Llorar bonito

“Llorar bonito, con ganas, es elegir el llanto. Lloras porque debes, porque es preciso para seguir vivo.”

Texto de 10/08/20

“Llorar bonito, con ganas, es elegir el llanto. Lloras porque debes, porque es preciso para seguir vivo.”

Tiempo de lectura: 9 minutos

Siempre hay una hora adecuada para que las lágrimas te revivan

Una vez vi llorar a una delgadísima mujer arrodillada sobre la tierra reseca de su aldea, en Kenia. Vestía una túnica amarilla y llevaba sobre la cabeza un tocado bordado. En sus brazos arropaba un niño muerto: un hijo. Nadie más la acompañaba en aquel funeral bajo un sol odioso que hacía brillar el sudor sobre sus brazos de rama y un rostro huesudo de hambre y genética. Aquel era un llanto privado a cielo abierto.

Era, también, una letanía aguda, nada irritante, un lamento más cerca de la costumbre que de la casualidad. De manera regular, la mujer mezclaba el quejido con un parlamento en voz de canario que lanzaba dolorida pero digna. Se balanceaba con el cuerpo yermo del niño, envuelto en un paño blanco del que asomaba su rostro sin marcas. La mujer depositaba una mano con delicadeza sobre el pequeño y luego trazaba un círculo en el aire para dirigirse otra vez a los seres invisibles de la conversación. 

Tiempo después yo sabría que en la audiencia imaginaria estaban sus dioses. Les reclamaba no preservar la vida del niño. El hijo había muerto días atrás; cuando yo la encontré llevaba tiempo llorando la pérdida, así que sus lágrimas eran antes una demanda indiscutible algo apartada de la añoranza. Pude suponer a los dioses alrededor de la pequeña mujer en un silencio culpable, incapaces de dar respuesta, no por compunción sino por desconocimiento, ya que su trabajo no es atender a los humanos sino ser servidos por ellos. 

La mujer abandonó de a poco la requisitoria y, cuando su queja se apagó, se dobló algo más con una lentitud casi coreográfica hasta cubrir por completo al niño. Sin dejar nunca de hamacarse y llorando cada vez más bajo, le habló suave y acarició el rostro amable y tieso que antes había sido lo más grande y vívido que conociera. Sería la última vez que lo vería.

Aquella mujer africana lloraba bonito, con ganas. 

Llorar bonito, con ganas, es elegir el llanto. No es el desconsuelo inmediato por el amor roto o el desgarro de una pérdida previsible pero irremediable que sucede a una larga enfermedad. No son las gotas que nos caen por el borde del ojo cuando alguien, al fin, dijo algo que necesitábamos oír como agua te pide el cuerpo. Llorar bonito es una decisión.  

Lloras porque debes, porque es preciso para seguir vivo.

La muerte, fuera. 

*

Lloro con ganas, bonito, cuando he aceptado la derrota y la pérdida. Es el momento del duelo razonado. El llanto desconsolado nos hunde en un mar de incertidumbre, desesperados por hallar una razón; aún no estamos listos. Las preguntas aplastan a las lágrimas. El llanto con ganas, el bonito, llega cuando ya hay respuestas, cuando están maceradas y es hora de cerrar el capítulo y otra vez abrirse paso a manotazos entre la multitud. 

El llanto bonito es estoico. El desgarrado, paraliza; las lágrimas con ganas, movilizan. En uno te encierras, tras el otro vuelves a caminar. El llanto que inhabilita es una paliza de la impotencia. El llanto bonito es activo. No es igual que la inagotable retahíla de porqués y cómos que nos secuestran durante el desastre todavía inexplicable. En el desconsuelo uno se hunde; las lágrimas bellas, con ganas, rescatan.

Uno se sienta a llorar bonito porque el cuerpo sabe que es la hora adecuada. A los días más negros se los lleva un mar heráclito, ya has batallado con denuedo para montar la ola. Lagrimear con ganas pone cancel a un portón que guarda tus monstruos recios. Su valor profiláctico hace vibrar los colores, como sucede a los paisajes y a los cielos de las ciudades tras la lluvia: renovación. Hasta parece que no hay más pasado y que todo lo que somos se resolverá en los próximos pasos. Los pulmones se llenan de aire fresco, tus ojos dejan de arder; entran los aromas antes negados. Bebes agua fresca, te bañas, sales. 

*

Todo llanto bonito, decreto con determinación, debiera estar precedido o sucedido por Emily Dickinson, que conocía la condición humana:

«The heart asks pleasure first,

And then, excuse from pain;

And then, those little anodynes

That deaden suffering;

And then, to go to sleep;

And then, if it should be

The will of its Inquisitor,

The liberty to die.»

La pérdida posible, la imprevisible y la irremediable. Cualquier llanto importante de nuestras vidas tiene su propio paisaje.

En una de las conversaciones de Ciudades invisibles entre Gengis Khan y Marco Polo, Calvino cuenta que el mongol ha soñado una ciudad que lo apabulla así que ordena al veneciano que la visite y regrese a contarle por qué en aquel puerto las personas se despiden en silencio pero con lágrimas. Marco Polo promete que se embarcará en aquel muelle, pero que no le dirá nada de sus descubrimientos. “La ciudad existe y tiene un simple secreto”, pone Calvino en boca del viajero: “Conoce sólo partidas y no retornos”.

“Llorar es un ejercicio privado e indiscutible, y llorar entre extraños que ni hablan tu idioma tiene las mismas funciones liberadoras.”

Cada tanto debiéramos tener una ciudad adonde ir sólo para llorar partidas. Que llorar con ganas sea parte de la topografía. No es perversidad por contaminar la arquitectura de París con nuestro melodrama. No es masoquismo turístico. Llorar es un ejercicio privado e indiscutible, y llorar entre extraños que ni hablan tu idioma tiene las mismas funciones liberadoras. Un idioma desconocido es un cuarto vacío, el motor de un auto: ruido blanco, ronroneo. 

Mi primera ciudad de llanto bueno fue Berlín. Bajé en el aeropuerto, tomé un taxi, subí al cuarto de muñecas de un pequeño hotel, me senté en la cama y hundí la cara en las manos por horas. Lloré echado en el colchón y tomándome el vientre en el piso. Lloré mirando por la ventana y, una y otra vez, cada vez que veía mi cara en el espejo. Lloré de dos modos, primero con el último desconsuelo de otro fracaso y luego con el alivio de evaporar el pasado. Las veces que volví a Berlín lloré leve, melancólico o nostálgico por aquel llanto que abrió el camino.

He llorado en Ciudad de México por un final tardío. En Quito por el amor en llaga abierta. Mi llanto en Montreal fue de mil cristales rotos hasta dolerme el estómago por un mundo que se derrumbaba frente a mí. En Washington, donde se ordenan guerras, lloré por la vida de mi hijo que nacía. Mi hija inundó estos ojos con simpatía.

Pienso: sólo puedes llorar bonito cuando pierdes y cuando obtienes el mayor bien que poseerás, y eso es alguna forma del amor. Lloras con ganas para reparar el destrozo del abandono, por aquella puta traición, porque ha muerto una de las tantas gentes que se llevarán otra parte de ti, porque nace o viene o crece quien te da un nuevo propósito. Me gustaría llorar en una iglesia griega abrazado a señoras de negro. Llorar a destajo, con abrazos, en uno de nuestros pocos idiomas comunes, hecho de sal y mocos. 

*

¿Se llora como se vive? Se llora como se es.

He visto el llanto precioso de una mujer japonesa: un hilillo inescrutable de voz, dos lágrimas resecas precipitándose al piso; luego, silencio, quietud. Su cuerpo inamovible con la mirada en algún lugar más abajo del piso, el mundo revolviéndose lento. La mujer vestía un impermeable y un sombrerito marinero; esperaba un bus. Su abandono era humano, yo vi un pájaro con las alas quebradas.

He visto lloronas de velorio, su teatralidad. Uno puede comprar lágrimas para que lloren porque uno aún no llora como debe.

He visto llorar en italiano, alto y rojo; he oído llorar en árabe —un lamento áspero de siglos—; he visto llorar a un hombre en inglés, sajón contenido, escondido tras un contenedor de basura a la vuelta de un edificio en Chelsea; cuando acabó de llorar —mojó todo el cigarro—, respiró hondo y volvió al trabajo como si no hubiera sucedido más que el humo. 

Una vez, sentada frente a mí en el metro entre Friendship Heights y Cleveland Park, una mujer cerró un libro con elegancia. Tenía unas manos con dedos de elfo que posó con delicadeza sobre la novela, quizás satisfecha con lo leído y vivido. Se quitó con esas manos de ángel o de buen diablo las dos lágrimas que hacían equilibrio en sus pestañas: me vio verla, sonrió para que doliera menos. Se fue con un paso ligero como si supiera que el averiado era yo.

*

No se llora con ganas, bonito, de un solo modo. Yo he llorado con escándalo; enroscado; cabeza clavada en el pecho; rostro contra la pared. Babas en almohadas, sofás, hombros, toallas, manos, Kleenex. Lloré en silencio, largo y desmigajado. Lloré sin lágrimas y con todas. He llorado hasta recuperar el hambre y también hasta perderla. He llorado, mimético, con quien llora. Me han conmovido llantos bonitos porque cumplen con actualizar mi propia vida: lloré la pérdida de la hija de Sean Penn en Mystic River como poco antes había llorado la pérdida de la hija de un amigo; Clint Eastwood, bajo la lluvia, viendo todo irse, en The Bridges of Madison County —cualquiera de nosotros, superado por la renuncia ajena—; Emma Thompson, en su cuarto de Love Actually, y Joni Mitchell en el aire pueden resumir muchas derrotas; Pacino, en la escalera de una ópera italiana en The Godfather: el silencio más oscuro que una boca ha mostrado jamás. Nadie es tan poderoso como para evitar la derrota final de la muerte.

*

Los científicos estudian el llanto para definir cómo somos, como si las lágrimas nos explicasen mejor que los genes. Las mujeres, nos dicen, lloran cuatro veces más que los hombres en un mes porque la testosterona es un escudo que inhibe más que la prolactina. Las personas independientes lloran con menos vergüenza y más a menudo y con lágrimas saludables. Nos sentimos mejor llorando solos o con un buen amigo cerca, cuentan los psicólogos, pero es embarazoso con más de dos personas. 

Los oftalmólogos echan colirios a quien tiene el ojo seco porque así, dicen, resuelven una anormalidad. Quizás nunca pensaron, digo yo, que la química personal es más profunda que la biológica. 

*

“En un momento, mientras veíamos una comedia, de la nada, brotó: un llanto sideral, agónico: decisivo. Una mierda de llanto. Me ahogué en mocos, hipé sin pausa. Cuando parecía detenerse, un muy tibio recuerdo —o una mísera imagen— reiniciaba el desmoronamiento. Lloré veinte minutos o cien horas o media vida.”

Hace unos días conseguí llorar —o quizá fue ayer, pues hay veces en que los días son uno solo, enrulados, avasalladores—, y lloré tan feo que me hizo bien. Me dolía el cuerpo de necesidad. Llevaba tiempo con esa bola de pelos gatuna que llaman angustia habitándome el esternón. Hablé con mi hermana, que a veces ayuda, y nada. Hablé con mi pareja, que ayuda mucho, y tampoco. Y en un momento, mientras veíamos una comedia, de la nada, brotó: un llanto sideral, agónico: decisivo. Una mierda de llanto. Me ahogué en mocos, hipé sin pausa. Cuando parecía detenerse, un muy tibio recuerdo —o una mísera imagen— reiniciaba el desmoronamiento. Lloré veinte minutos o cien horas o media vida.

¿Por qué lloré? Yo lo sé, pero no necesito explicarlo. Ustedes también saben, y entenderán: hay días —excúsenme de definirlos porque cada quien conoce el suyo— en que todos los llantos son un solo llanto, atados en un cintillo de Möbius. Un rodillo que hace del cuerpo una masa blanda. Que afea bellos llantos. Un resumen de la vida expulsado por los ojos y por la boca.

*

Llorar completa: exhibe la argamasa tierna de nuestra vulnerabilidad. Avisa que necesitamos cuidado, espacio para sanar. Llorar por otros conecta con el dolor ajeno: somos apropiadamente humanos, sociables, buenos tipos. Los expertos le llaman teoría de la mente: hasta un niño de cuatro años puede suponer el estado psicológico de una persona en lágrimas.

Hemos sobrevivido merced a piélagos de lágrimas. Es una respuesta evolutiva: quien llora avisa que precisa atención; quien no llora podría ser olvidado. El que deja caer lágrimas puede, incluso, provocar la compasión del enemigo.

Somos el único animal que llora de emoción. Sadness, grief, mourning. Amor. El llanto está en los soplos clave de nuestra existencia: cuando nacemos y al final. Nadie llora más bello que la feligresía embarcada en el góspel de un funeral negro en Nueva Orleans. Been there. He llorado al ver nacer a mis hijos. Been there: así se sienten los dioses.

*

Vivimos atados al lenguaje, cerdos inteligentes, para crear e informar el mundo. En ocasiones no nos queda más que el gesto desprovisto de sociabilidad directa: apalabrar la vida, porque la caminata que conocíamos se acabó: pandemia.

Entonces, los edificios de la existencia que habitamos pueden poblarse de ventanas pero carecen de puertas. Nos ha pasado: hemos venido de hacer la historia a contemplar un mundo quieto tras los cristales. ¿Es eso una calle o un aire nocivo? 

Estuve meses así, hasta que lloré bonito una vez más.

La causa fue, tal vez la menos trágica de todas las utopías: prole. Reencontrarme con él mientras el mundo se esconde de un criminal invisible. Miles de kilómetros volados para tomarlo entre mis brazos después de horas y horas y horas y días y días y días y días y semanas y semanas y semanas y uno dos tres cuatro meses sin olerlo.

Miras, ves, abrazas —estrujas: deseas romperle los huesos o hundirte en su cuerpo—, y lloras. Como si hubieras creado el mundo, te falta lenguaje para nombrar qué existe. Tu única lengua, agua y sal. 

*

Chateo con Julio:

—El llanto de la memoria son gotitas frías —digo.

—Me gusta esa —dice. 

—Y el llanto une el ciclo de los afectos —digo—: lloramos porque queremos mandar al olvido el abandono reciente pero también lloramos como remembranza de las buenas cosas. La alegría no es predominante y bien lo saben las religiones cuando hablan de este mar de lágrimas: hasta lloramos de risa.

—Ahora que hablamos de llorar —dice—, nadie puede dejar de mirar en la calle a alguien que llora o que ríe sin preguntarse qué le sucede. Son escandalosos, incluso en baja intensidad, y no podemos ser inmunes. Pero la risa suele ser más inmediatamente contagiosa que el llanto. El llanto exige otro tiempo de contemplación y de huida. Uno ve reírse a alguien y también se ríe. Uno ve llorar a alguien y no sabe bien qué hacer.

*

Uno de mis llantos bonitos despidió a mi última abuela, pocos años atrás. En el momento previo a que yo dejase su casa, nos miramos sabiendo que mentiríamos con las palabras pero no con las manos ni el cuerpo. Yo sabía que ella moriría unos días después, una conciencia que mi abuela tenía desde hacía tiempo, desgastada por un cáncer de mierda. Me pidió que besara mucho de su parte a su bisnieto, mi hijo, pero yo dije que volvería y lo traería conmigo para que lo abrazara, que todo estaría bien, que nos veríamos muy pronto. Mi abuela entonces me acarició la mejilla y yo ya no fui capaz de actuar la mentira. Me desgajé en una catarata de mocos. Ella sonrió, piadosa. Ella se iba, yo viviría, y fue ella quien tuvo la entereza final del consuelo. Sólo dos lágrimas salieron de los ojos de Bianca, como las que dejaría un marino del Khan y de Polo navegando en un barco lento hacia ninguna parte. EP

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