si esta viendo bien. La combinación de maleza y naturaleza bien cercada, sometida al orden, que representa la viva imagen de la colonización. Como en Sudáfrica, indica “aquí hay hombre blanco”. Claro, ese es el colonialismo local, aquellos colonos que han echado raíces y ahora utilizan una moneda llama colón, palabra que no viene del navegante genovés, sino de un vocablo latino que significa ‘cultivar’. Los que solo vienen de visita, rara vez se detienen por San José, sino que se van directamente a disfrutar de la naturaleza, pasando de largo la cultura local.
Dejé mi maleta en un hotel de esos de antes, con grandes jardines, salas de conferencias, mucha madera y un piano bar en el que me entrevisté con mi abogado, con quien compartí una cerveza y concluí el 50 % de mi encomienda. Tenía una comida en un barrio llamado Nunciatura, y calculé que antes podría ver el Museo de Arte Costarricense y atravesar a pie el Parque Metropolitano la Sabana. El museo es una casa antigua, sencilla y de entrada gratuita. Si la paz es uno de los principales atributos —y maldiciones, dicen algunos— de este país, esta se refleja en las acuarelas de Joaquín Rodríguez expuestas en la planta baja. Pocos colores, solo retratos de cerros y playas sin tonos fuertes y nunca una persona. Verdaderamente hermosas, como lo son también los óleos de la naturaleza de Guanacaste (una provincia del Pacífico costarricense), desplegados de manera espaciada. En el segundo piso, al que se accede por una escalera de madera con barandales del mismo material que refuerzan la sensación de trópico colonizado, murales con la historia del país.
La sensación de paz me siguió en mi paseo por el parque, que expresa en silencio el discurso de esta tierra: prados limpios, baños públicos impecables, sombra de árboles y por ahí, a lo lejos, algunas personas practicando futbol o béisbol. El ambiente es tan amable que hasta la policía montada con la que me crucé me otorgó una sonrisa.
Al poco tiempo salí del parque y llegué al barrio Nunciatura, un lugar con edificios familiares, cafés y tiendas gourmet. Una de estas bottegas reforzaba el tema de la colonia con productos europeos, como una excelente selección de vinos italianos, torrone al rum e cioccolato, panetones, etc. Ahí entré con tiempo al restaurante Nunc City Garden, un espacio amplio, de doble altura y rodeado de verde. El capitán me llevó a conocer el lugar, ya que había llegado antes de la cita, y me mostró sus jardines interiores con hierbas de olor y hortalizas, además de una vitrina para microbrotes, y otra para hongos y micelio. Luego, una sección de fermentados, como kombucha, y verduras curadas en vinagre. Después, su cámara de maduración de carnes rojas. La amabilidad de todas las personas con las que había interactuado hasta ese momento me tenía en un estado de relajación que es difícil de obtener para los habitantes de la CDMX.
Cuando volví a mi mesa, me esperaba ya mi compañera de comida, dueña de una finca ganadera en Guanacaste. Pedimos sin más preámbulo un vermú y luego pregunté si había alguna especialidad nacional que pudiera probar, algún producto o preparación. Tanto el capitán —que era amabilísimo— como la señora con la que compartía la mesa me miraron con cara de “no, eso no hay aquí”. Pero, rogué, ¿y el palmito? Yo recordaba haber probado palmito fresco cortado frente a mí en la mencionada finca, pero ambos me dijeron que no, que el de este restaurante era de frasco, importado tal vez de Brasil. Y la carne, ¿es nacional? No, es importada de los Estados Unidos. Ok, pues, me rendí, pidamos lo que sea bueno. Debo decir que todo fue riquísimo: de entrada unos tacos —sí, en Costa Rica se comen tacos y no como una importación mexicana, sino como algo propio— con tortilla pequeña y gorda, hecha a mano, rib-eye y queso de cabra, acompañada de brotes de berro y cilantro. Suena raro para nosotros, pero la acidez del queso hizo las veces del limón y no me hizo falta salsa. Luego, risotto y un trozo de carne al carbón, junto con ensalada verde; acompañado de agua mineral y una muy buena botella de Pesquera.
Se podría decir que el menú y su ejecución no tenían nada de especial. Podría incluso decir que mi almuerzo era parte de un negocio y un trámite administrativo. Pero sucedió algo: de pronto sopló una brisa meridional, me fijé en la mirada limpia y sonrisa cálida mi interlocutora, y hasta las plantas brillaron. El taco me pareció un manjar, el vino un elixir. Me di cuenta de que estaba feliz, contento de ser esa persona que escuchaba con interés la historia de la inundación de la finca y el rescate de cientos de vacas. Vi fotos de nietos. Felicité al capitán. Y me supo mejor el taco, el vino era buenísimo, estaba feliz… gozando de esa voluptuosidad y libertad que solo tiene el trópico.
A la salida del restaurante hube de hacer una visita a un banco, y después al hotel a comprar esos souvenirs que mi familia esperaba de una visita a Costa Rica: las macadamias cubiertas de chocolate de la marca Britt. Con la idea de complementar mi visita relámpago a este país con un artículo sobre comida, indagué sobre un buen restaurante y me recomendaron el Silvestre, en el barrio Amón. No tuve tiempo de ver reseñas, sino que descansé un poco, me di un baño y pedí mi taxi.
El restaurante me sorprendió desde la llegada: una casa enorme, de finales del siglo XIX, pero perfectamente restaurada. El tipo de espacio que podría albergar un bufete de abogados o una discoteca, como efectivamente lo ha hecho, ahora convertido en un restaurante espectacular. Techos de madera laqueada, paredes con tapices europeos, iluminación por candelabros. La amabilidad de la señora que me atendió y del personal de apoyo fue una parte integral de la experiencia. Según me explicaron, el chef Santiago Fernández busca rescatar y dar protagonismo a ingredientes típicos de proveeduría local. Una hojeada rápida al menú me anunció las preparaciones elaboradas y cocciones lentas típicas del sous-vide.
De abreboca me dieron un plato de roca volcánica con una preparación que venía cubierta por un diablo hecho de cerámica, muy bonito. En su interior había un budín de maíz del tamaño de un pingüino Marinela. Lo probé y no me supo a gran cosa, de modo que tomé un sorbo de champagne, otro de agua mineral y volví al ataque. Nada. La textura mostraba un esfuerzo artesanal, había trozos de granos que formaban esta pasta no del todo uniforme que en realidad era polenta. Me imaginé que esto podría representar un tributo a los ancestros italianos del chef, y lamenté no haber entendido la referencia ni captado el tostado siquiera del maíz. Luego vino un pastel de palmito, otra crema pero esta vez húmeda; parecía una gelatina ligeramente fibrosa. El sabor del palmito es fino, y sí, se percibía a lo lejos detrás de un toque ácido. El menú lo describía como “suave, calentito, como un abrazo de una abuelita”, y en efecto era suave y estaba templado, pero después del primer platillo tuve que admitir que esto sabía realmente soso, así que me imaginé a una anciana chimuela —nada en el menú requería dientes—. De último platillo probé el bistec encebollado, una carne de cocción lenta con cebollas encurtidas. Sabía a carne deshebrada con vinagre y no pude terminarlo, pues el sabor era uniforme desde el primer bocado, lo cual hacía cansado este platillo, aun siendo tan pequeño. Como vieron que tomaba apuntes, los meseros —amabilísimos, realmente lindos— me ofrecieron un platillo de la casa: un envuelto de camarón. La masa, me explicaron, era el propio camarón cocido, molido y hecho una fina hoja que envolvía, de nuevo, una especie de escabeche de sardina. Sabía a buen vinagre. Agradecí por esta comida atrapa-turistas, pagué 80 dólares y me fui a dormir.
Al día siguiente me fui temprano al aeropuerto, y en el camino disfruté lo que pude del verde generoso y del aire limpio. Realmente no me quería ir, pues sabía que no tendría excusa para volver, y esa calidez panamericana es algo que añoro y disfruto siempre que paso por un país al sur de nuestra frontera. Porque el sur siempre me atrae, así es. Saboreé las últimas imágenes de Guanacaste que despertaron luego de 30 años. Los europeos y norteamericanos vestidos de Patagonia y North Face repasarían sus experiencias en tirolesa, o playas paradisíacas, supongo. Para mí eran los despertares con el ruido de monos, sus caballos de rancho que se tornan difíciles de controlar cuando van de regreso de un paseo y saben que llegarán a descansar, por lo cual inevitablemente se sueltan al galope. Así pasé por el aeropuerto y el taxi de regreso a casa, feliz de estar de vuelta y con ganas de un taco de verdad. EP