
En el marco del bicentenario de relaciones diplomáticas entre México y el Reino Unido, José María Velasco regresa a Londres.
En el marco del bicentenario de relaciones diplomáticas entre México y el Reino Unido, José María Velasco regresa a Londres.
Texto de Juan-Pablo Calderón Patiño 06/06/25
En el marco del bicentenario de relaciones diplomáticas entre México y el Reino Unido, José María Velasco regresa a Londres.
Descubrí su luz a través de una de sus reproducciones del Valle de México que, por años, estuvo en la sala de mi casa xalapeña. Me intrigaba la escena: el pedregal, los volcanes como testigos eternos, algunos hombres del campo junto a las sombras de los grandes árboles. Juraba que su pincel capturó el arrullo del viento de esa región que, antes de ser “la más transparente” —como escribió Carlos Fuentes—, fue el eco de metrallas, el mismo que esculpió un Estado.
En el Museo Nacional de Arte en la Ciudad de México, sus grandes paisajes emocionan, cautivan, inundan la pupila del alma. Como apasionado de la aviación que soy, descubrí en sus estudios de nubes el movimiento del viento, que pinceló con tal maestría que la obra es una llamarada al espíritu.
En la cadencia del ciclismo de montaña —que exige más que pierna y rumbo— descubrí al Velasco que, sin bicicleta, parece haber sido también un gran caminante, un senderista que se jugó la vida entre la montaña, los barrancos y los volcanes. Brillante idea de uno de los jefes del grupo de ciclismo al que pertenezco: hemos hecho travesías a algunos de los lugares donde el paisajista retrató con maestría al Anáhuac: la Sierra de Guadalupe, que atrapó la mancha urbana en sus faldas, sigue virgen desde la cúspide donde el caballete de Velasco resistió el aire del Tepeyac. El retador paraje de “Los Baños de Nezahualcóyotl”, el rey poeta, en las montañas de Texcoco rumbo a Tlaxcala, que Velasco pintó en 1878. Electrizante la experiencia de haber llegado rodando al mismo punto donde el artista realizó dicha obra.
Elocuente es el óleo de la floresta de Pacho, que pintó en 1875 en las cercanías de Xalapa, Veracruz. A ese lugar no llegué en bicicleta, pero es un armazón de entrañables recuerdos familiares y de historias de café y revolución por la hacienda de ese pueblo veracruzano que ahora el visitante en Londres sabe que existe, con sus verdes eternos.
Hoy, los muros magnificentes de la National Gallery de Londres reciben su obra en una magna exposición. En el segundo piso de una de las principales salas de la galería, uno tiene que pasar por las obras de Zurbarán, Cézanne y Caravaggio, entre otros grandes pintores, para llegar a ver cerca de dos docenas del artista mexiquense.
Se dice que él estuvo en la galería en un viaje relámpago desde París, adonde lo había enviado Porfirio Díaz a la Exposición Universal de 1889, la misma celebración en la que fue testigo de la inauguración de la Torre Eiffel. El paisajista aprovechó dos días para estudiar las obras de uno de los mayores recintos pictóricos del planeta. Hoy, como recuerda la prensa, José María Velasco regresa a la National Gallery. Regresa con su obra, que edifica algo más que el paisaje y los vericuetos de la naturaleza: son como el alma, inescrutables destinos del tiempo, la sorpresa y la luz. Su maestro en San Carlos, el italiano Eugenio Landesio, se emocionaría al ver hasta dónde llegó el alumno que nunca se conformó con la escuela clásica y ensayó una y otra vez para retratar la perspectiva histórica del paisaje y sus andares, con el rigor que sólo los grandes entienden y traducen, hasta lograr crear una obra para la posteridad.
La emoción llega: uno de nuestros grandes pintores mexicanos protagoniza la primera exposición dedicada a un creador latinoamericano que saluda a otros genios de la pintura universal. El trazo y pincel de Velasco es el de un universo que también creó y recreó a México en su grandeza, su luminosidad y en la capacidad de retratar su andar, envuelto en un paisaje que identifica épocas, pero también épicas, o la premonición del destino, como en su cuadro del paso del cometa en 1910, que deja a muchos sin aliento ante esa fuerza del universo.
Su trabajo sobre el Pico de Orizaba, la cúspide mexicana, es una alegoría a la altura, pero también a su capacidad artística para representar la geología y las vicisitudes de la naturaleza. En el trazo gráfico de su fascinación por la botánica y la fauna —especialmente por el habitante de la Cuenca del Valle de México, el axolote— se revela el perfil de un artista al servicio de la ciencia. Otro óleo sobre el Pico, esta vez obra de su alumno Diego Rivera, le valió ganar la beca otorgada por el entonces gobernador veracruzano, don Teodoro Dehesa, para perfeccionar sus estudios en Francia.
De significado especial son los trabajos del paisajista que hoy forman parte del patrimonio de los checos. Un farmacéutico checo con aire de aristócrata, que acompañó la desventura de Maximiliano de Habsburgo, hizo su propia buenaventura al adquirir algunos lienzos del entonces muy joven pintor mexiquense. El paso del tiempo premió aquella colección, hoy resguardada en el Museo Nacional de Praga, y que ha viajado al epicentro cultural y político del Reino Unido.
Los óleos de José María Velasco son la envidia del clima londinense, donde, por fortuna, la neblina no se cuela en las salas de la galería.
La exposición es testimonio de que la grandeza de una nación también la llevan sus creadores.
La exposición de José María Velasco forma parte de la conmemoración por el bicentenario de relaciones diplomáticas entre México y el Reino Unido. Una relación de claroscuros históricos: primero como contrapeso a España, luego como parte de la invasión tripartita (Londres, París y Madrid), pero también como espacio de diversificación frente a la doctrina Monroe. El declive del viejo British Empire, la pertinencia racional inglesa de no enemistarse con Estados Unidos —como en el caso de la independencia texana— lo detalla la historiografía junto a la oferta mexicana de ceder California a cambio de apoyo contra la nueva potencia.
El capital británico, en gran parte a través de los servicios financieros, la industria ferroviaria y la petrolera, fue un eje de colaboración, tensión y, en ocasiones, de oportunidades perdidas hasta los días de la expropiación cardenista. En ese tramo, uno de los “diálogos sordos” del que no hay memoria —por desgracia— es la visita de Winston Churchill, entonces Primer Ministro británico, a la residencia de la representación diplomática de México en Londres, en 1944, en plena guerra. La astucia del embajador mexicano para lograr dicha visita (como comenta el embajador José Juan de Olloqui) se destaca por haber propiciado que el estadista elogiara a México.
Antes de ese capítulo, es imposible olvidar que la inteligencia británica interceptó el famoso telegrama Zimmermann, en el que Alemania solicitaba una alianza con el México constitucionalista en una guerra contra Estados Unidos, con la promesa del retorno de los territorios perdidos. Ambos pasajes forman parte de esa vibrante historia de 200 años de relaciones diplomáticas. Esta exposición es una luz para que los británicos dejen de lado al México oscuro. Finalmente, un inglés como Malcolm Lowry transmitió una pizca de México en Bajo el volcán, su célebre novela, mientras que un mexicano eminente como Carlos Fuentes encontró en territorio londinense un oasis para sus letras. EP