Los huecos de los otros

A la vuelta del siglo XXI, las heridas de los terremotos de 1985 también se habían gentrificado. La Condesa, con sus amplios camellones arbolados, se erigía como el place to be. Es poderosa la rapidez con la que el instinto de supervivencia nos convierte en un instante en sobrevivientes.

Texto de 07/09/20

A la vuelta del siglo XXI, las heridas de los terremotos de 1985 también se habían gentrificado. La Condesa, con sus amplios camellones arbolados, se erigía como el place to be. Es poderosa la rapidez con la que el instinto de supervivencia nos convierte en un instante en sobrevivientes.

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*En este enlace encuentran el mapa interactivo basado en el texto.

“No me hice más resiliente, quizá más resistente sí”, dice sin titubear León, fotógrafo y músico. Me mira y me sorprendo reconociendo esa resistencia de la que habla en sus pómulos marcados y en esas cejas rectas. Por un instante él es la resistencia misma. De cuerpo entero ha comprobado su capacidad para soportar. Aguanta y transita por calles que durante tres años han acumulado ausencias. Resiste e insiste. Resistió e insistió desde que corrió de la Romita a la Condesa para encontrar a su Ámsterdam 86 quebrado. Observo cómo aprieta la quijada, cómo mueve los hombros, el cuello dejando entrever esa estructura por la que cruzan líneas que evidencian los esfuerzos para resistir. Está aquí sin romperse, comprobando la efectividad de su estamina.

Este edificio, como otros, permaneció de pie más de dos años exhibiendo las deformaciones permanentes que el movimiento telúrico dejó en él. Ruinas que nos recuerdan la fuerza de la naturaleza, así como algunos estacionamientos evidencian la pobre reinvención de algunos espacios rotos en los sismos de 1985, como Ámsterdam 14, que, de acuerdo con Gabriel, portero que ha saltado de inmueble en inmueble en la misma zona, es ejemplo de que las cosas nunca regresan a su estado original. No sé si lo suyo es el estoicismo o la objetividad. Sin titubear y con las vallas del Palacio de Hierro de fondo que flanquean el terreno de Ámsterdam 25 esquina Cacahuamilpaasegura: “La mayoría de los estacionamientos que ves por aquí son los edificios que se cayeron hace 35 años, como el de aquí atrás”. 

Por un momento ese “aquí atrás” se multiplica en sensaciones. Aquí atrás es Álvaro Obregón. “Ahí junto a esas torres metálicas estaba uno de los edificios que se cayó, ya están ‘redensificando’, como dicen ahora”, asegura Gabriel. Me sorprende la altura de ese esqueleto metálico; pronto, la sorpresa es apagada por la tristeza, el número 286 aún dejaba ver su ausencia. El silencio espacial conmemora la vida que hubo ahí. Tardo en enfocar en la memoria los ventanales con muebles exhibidos o los vidrios oscuros de un edificio inadvertido que nunca enfoqué en mis trayectos caninos entre la Roma y la Condesa. Se me atraviesan las memorias y mi cuerpo vuelve a sentir la gozosa tensión de mi mano sujetando la correa y la existencia de mi perro Morgan, así como la incredulidad porosa que me embargó al día siguiente del 19S, cuando reconocí mis paseos torcidos en los escombros.

No lo puedo evitar, le doy la vuelta, busco otra ruta, así como Thaina rehúye la esquina de Medellín y San Luis Potosí. Ahí estuvo su oficina. Ella es “romana”, nació en la Roma y “aquí seguiré”, como continuaron sus padres tras los terremotos de 1985, asumiéndose parte del palimpsesto existencial que poco a poco ha borrado los murales de Carlos Mérida que daban personalidad al Multifamiliar Juárez, espacio que hoy ocupa el Huerto Roma Verde. Los septiembres se confunden al caminar, al igual que los lotes baldíos que aún acumulan cascajo, como el de la calle de Guanajuato enfrente de la Universidad Latina. A simple vista estos terrenos y demoliciones en activo podrían ser efecto de la gentrificación, como sucede en el circuito Ámsterdam, donde al unísono suenan martillazos, cinceles y máquinas revolvedoras que desordenan intenciones, pero el ritmo y la intensidad de los golpes, si se pone atención, es distinta. Así suena la realidad de una zona en permanente reconstrucción.

Thaina no rehúye de esa realidad, ¿por qué tendría que hacerlo? Sabe de su elasticidad, de su resiliencia. Su cuerpo es tan elástico y fuerte como su mente, basta con verla colgada en listones por los aires (así la conocí) o ver la tristeza cruzar su mirada que no ansía la “normalidad” sino ajustarse, tal como sucede en la ingeniería cuando se prueba la elasticidad de un material.

Es poderosa la rapidez con la que el instinto de supervivencia nos convierte en un instante en sobrevivientes. Thaina lo vivió hace tres años. Su cuerpo se activó con la alarma sísmica que no dejaba de escuchar mientras elegía el mejor lugar para resguardarse en el quinto piso de Medellín 176, un edificio otrora de techos altos y cinco plantas transformado en un coworking. “Busqué un sitio cerca de algún hueco para facilitar nuestro rescate”. Sabía que se caería. Lo supo días antes, el 7 de septiembre, cuando las cámaras de seguridad evidenciaron la inestabilidad del inmueble renovado por el dueño, un ingeniero, “no había de qué desconfiar”. Aquellas imágenes nocturnas mostraron que la elasticidad de la construcción estaba al límite. Doce días después la intensidad sísmica ponía en entredicho la confianza. Tras noventa segundos seguían vivas, pero mientras bajaban por las escaleras se percataron de que la estructura era tan endeble como sus nervios. Con el instinto de supervivencia activado, dejó a salvo a su equipo y “me fui corriendo a la escuela de mi hija”. Le maravilló correr a salvo, era extraño tanto como que su oficina siguiera en pie. Pero su instinto, respaldado por protección civil, se hizo realidad. Frente a los ojos del ingeniero dueño, un valiente caballero violó los cordones rojos para, acomedidamente, recoger sus cosas y las de sus compañeros. Fue la única víctima, “nadie lo detuvo. El colapso sucedió frente a los ojos del dueño”. 

A menos de un mes del sismo el terreno estaba impecable, listo para lo siguiente: un estacionamiento. “Me impactó que lo limpiaran tan pronto, entiendo que the show must go on, ¿y el luto? Me indignó. Siento que limpiándolo enterraron los recuerdos, lo dejaron como nada. ¡Qué se yo!, supongo que el tipo quería evitar demandas, tumbó también la página del lugar en la web, borró cualquier huella física y virtual del lugar. Negligencia total”. Todavía ahora al pasar enfrente, Thaina llora: “Siento que me derrumbo otra vez con el edificio”.

El vacío dilata las pupilas y arruga la nariz, es un gesto que vi repetidamente en los meses posteriores al temblor. Lo observé en una vecina de Alfonso Reyes 188. Durante semanas estacionó su auto al otro lado de la acera, veía fijamente las paredes rotas del que fuera su hogar. Lo vi en un chico que, acompañado de su perro y una maleta, por las mañanas hacia guardia en la esquina de Prosperidad y Benjamín Franklin. Lo contemplé en Moshe con quien me topé noche a noche en los paseos caninos durante los dos años que vivió en mi cuadra. Llegó sin nada con una vecina, Lourdes, quien le ofreció resguardo. Lo rescató mientras ayudaba a quitar los escombros de Ámsterdam 107. Por él supe que ese edificio era del primer lustro de los ochenta, ¿estaba afectado?, no me atreví a preguntar; me contó de la rapiña y que no había podido rescatar nada. En los primeros meses tropezaba con él, ya fuera caminando por Alfonso Reyes o Nuevo León, o sentado dentro de su auto, un lanchón azul marino de los noventa, estacionado frente a lo que había quedado de la esquina de Laredo y Ámsterdam. “Shalom”, decía bajando la cabeza, y en un ejercicio de mayéutica me preguntaba “¿cómo estás?”, para responderse así mismo que seguía en pie. En los siguientes casi tres años lo vi convertirse en fantasma hasta que se esfumó, tal como desaparecieron la esquina de Ámsterdam y Sonora, los números 149, 164, 162 de Sonora; el 7, 11 y 105 de Avenida México, Citlaltépetl 4 y 10, Chilpancingo 11, Ámsterdam 7, 86, 217, 264 y 269, y Tlaxcala 153, esquina Insurgentes.

Desapariciones inesperadas, como la excasa de mi amiga Linaloe en Minatitlán 44 o Chihuahua 129 detrás del edificio de Thaina (“Me da pena no haber sabido y ayudado más”); tan sorprendentes como la permanencia de Chilpancingo 13, Avenida México 7, 35, 55, 99 y 117, Ámsterdam 49, 77, 115, 192 y 232 o las esquinas de Citlaltépetl con Campeche y con Avenida México. Vidrios rotos, muros abiertos, mallas negras, tapiales o los letreros verdes de reconstrucción abren recuerdos que no son sólo de este siglo ni del pasado, sino huellas geológicas de una zona donde, de acuerdo con la cosmogonía mexica, la Tierra tropieza con el sol de vez en cuando; se cree que en la Gran Tenochtitlan se sintieron por lo menos seis tlalolin (“cuando la tierra se mueve” en náhuatl), 16 terremotos del año 9 caña a 1899; durante el siglo XX la actividad persistió recordándonos la geografía sísmica, nuestra vulnerabilidad y la corrupción. “Me marcó de niña ver gente en tiendas de campaña improvisadas afuera de mi casa”, asegura Thaina. En aquel entonces, como ahora, se cayeron y se afectaron más los edificios altos, los de los años setenta y ochenta, “¿cuándo entenderemos que la altura sí importa?”. Muchos de los que en aquel entonces quedaron tocados, sólo fueron maquillados con “pintura sísmica”, otros no fueron reforzados correctamente y pocos se sometieron a un reforzamiento estructural profundo, como el Basurto, “y ve lo que pasó”. 

A la vuelta del siglo XXI, las heridas de los terremotos de 1985 también se habían gentrificado. La Condesa, con sus amplios camellones arbolados, arquitectura decó rehabitada por restaurantes, cafés, bares y comercios (que en los años noventa surgieron a instancia de una población joven que había repoblado una colonia lastimada y de rentas baratas) se erigía como el place to be. Luego, la oleada de artistas fue arrasada por los hípsters y el boom inmobiliario. El circuito Ámsterdam dio la bienvenida a construcciones que encontraron las grietas para reinterpretar el reglamento post 85 que no permitía edificios de más de 15 metros de altura; así, los cinco pisos de techos altos se convirtieron en seis de techos bajos, y luego seis más planta baja, y luego siete, ocho, nueve… Se olvidó la causa. La especulación ganó y la bonanza fue compartida con los edificios sobrevivientes; las sofisticadas amenidades ofrecidas por inmuebles de concreto nunca fueron superadas por las ofrecidas por el espacio público. Sin duda lo público es personal, tan personal como la marca de la urbe en la memoria, en el cuerpo, en los gestos y hasta en nuestros malestares. 

“Ni a él ni su amigo arquitecto, que transformó aquel departamento de los setenta en un loft, les inquietó la estructura metálica en forma de cruz (contraventeos) que se observaba en cada nivel.”

Desde penthouses en novenos pisos con vista al Castillo de Chapultepec, al bosque, a Reforma, al WTC o a la vastedad de azoteas de esta urbe sin fin, se afianzaban las inversiones. Eso pensó León, en 2005, desde el balcón del sexto piso. Ni a él ni su amigo arquitecto, que transformó aquel departamento de los setenta en un loft, les inquietó la estructura metálica en forma de cruz (contraventeos) que se observaba en cada nivel. Aunque había confianza, León adquirió un seguro, que no fue necesario en el sismo de 2012 (cuando la Clínica del IMSS ubicada en Chilpancingo 56 se dañó) sino hasta un lustro después. 

Un seguro también fue la salvación de María. En julio de 2017, después de 22 años de vivir en el piso quinto de Ámsterdam 115, convenció a la dueña de que se lo vendiera. No teme a los sismos, “crecí en la colonia Cuauhtémoc y participé en las brigadas del 85”. Sin embargo, en este 19S se quebró. Salió de su oficina en Michoacán 43 esquina Ámsterdam (el hermoso edificio de Francisco Serrano de 1935), ya en la calle el polvo y los gritos la pusieron al tanto de la tragedia: un inmueble en esa cuadra había colapsado, ¿el suyo? “A esa hora solía llegar mi hija”. Julia no había llegado y su edificio, a tres del colapsado, seguía en pie, aunque el daño era evidente. Sin poder regresar a casa, ella y sus dos hijas se sumaron a los grupos de apoyo. Al igual que su madre, Sara y Julia a una edad muy temprana comprobaron su resistencia y activaron su resiliencia. La participación aumentó su arraigo. Al desastre y el dolor sobrevino la acción como la única posibilidad para sobrevivir, “tuve mucha suerte”, suspira, “la exdueña al enterarse me llamó para decirme que el departamento tenía un seguro, ¡y seguía vigente!”.

María es arquitecta y sin más puso en marcha sus conocimientos y su fuerza para recuperar su patrimonio. Buscó a colegas ingenieros y estructuralistas, coincidieron que el inmueble podía ser rehabilitado, “y decidí que la única posibilidad de recuperar la tranquilidad implicaba que yo tomara el proyecto”. Con una disciplina ejemplar convocó a los 14 vecinos, los convenció de que valía la pena la inversión, juntó papeles, pidió prestado, buscó proveedores, revisó proyectos y supervisó una obra que duró un año (de septiembre de 2018 a septiembre de 2019). Sin tener a dónde ir, y con la intención de vigilar cada detalle del reforzamiento, permaneció con sus hijas, “y dos parejas mayores” en Ámsterdam 115 que, orgullosamente, pasó el sismo reciente sin cuarteaduras. 

En este tiempo María ha comprobado que ser ciudadano en un país como México es una lucha permanente que exige movernos en reflexión y cuerpo para encontrar, por donde sea y como sea, rutas para sobrevivir. Se ha sentido sola, sí, pero también se ha descubierto en comunidad; esta soledad compartida ha sido un motor. En el vacío se ha topado con otros, que al igual que ella han hecho lo imposible por sostenerse y salir de una superficie sin fondo. 

“Hoy existe una conciencia de la posibilidad del daño, explica María, “el reglamento se endureció aún más, cualquier proyecto debe pasar por el escrutinio del Instituto de la Seguridad de las Construcciones de la CDMX que, por ejemplo, nos exigió aumentar el acero, encamisar mejor las columnas. Mi edificio es de 1974, de una década con un reglamento pobre. El sistema constructivo de entonces era con base a pilas, no pilotes, unas pequeñas pilas de flexión. Muchos de los que se dañaron en esta ocasión pertenecen a esa época, son ‘de patitas’, con columnas en la primera planta y nada más, tienen losas planas sin trabes. Otros de los afectados son de los ochenta, pero las causas son otras: más que el sistema de construcción fue la corrupción, no sólo de las autoridades, sino de arquitectos y constructores que prefirieron ‘ahorrar’, y aunque el reglamento posterior al 85 no es malo, no había voluntad para vigilar su cumplimiento. Esta corrupción es la que le duele a Thaina, la que observa en estos lotes baldíos, para ella son “espacios de injusticia, de impunidad; al cumplirse las normas, al pensar en el otro, podrían evitarse las tragedias”. 

Caminar Ámsterdam o Sonora o Avenida México, observar y sentir los vacíos calar los huesos debería obligarnos a asumir una responsabilidad cívica y participar del bienestar social, dejar de acomodarnos en la “fe” y no conformarnos con soñar que la próxima vez será diferente, sino actuar como ciudadanos responsables que saben exigir y participar. Pero es difícil no caer en la tentación del “ai’seva”, María lo ha vuelto a comprobar: “Desde la azotea de mi edificio se observan las partes traseras de las construcciones que dan a Nuevo León que chulearon hace tres años sus fracturas, mismas que reaparecieron, también nosotros debemos cambiar”. 

Pareciera un dejà vu: “Otra vez se afectaron los nuevos”, insiste Thaina, “en el 85 los nuevos eran los altos de las décadas de los setenta y ochenta, que llegaban a ‘modernizar’ nuestras colonias de casas antiguas y edificios bajitos. El boom inmobiliario elevó la plusvalía y la altura. Se tiraron casas y se dieron permisos a lo bestia, se han usado materiales baratos para incrementar las ganancias, pero el precio lo han pagado otros”. Se ha individualizado la ganancia y socializado los costos.  

Y al recuento de los daños se suman proyectos que no tienen ni diez años, como el edificio de nueve pisos en Mexicali 45, o Tamaulipas 82 esquina Vicente Suárez (también de nueve niveles), o Nuevo León 78 de 12 pisos, o la “mala suerte” de los que jalan a otros, como le sucedió a la casita pegada al hoy ya demolido inmueble de 10 pisos más cuartos de servicio en Avenida México 4 y la Glorieta Popocatépetl. Una injusticia, y no “mala suerte”, que debe cambiar. Requerimos planear y reglamentar asentamientos humanos, reforzar los reglamentos de construcción para crecer con orden y sustentabilidad, recuperar el espíritu de comunidad y así comprender que el hogar no sólo es de la puerta hacia adentro, como lo saben León, María y Thaina. Ellos reconocen que la plusvalía está en la cotidianidad, en las calles anchas, en los árboles altos cuyas ramas albergan pájaros de distintas especies que cantan del alba al atardecer, en la posibilidad de ejercer el derecho del paseante a desviarse y asumirse un ser político subjetiva y objetivamente, transformando los pequeños placeres cotidianos en acciones cívicas que confirman que se está en el lugar correcto.

¿Por qué huir cuando no se sabe estar en otra parte? Como le sucede a Enrique, que nació en la Condesa donde aprendió el oficio de Fausto, su padre, en el taller de cambio de clutches y frenos que, desde 1970, opera en la calle de Ensenada casi esquina Benjamín Hill. Desde 1964, con excepción de un año después del 19 de septiembre de 2017, ha vivido en el mismo código postal. Saltó de un departamento en Choapan a uno en Michoacán, hasta que, a principios del 2000, camino a la fondita de Ozuluama 4 (hoy Maque de Parque México), el portero del número 20 le comentó que por fin los hermanos dueños del departamento abandonado del segundo piso habían decidido, después de 20 años de discusiones, que sí querían vender. Enrique no lo dudó, ese espacio de techos altos, 160 metros cuadrados, de ese edificio de 1947, que había superado sin daño los terremotos de 1957 y de 1985, era ideal para crecer su familia; además, estaba al alcance de su bolsillo, “ni pensar en cifras de seis ceros, ni cercanas al millón”.

En el departamento 202 nacieron sus hijos y continuaron con su vida a pie, como hicieron los abuelos y bisabuelos. Caminaba al taller en Ensenada, después de dejar a su hijo pequeño en la escuela, en Nuevo León; se empeñó en continuar la rutina después del sismo y, ahora, de la demolición. Durante los dos años que estuvo deshabitado, Enrique no dejó un solo día de visitar su casa, no sólo por nostalgia, sino por cumplir con sus funciones de administrador: “Me sentía, me siento, responsable. A veces recogía a mi hijo y comíamos en el vestíbulo”. Cuidó el inmueble de robos, de invasiones con una eficacia que casi raya en la devoción. Y no sólo eso: ha sido el representante en los trámites de la reconstrucción. Su constancia y la disciplina han sido recompensadas, el 19 de agosto de este año 2020, por fin, se realizó “la asamblea de asambleas en la que se disuelve el antiguo Ozuluama 20 para firmar el convenio del nuevo inmueble entre condóminos, constructora y las autoridades de la Comisión de la Reconstrucción de la CDMX”. 

“A pesar del desasosiego, Enrique ha dejado de resistirse, sabe que lo que corresponde es amoldarse, si se resiste corre el riesgo de romperse, como le sucedió a su edificio. Si bien cada día le sorprende su fuerza, tampoco quiere tentar al diablo. Hoy el terreno baldío es la única certidumbre.”

Pese a que para Enrique la demolición fue liberadora, “lo más difícil ha sido la incertidumbre, que si todo está perdido, que si no, que si le sobra esto al proyecto, que si le falta, que si ya mero, merito. Por más consenso y papeles en orden, iba de una oficina a otra, acomodaba los documentos a capricho del servidor en turno a costa de mi angustia y depresión”. A pesar del desasosiego, Enrique ha dejado de resistirse, sabe que lo que corresponde es amoldarse, si se resiste corre el riesgo de romperse, como le sucedió a su edificio. Si bien cada día le sorprende su fuerza, tampoco quiere tentar al diablo. Hoy el terreno baldío es la única certidumbre. 

“Éste es el fin del principio”, suspira Enrique sentado en un banquito afuera de su taller. Toma aire y exhala (¿con desazón, duda, resignación?). “Ya siento que las cosas se mueven. Ya no está Ozuluama 20, es triste y un alivio”. Durante tres años ha peleado la visibilidad de la pérdida, ha peleado por su patrimonio, enfrentado los vacíos burocráticos, expresado su ciudadanía exigiendo y resolviendo. No lo ha hecho solo, ha contado con la confianza de los condóminos, la misma que él depositó en las autoridades, “no queda de otra”, se ríe. Su risa exhibe esa resiliencia que León cree no poseer. Sin embargo, con sus vidas distintas y economías dispares, por los mismos motivos siguen aquí. Dice Juan Villoro que “uno es del lugar en donde se está dispuesto a recoger la basura y los desperdicios”, ellos también han tenido que quitar escombros. Son de aquí. Al igual que Roberto.

“Aquí me convertí en la persona que soy. Llegué a la colonia en la cima del boom; disfrutaba de la vida exterior, de los bares, las caminatas, la socialización, pero también la arquitectura como la de Avenida México 105”. El Parque México era la extensión del cuarto (“o viceversa”) en el tercer piso. Y aunque ahora vive a dos cuadras, en un edificio con las mismas características, habitado con los mismos muebles heredados de la tía Aurora que logró recuperar, “si hoy me dijeran que existe una posibilidad de regresar a esa esquina, lo haría”. Como también regresaría al noveno piso de Nuevo León 73, arriba del Plaza Condesa, donde construyó literalmente su oficina tipo loft inspirada en el filme The Intern. Vivía una vida de película con vistas de postal que se llenaron de polvo a la 1:15 pm del 19 de septiembre. Desde ahí algunos de sus trabajadores observaron el colapso de Ámsterdam 107, “estaba sucediendo eso que nadie nacido después del 85 imaginaba posible. Suponía que entendía los riesgos de los sismos, me tocó uno muy fuerte en 2012, en el que se descarapelaron fachadas, había provocado algunas grietas pero nada más. Siempre escuchaba del 85, creí que no había manera de que se repitiera”. 

Ese día Roberto conoció el riesgo cara a cara mientras bajaba las escaleras; luego experimentó el desastre al cruzar Nuevo León, Ámsterdam y Parque México, hasta toparse con la imagen de su edificio partido. La realidad superaba las pesadillas, qué hacer además de rescatar a Danza y Ritmo, sus gatos, aun si eso implicaba romper las reglas, como las rompió su novio. Con esa irrupción clandestina comprendió la gravedad, por ello decidió “por qué no, buscar mi pasaporte”. Pasó días mirando las ventanas, hasta que la realidad ganó y el dictamen de protección civil apresuró la mudanza: “Saqué todo, las cosas feas, las inservibles, las rotas, todo, quería tener todo como si los papeles llenos de yeso, los vasos despostillados, la mesa golpeada contuvieran la esencia de mi departamento, no quería abandonar nada ni siquiera a mi cucharita para el café”. Colocó sus pertenencias en una bodega y por tres meses durmió con sus gatos en la casa de su novio. En este tiempo asumió que la Condesa era su casa y que no debía aferrarse al edificio, “debía soltar para seguir”. Roberto añora lo que fue él en ese sitio; entiende que él fue ese sitio y que hoy es también ese vacío. Aun en la inmaterialidad, Avenida México 105 es indiscutiblemente parte de su identidad. “Sigo en el chat de condóminos, a veces todavía discutimos y nos preguntamos si habrá posibilidad de comprar el terreno, no sé”.

El “no sé” ha tenido sus variantes y matices. Para Enrique está vinculado al cuándo, “aunque hubo veces que ese no sé se inclinaba más hacia el no, hacia el ‘no recuperaremos nada’”. La certidumbre de que no había más que la demolición, auguraba una posibilidad, aunque fuera remota. No fue el caso de León, su edificio se sostuvo con alfileres de un “no sé si se rehabilitará…”, que también implicaba “no sé cómo quedará”, “¿lo volveré a habitar, lo venderé?”. La futura responsabilidad poco a poco fue planteando la opción a la que los 14 condóminos se resistían: demoler. Paradójicamente esta decisión los liberó, “por lo menos teníamos la seguridad de que habría un después”. Un después que aún no tiene fecha, pero “ofrecerá trabajos, y eso nos beneficia a todos”, dice León. 

“¿Por qué para las constructoras e inversionistas usar alambrón en lugar de varilla nunca fue una cuestión ética? Los huecos que indignan son los que dejaron en las losas, en los casetones, en la falta de supervisión, en los presupuestos. Esos son los que lastiman…”

Elásticos, resistentes y resilientes aquí siguen León, Enrique, Thaina, María y Roberto, como otros, como muchos, están, estamos, porque las jacarandas y los pájaros carpinteros valen el riesgo. Porque han decidido luchar contra el olvido, el “ai’seva” y la corrupción que aún ronda, basta con ver los otros edificios que no han dejado de erigirse. “¿Quién les dio la licencia?”, se pregunta María al ver inmuebles que carecen de traspatios, “que deberían medir una quinta parte del edificio y son inexistentes”. ¿Quién permitió pisos extras? ¿Por qué para las constructoras e inversionistas usar alambrón en lugar de varilla nunca fue una cuestión ética? Los huecos que indignan son los que dejaron en las losas, en los casetones, en la falta de supervisión, en los presupuestos. Esos son los que lastiman… los otros, los que hoy contemplamos, los nuestros están llenos de nosotros mismos. Nos duelen, sí, porque como dice Thaina: “Es como si te quitaran una parte del cuerpo… Amas la colonia y extrañas las partes que ya no están”.

Mutilados, hemos aprendido a reconocernos en las ruinas de otros. ¿Dónde quedarán el sonido de las máquinas, el ritmo de los cinceles, el polvo, los restos de libreros, lámparas, cobijas, tuberías, juguetes, sartenes, el abrigo del abuelo, la bolsa favorita, el retazo de colcha, la pared sucia, las duelas, los tapetes, las manijas de metal, las llaves de cerámica? La incógnita sobre el destino de estos escombros se reinventa en la memoria. Sin futuro, la fuerza material de su pasado es el motor de un relato que exige ser narrado… Porque ahora que ya no existen esas partes, sólo es posible materializarlas a través de la palabra. EP

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