El ritmo de la lluvia

En este ensayo, el embajador Leandro Arellano escribe sobre la lluvia y las imágenes que ésta convoca en la memoria.

Texto de 18/04/24

Fotografía del cielo, aparecen nubes oscuras, parece que va a llover

En este ensayo, el embajador Leandro Arellano escribe sobre la lluvia y las imágenes que ésta convoca en la memoria.

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I.

¿Qué título asignarle que no parezca pedante ni violento? Con reticencia desechamos “Teoría de la lluvia”, “Metafísica de la lluvia” y algún otro, para acceder a una atmósfera un tanto más celeste. El ritmo de la lluvia parece avenirse. Mantiene el tono melodioso y discreto.

Como la primavera, la lluvia arriba y exalta. Con distintos tonos pulsa la superficie que su manto alcanza, humedece y limpia lo que toca y baña el universo con serenidad.

El agua que cae cumple un ciclo atmosférico complejo y responde a los instintos originales de su esencia acumulada, que estalla en un momento impreciso y se transforma en uno de los más asombrosos fenómenos de la naturaleza.

Cada ocasión se muestra como una nueva vivencia, hasta el final del laborioso proceso, cuando se agota digerida, ingerida, evaporada, absorbida, diluida, etcétera, abasteciendo suelos, arroyos, estanques, ríos, campos, cielos, mares, océanos, en un ritual inacabable. Así marchamos al ritmo de la lluvia. 

La contemplación de la lluvia eleva o abate los ánimos y remueve desconfianzas y recelos. Genera multitud de sensaciones, algunas contrapuestas. Los espectadores reaccionan con abatimiento o euforia, con asombro, júbilo, gozo, escepticismo, melancolía, temor y alguna más. Su visión posee, también, para nosotros, un profundo sentido espiritual.

La lluvia cumple un oficio central en la preservación de los procesos de la naturaleza. Constituye un prodigio que participa del ajetreo de las grandes fuerzas elementales. Puede salvar o derribar cualquier obstáculo y ahogar toda superficie.

No todos los fenómenos de la naturaleza participan de la consideración y el atractivo de la lluvia, de ése portento atmosférico elaborado y mágico. No se elogia impunemente a un terremoto o a un huracán. 

Los primeros filósofos consideraban que los elementos de la naturaleza –agua, aire, tierra, fuego- constituían el origen de la vida. Energías arquetípicas, esos elementos representaban para aquellos sabios el principio de todas las cosas, bien que los desvelaba la búsqueda de un principio rector, de una causa motora del todo. 

Algún tiempo debió transcurrir antes de que la especulación filosófica se desligara de la observación científica que ejercían aquellos sabios varones. En la actualidad es común la propensión a celebrar el arribo de la temporada de lluvias, con efusión incluso, en forma de plegarias, oraciones, cantares, danzas, monumentos, poemas, conciertos… La lluvia revela perspectivas que a nadie dejan indiferente.

¿Y las nubes? En principio, no son otra cosa que vapor de agua. “Las nubes pasan, el cielo permanece”, reza un proverbio mongol. Pero vislumbrar cómo se forman, cómo migran y cómo influyen en el entorno y el paisaje, entraña un profano ciclo misterioso. 

Monumentales, majestuosas, las nubes nos provocan una sensación de eternidad.

En su ilimitada variedad, esas escuadras nebulosas, con sus figuras brumosas y exóticas, son también las portadoras de la lluvia, el vehículo de la carga fluida y celestial que recibimos en tierra: incolora, inodora e insípida.  

II.

Las categorías de la lluvia son varias –prescriben los estudiosos–, en correspondencia con una multitud de factores atmosféricos, geográficos y otros, que definen la forma y el volumen de cada tipo. La identidad particular de cada una responde a su intensidad y a su expresión.

La lluvia es producto de la condensación del vapor de agua en la atmósfera. Es decir, que el vapor se acumula en diferentes tipos de nubes, dado que tiende a subir y enfriarse en la atmósfera, y una vez allí las nubes van ganando densidad hasta que el agua alcanza el punto crítico necesario para ser atraída por la gravedad y precipitarse desde lo alto. En caída libre, se dispersa a capricho o voluntad, con menos o más intensidad.  

La ciencia ha acumulado un volumen considerable de estudios y precisiones sobre la lluvia, igual que ha desarrollado una ordenada clasificación de las manifestaciones de su carácter y propiedades. Como mera posibilidad empieza toda obra. 

La identidad de cada una responde a su volumen y a su manifestación. La llovizna –lluvia leve y apacible– inicia el camino de las varias categorías. Las formas que la siguen en orden ascendente consisten en el chubasco o chaparrón, lluvia de intensidad mediana en general o el aguacero, que consiste ya en lluvia torrencial. La tormenta o tempestad es la expresión extrema de la lluvia y va acompañada de fuertes vientos, rayos y truenos o de una granizada, bien que ésta y la nevada pertenecen en rigor a otras jerarquías.  

Las condiciones atmosféricas de presión y temperatura han de ser las apropiadas –aseguran los estudiosos–, dado que un descenso repentino en la temperatura podría congelar total o parcialmente el agua suspendida en las nubes, y en lugar de lluvia se produce la caída de escarcha, nieve o granizo.

Resulta así que de la presión atmosférica, de la temperatura y especialmente de la humedad atmosférica, depende la lluvia. El agua puede volver a la tierra en forma de nieve o de granizo. En cada caso, el choque contra distintas superficies producirá un ritmo diferente. Escuchar su sonido es un deleite.  

El verano del año pasado el volumen de lluvia fue escaso, como ha sido deficiente o irregular en años recientes. Y por estos días hemos leído que se vaticinan sequías y déficits hídricos en distintas regiones de la meseta central del país. En ese desajuste ¿dónde o cómo ubicar la lluvia menuda y constante que persistía fuera de estación, durante horas y días invernales que se turnaban la descarga imprevista? 

Las temporadas de lluvia que conocimos hace años han sido quebrantadas. Los convencidos, no sin argumentos y razón, sostienen que se trata de los innegables síntomas del cambio climático, de las consecuencias del sobrecalentamiento de la tierra. Presagios de un desastre.

 III.

La clave mayor del calendario es, quizás, que nunca se detiene. La agenda nos ubica en la ruta del día. Si nos sorprende la lluvia nos refugiamos bajo un techo o alguno de sus sucedáneos. Si a esos pertrechos agregamos un gabán, un impermeable, nos mantendremos indemnes. Incluso podemos retozar. 

En la niñez nos baña la etapa más feliz: la lluvia se torna un juguete. Hasta los ríos abren sus copas para recibirla, y fluye luego por todas partes dotando a la tierra y los cultivos del sustento elemental y los mares y océanos rebosan.

Al escampar, la lluvia dispersa en el ambiente un suave perfume de melancolía. ¿Es la lluvia redención celeste? ¿Lágrimas de las divinidades? 

En el recuerdo perduran los nubarrones gigantescos y oscuros –apoltronados a unos cuantos metros arriba de nuestras cabezas– que la sucedieron. Pusieron sitio al firmamento y ocultaron la claridad durante noches y días subsecuentes. 

Permanecieron los nubarrones allí fijos, como objetos agregados por la naturaleza. 

Se alternaron días que, a pesar de su apariencia nubosa y gris, revelaron al final amaneceres que sonreían promisorios con la marcha del otoño.

No son pocas las imágenes convocadas en la memoria por la lluvia. El rumor del agua que cae proclama el anhelo de que un hecho final dé sentido a la acumulación del pasado. En el recuento del inventario cotidiano, los saldos iban sumando la conclusión de nuevas jornadas, colmadas de luz y suavidad.La experiencia de la lluvia nos envuelve con un encantamiento del cual nos deshacemos con lentitud, una vez que lo intercambiamos por otra dicha no menor: el abrigo de la neblina asentada en la complicidad de las calles, hasta que se disuelve con el alba. EP

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