La biblioteca pública

Juan-Pablo Calderón Patiño nos ofrece una elocuente apología de las bibliotecas públicas y su valioso papel en la construcción de la cultura humana.

Texto de 18/04/24

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Juan-Pablo Calderón Patiño nos ofrece una elocuente apología de las bibliotecas públicas y su valioso papel en la construcción de la cultura humana.

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El andar cotidiano encuentra en las bibliotecas públicas un espacio para la rebelión, una escala para soñar, un sitio para aprender, una sede donde en silencio se dialoga con el pasado para poder dilucidar un presente que pueda brindar espacios de porvenir. El libro de todos y para todos encuentra en la biblioteca pública un hogar para el conocimiento, sin importar que en plena era digital se crea que todo, absolutamente todo, está en un ciberespacio con la verdad eterna. Las bibliotecas crean un semillero para el debate y se convierten en el navío en el que podemos navegar bajo la ruta de nuestra imaginación. Ella dice hasta dónde queremos llegar.

“La biblioteca pública es fiel reflejo del anhelo democrático de igualdad.”

La biblioteca pública es fiel reflejo del anhelo democrático de igualdad. Ante el libro no existe más mirada que ser cautivado por las letras como regocijo del alma o como desafío a la razón para crear más conocimiento. Los espacios escolares de la llamada educación básica han mantenido sus bibliotecas, pero, sin querer, están destinadas para las familias de quienes acuden a la escuela, sin importar si son instituciones privadas u oficiales. En cambio, la biblioteca pública, enclavada en un polo urbano o en la lejanía rural, es el estandarte de inclusión y libertad que complementa el derecho a la educación. Si los griegos recreaban a la mayoría en las asambleas, en el siglo XXI, ante millones de habitantes que imposibilitan un dialogo que ni siquiera se tiene en el espacio digital, la biblioteca pública es el ágora para reconstruir los anhelos sociales de todos y eso pasa por la búsqueda de respuestas para resolver los desafíos que tiene la humanidad sin fronteras políticas, acaso el nuevo ciudadano global en la porosidad de los bordes de las naciones. No es exageración decirlo.

Siempre he tenido una fascinación por las bibliotecas y más por las públicas. Agradezco los acervos que, tal vez una vez privados, los propietarios decidieron compartir con todos. Una herencia que, en vida o de manera póstuma, refrenda el proverbio hindú que dice: “Lo que no se comparte, se pierde”.

Tuve la oportunidad de estar en tres bibliotecas de exmandatarios mexicanos, que quizá algún día se conviertan en públicas o bien sean adoptadas por una biblioteca magna como la de la Universidad Nacional. ¿Qué lección aportan? Que la carrera por el poder presidencial tuvo en la elaboración de bibliotecas personales una mística de conocimiento y diálogo que se veía en el apoyo de ediciones especiales que, desde el poder, amalgaman un puente con especialistas e inclusive críticos al régimen. Esas bibliotecas retratan la frase de Gabriel Zaid y el título de uno de sus libros, De las aulas al poder, un recordatorio de que parte de la controvertida clase política, por pocos que sean, son amantes de los libros y su colección, mismos que constituyen acervos vivientes del andar de las sociedades con sus diversas avenidas, elencos, bemoles y grandezas.

Fue hasta que me enclaustré en la hoy Biblioteca Pública Carlos Fuentes, en Xalapa, que entendí más el apostolado de los bibliotecarios, agentes del saber que, sin la pretensión odiosa de títulos de posgrado, hacen mucho más que el resguardo de un acervo. Una biblioteca pública fue mi refugio cuando fui expulsado de la preparatoria y, frente al sable de la torpeza totalitaria de la máxima autoridad de la escuela, se me condenó a llenar 20 cuartillas por trabajo final de asignatura. En una insurgencia ante el costumbrismo que inmoviliza y ante creer que al mecanografiar sin destino uno cumple con ser evaluado, la biblioteca se me descubrió como una sede para escribir y ver que las banderas de la libertad seguían ondeando.

El palpitar de toda biblioteca son sus trabajadores, todos, absolutamente todos, pero más quienes ordenan el fichero y atienden a los educandos como los hijos de una patria que busca otras verdades, que busca debatir y contrarrestar ideas para no claudicar frente a una verdad única de inciensos que pretenden envolver. No basta hacer la tarea del personaje histórico, darle forma a una investigación o, en el oprobioso sistema que privilegió el “memorama sin razonar”, hacer una copia del libro. El verdadero bibliotecario aconseja, hace grande la duda científica con mayores argumentos, confronta la generación literaria con el acontecer del mundo, sugiere más libros, presenta referencias que descubren nuevos horizontes; es, ante todo, otro educador.

Ahogados en la burocracia y en la obsolescencia de un corporativismo clientelar en gran parte del magisterio, más débil que el cartón mojado, algunos (o muchos) han desprestigiado el oficio del bibliotecario, pero las reservas morales vargallosianas de esa misión hacen un recordatorio que sensibiliza a la ciudadanía sobre el conocimiento. Los bibliotecarios no se restringen a dar el libro que encargó el maestro, sino ofrecen alternativas y comparten ideas sin temor. Juegan con los tiempos de determinado movimiento, era, civilización o ruta. No solo nos presentan a Tolstoi, sino también ayudan a entender la profundidad histórica rusa con otros libros y pasajes. No pueden dar la biografía de Pío Baroja sin explicar el contexto de lo que fue la Generación del 98. Son incapaces de dar un poema de Maples Arce sin acompañarlo del futurismo de Marinetti, la misión diplomática del papanteco y el contexto del movimiento estridentista y su grupo. La biblioteca pública es más que el refugio de la memoria, es una escala para volver a ganar el futuro. 

La ​biblioteca pública siempre será un faro que siembra e ilumina nuevas historias, caminos y vocaciones. Es constructora de ciudadanía por su pluralidad y tolerancia que acoge a la gente por igual, no segrega, y puede articular la aspiración de nuevas rutas y destinos para los educandos o sus visitantes. El quehacer de nuevas bibliotecas públicas es un homenaje a la tarea de divulgación cultural de hombres como José Vasconcelos, Jaime Torres Bodet y Jesús Reyes Heroles. Mientras que en la geografía nacional no haya más y mejores bibliotecas, la tarea nos demanda y convoca a todos. La numeraria gubernamental da cuenta de que existen más de 7,000 bibliotecas públicas: ¿en qué estado se encuentran frente al error de creer que un machete es el instrumento simbólico de una falsa austeridad republicana? ¿Qué contenidos mantienen o qué nuevas obras y colecciones han llegado con la advertencia de que sería un enorme error que el dogma tapice los libreros mandando otros títulos a la criminal sentencia del oscurantismo de una bodega con moho y polilla? ¿De qué sirve la fibra óptica si lejos de interconectar acervos como el de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos se busca redireccionar la tentación de la propaganda oficial que se desliza entre el resentimiento y la irrepública liliputiense?

Tal vez muchos crean que el internet y el mapa digital eliminen las bibliotecas y al propio libro lo dejen como objeto de culto o, peor aún, como goce de unos cuantos. Esos críticos pierden de vista que la biblioteca no es solo estantería de ejemplares, sino orientación permanente para descubrir senderos, aquilatar verdades, encender la resistencia cuando se requiere y, en pocas palabras, para ser mucho más universales. Si alguien olvidó la concepción del patrimonio que conjunta Estado y nación deberá tener en las bibliotecas públicas un ejemplo que es mucho más que muros, libreros y techos.

“Los bibliotecarios no se restringen a dar el libro que encargó el maestro, sino ofrecen alternativas y comparten ideas sin temor.”

Las ediciones de clásicos, la impronta de traducciones y los llamados libros raros no son una fuga para confrontar la era digital. El nuevo reto de las bibliotecas públicas es estar interconectadas sin importar latitud, cultura, lejanía geográfica o idioma, hacer una nueva red tal cual significó en su momento la grandeza de la Biblioteca de Alejandría en el antiguo Egipto. Muchos tienen el estandarte de la desglobalización, pero en las bibliotecas públicas otra globalización en ciernes puede alumbrar al quehacer ciudadano, el que cultiva tolerancia, sabe escuchar y se regocija entre la pluralidad de las sociedades y el goce de la obra escrita que resguardan y a la que tiene derecho todo hombre y mujer libres. EP

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