Lord Byron y su espejo empañado

Mario Murgia —poeta y traductor condecorado con el Premio Bellas Artes de Traducción Literaria Margarita Michelena 2023— nos ofrece un expresivo y elocuente homenaje a Lord Byron, ícono de la poesía inglesa, en el bicentenario de su muerte.

Texto de 19/04/24

Byron

Mario Murgia —poeta y traductor condecorado con el Premio Bellas Artes de Traducción Literaria Margarita Michelena 2023— nos ofrece un expresivo y elocuente homenaje a Lord Byron, ícono de la poesía inglesa, en el bicentenario de su muerte.

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Byron es Byron y es el reflejo que lo trasciende: el poeta rebelde y libre.
Octavio Paz. “Contar y cantar (Sobre el poema extenso)”

Nací en la tierra de hombres orgullosos,
no sin causa; mas he de allí salir,
de la isla de varones memoriosos,
buscando para siempre algún hogar
en un paraje ignoto allende el mar.
George Gordon, Lord Byron. Las peregrinaciones de Childe Harold. 

El sábado 25 de febrero de 1826, el periódico crítico y literario mexicano El Iris publicó en su sección de literatura un artículo sorprendente, aunque sin crédito para su autor, sobre la literatura inglesa del momento. Digo que es sorprendente puesto que, en el México de esos años, quien pensara en obras literarias de alguna importancia hubiese tenido en mente sobre todo las letras francesas, españolas o quizá italianas cuando invocaba acaso la escritura más estimada de su tiempo. Sin embargo, el anónimo ensayista y reportero de El Iris afirma ahí que “los ingleses han sido mas favorecidos de las musas que se cree generalmente [sic]”. Para dar contexto, el anglófilo deja caer los nombres de Shakespeare, desde luego, pero también los de Dryden y Milton, sin obviar al más bien escocés James Beattie y al depresivo William Cowper —hoy olvidados ambos—, para ofrecer una ilustración tajante de sus impresiones literarias. Disponiéndose a brindar un recuento de los poetas anglos que, según él, los númenes han favorecido, el redactor anuncia que “empezaremos por Lord Byron, no solo por ser el más célebre de todos, sino porque habiéndole ya arrebatado la muerte, muy pronto dejaremos de contarle entre los contemporáneos”.

“Lord Byron era un hombre de poderosas antítesis y un poeta al que solo cabe definir como dimezzato…”

El innombrado escritor de El Iris parece tener prisa por que a Byron se le reconozca como protagonista de las letras mundiales y, más aún, por que se le considere un poeta mayor dado “el mérito real de sus escritos” y no por causa de lo que él llama en el artículo su “rango distinguido” o su “carácter novelesco”, cuando lo novelesco, cuando menos en lo relativo al carácter de alguna figura, se consideraba ocasión de frivolidad y fatuo escándalo. Para el ensayista, antes de que la Parca y el consecuente olvido hagan de las suyas, Byron ha de erigirse como una verdadera celebridad no por su talante, sino porque su verso ha sido “sacado de la sensibilidad profunda de su corazón y del fuego de su fantasía”. Admiración y emotividad aparte, el escritor lleva razón, aunque es cierto que la poesía de Byron, o su verso más admirable y vigoroso, es heredero de la centuria que lo antecedió más que cofrade de la exaltada sensibilidad decimonónica europea. A dos siglos exactos de la muerte de Byron en Mesolongi, ha de afirmarse que él, con todo y el “mérito singular é indisputable” de sus líneas, y según se escribiera hace tanto en El Iris, es bastante más romántico como personaje heroico que como poeta épico o lírico.

Afirmo que la poesía más influyente y memorable de Byron es poco romántica a manera de halago para un gran conversador de innegable temperamento (aunque no fe) calvinista que odiaba lo que habría de llamarse Romanticismo y que estaba seguro de que, junto con Alexander Pope, la verdadera poesía inglesa había fenecido a mediados del siglo XVIII. Con un pie deforme, o patihendido, y propensión a la obesidad, Byron fue también un nadador de dotes atléticas considerables y un hombre de guapeza arrebatadora que despreciaba a los griegos modernos, al tiempo que los entrenaba y financiaba en su rebelión contra los turcos. Lord Byron era, así pues, un hombre de poderosas antítesis y un poeta al que solo cabe definir como dimezzato, partido entre una paralizante angustia de sí mismo y el ímpetu incontenible de su ser público. ¿Quién que no lo fuese escribiría una monumental epopeya burlesca como Don Juan (cuya pronunciación ha de ser algo parecido a dan yúan), con versos tan filosos como los que siguen?:

El hombre es carnívora producción,
sí, come al menos una vez al día.
No vive, cual perdiz, de la succión;
cual tigre o escualo emprende cacería. 
Aunque bien su corpórea construcción 
acaso una verdura admitiría,
cualquier obrero sabe sin cuestión
que induce un bife buena digestión. 

Tal vez pensando mañosamente en su gran amigo Percy Shelley, ateo y vegetariano recalcitrante, Byron se mofa en estos y otros versos de su propio antihéroe, el tragicómico Don Juan, así como de las pretensiones morales, poéticas y políticas de coetáneos como Samuel T. Coleridge y Robert Southey, del reaccionario partido Tory y de los propulsores del amor y el matrimonio convencionales en la Inglaterra del siglo XIX. En su poema inconcluso de diecisiete cantos, y bajo la clara influencia de Laurence Sterne y Jonathan Swift, también se burla Byron de sí mismo, desde luego, y de sus manías, como las que determinaban sus conflictivas relaciones sensuales con la comida, las mujeres y otros hombres, generalmente menores que él en más de un sentido. Era esa su forma más contundente, más creativa, de trastocar la autoridad, la conciencia y el verso de quienes habrían de percibir, en el espejo manchado del héroe byroniano, su incómodo reflejo.

Ilustración de un busto de Lord Byron en la edición de 1824 de Don Juan

Por todo esto se entiende que, en su tiempo, Byron fuera tan admirado como malentendido: el único que por aquellas épocas hubo de apreciar a cabalidad la maestría y la relevancia de Don Juan fue, en una deliciosa paradoja histórico-literaria, el propio Shelley (“¡el Shelley que no importa!”, como me espetaría hace años alguna experta, queriendo ataviar su necedad de buen humor). La contradicción del asunto es casi byroniana, sobre todo si se recuerda que al mismo Shelley, hacia el final de sus días, la presencia y el talento de Byron, además de sus excesos sexuales, le parecieron ya insoportables. “No escribo; he vivido demasiado tiempo cerca de Lord Byron y el sol ha extinguido a la luciérnaga”, escribía Percy en 1822, apenas un par meses antes de morir ahogado tras el hundimiento de su velero, bautizado Don Juan, en el que navegaba de Liorna a Lérici. Un atribulado Byron asistió a la cremación del cadáver putrefacto de Shelley en una playa cercana a Viareggio. Incluso contribuyó a la preparación de la pira y a la conducción de la macabra, aunque muy emotiva, ceremonia fúnebre. Antes de que el cuerpo de Shelley terminara de consumirse, Byron ya había abandonado el lugar, a nado en mar abierto.

Harto de su vida y de las vidas ajenas, George Gordon, Lord Byron, partió de Génova rumbo a la isla griega de Cefalonia el 15 de julio de 1823. Según reportó el diario británico The Times, a bordo del buque Hercules “lo acompañaban muchos oficiales ingleses, a sueldo parcial, y residentes entonces en Italia”, un detalle que habla con elocuencia de la leyenda byroniana que ya cundía por Europa. El poeta encontraría en tierras de la Hélade los motivos de una existencia heroica aunque también amarga: la pasión frustrada que sintió por Loukas, su joven paje griego, al igual que sus últimos versos y cartas, demuestran un hastío terrible, aunque casi siempre matizado con un sentido cómico sutilísimo: “Corazón mío, deja de latir, / pues a otros ya no vas a conmover, / y bien que nadie a amarme va a venir, / ¡amar he de saber!”, canta Byron en una breve oda escrita para sí en enero de 1824. Byron murió el 19 de abril de aquel año en medio de una tormenta. La causa más probable fue una infección, cuyos dolorosos síntomas fueron agravados por las constantes sangrías que se le impusieron en días anteriores. Uno de los médicos que le realizaron la autopsia escribiría luego: “No pudimos evitar permanecer ahí, en muda contemplación del barro inerte de aquel que, apenas unos días antes, era la esperanza de una nación entera y la admiración del mundo civilizado”. Se registra que los médicos quedaron pasmados frente a “la perfecta simetría” del cuerpo desnudo de Byron.

“Quizá lo más romántico de Byron sea su muerte: una “calamidad nacional”, como como la caracterizara Victor Hugo.”

Quizá lo más romántico de Byron sea su muerte: una “calamidad nacional”, como como la caracterizara Victor Hugo. Su deceso se pintó muy pronto con los colores del heroísmo, de una generosidad conmovedora y de una inteligencia extravagante, si bien desbocada. Todo ello lo buscó Byron, en vida y en el verso, para encontrarlo al fin en Grecia, entre arrebatos, pathos y armas. Luego, la urgencia por “ser Byron” se apoderó de sus paisanos, quienes comenzaron a verse y a hablar como él, a escribir como él y hasta a caminar como él: más de un distinguido caballero llegó a meterse guijarros en el zapato derecho (o izquierdo, por error) para recorrer cojeando, como su ídolo, las calles y los centros de reunión de Londres. En Francia lo lloraron y emularon Vigny y Lamartine. Heine se erigió como “el Byron alemán” y Pushkin publicó en Rusia la historia de Mazeppa, con el título de Poltava, en 1829. Rossini escribió Il pianto delle muse para Byron, y Berlioz compuso su Harold en Italie pensando en el famoso poema narrativo protagonizado por el alter ego byroniano. En la América hispánica, Byron reflejó la imagen y la voz poética, emancipadora, del “país de hombres libres” que representó Inglaterra para algunos escritores e intelectuales posindependentistas. A doscientos años de la heroica muerte de Byron nos queda, además de su especular y espectacular figura, su verso cadencioso, inspirador y mordazmente (ar)romántico. He aquí “So We’ll Go No More a-Roving”, traducido especialmente para esta ocasión:

Ya no vamos a vagar
a altas horas de la noche
aunque el cor aún pueda amar
y la luna sea un derroche.

Su carcaj rasga la lanza
y nuestra alma rompe el pecho,
un latido al fin descansa
y el amor encuentra un lecho.

Sí, la noche es para amar,
y muy pronto vuelve el día,
mas no vamos a vagar
aunque luna nos sonría.
(1817, 1830) EP

DOPSA, S.A. DE C.V