Cochabamba: historia de un largo regreso

Anuar Jalife reseña Cochabamba (Alfaguara, 2023) de Jorge F. Hernández, resaltando su habilidad para mezclar realidad y ficción en una trama cautivadora.

Texto de 22/04/24

Anuar Jalife reseña Cochabamba (Alfaguara, 2023) de Jorge F. Hernández, resaltando su habilidad para mezclar realidad y ficción en una trama cautivadora.

Tiempo de lectura: 4 minutos

Una pintura de Joy Laville, cuyas imágenes nos remontan inevitablemente a los libros de Joaquín Mortiz en que muchos leímos a Jorge Ibargüengoitia —santo patrono del Jorge autor de este relato—, retrata algo que podríamos imaginar como Cochabamba o Macondo o alguna otra ciudad, mitad literaria, mitad real, de nuestra América ignota. La pintura ilustra la cubierta de esta nouvelle que llega a evocar la historia de Fermina Daza y Florentino Ariza, los famosos personajes de Gabriel García Márquez, quien no en vano figura entre las dedicatorias.

Complemento del libro, pero parte del libro, la imagen iluminada con la inconfundible paleta verde y azul de la pintora cuernavaquense por adopción no es cosa menor, pues nos adentra en el verdadero asunto de la novela, esquivo por muchas páginas, pero que se revela con toda fuerza hacia el final: Cochabamba no como territorio real sino como geografía interior, como paisaje personal y como invención literaria: “El paisaje más bello del mundo SIEMPRE ha estado en tus ojos…”, le confiesa a la protagonista uno de los personajes al que, por cierto, le bastan unas pocas líneas de la novela para convertirse en una figura entrañable, por la que los sentimentales no podemos sino derramar algunas lágrimas.

La historia de Cochabamba (Alguara, 2023) es doble: es la historia de una mujer y la historia de esa historia. Una tarde, el narrador, a quien podemos imaginar claramente como Jorge F., casi por azar o, mejor dicho, por puro azar —“agua de azar” dice la voz narrativa— conoce al diplomático francés Xavier Dupont, con quien congenia de forma casi inmediata. Quienes leemos asistimos al momento, bello siempre y no siempre retratado con justeza, en que dos conocidos se convierten, como por arte de magia, en amigos. 

“Quienes leemos la novela nos quedamos con la sensación de que lo contado nos ha sido narrado muchas veces y, sin embargo, respiramos un aire de vitalidad gracias a que ese viejo relato es enmarcado por la historia de su propia concepción”.

Xavier tiene una novela no escrita, la de la vida de su madre, y Jorge, aunque en ese momento no lo sepa, está destinado a escribirla. Durante tres jornadas, Xavier le contará a F. Hernández la inaudita biografía de su madre. Catalina Equis o Catalina Guerra o Catalina Krieg —no lo sabemos de cierto— es una bella joven, acaso la más bella del mundo, hija de un poderoso y déspota —como todos los poderosos— empresario minero boliviano de la primera mitad del siglo pasado, cuya fortuna podría compararse con la del magnate orureño Antenor Patiño. Una mañana, Pedro García —mulato de casi dos metros de estatura, minero empleado del cacique— llama a la puerta de la mansión familiar con un asunto que, afirma, es cuestión de vida o muerte. Don Evaristo Equis o Guerra o Krieg, el padre de Catalina, lo atiende de mala gana. El minero desea casarse con su hija, quien a la sazón contaba con 16 años, de la que ha quedado prendado con solo verla. Enfurecido y estupefacto, el patriarca corre al trabajador de su casa y, de manera inmediata, manda hacer los arreglos para que su hija, su esposa y él realicen un largo viaje por Europa, aventura que para Catalina será fundamentalmente, como toda travesía, un largo viaje de regreso. La joven conquistará París, se casará con un aristócrata francés, vivirá un enamoramiento en medio de la Guerra, sostendrá un relación clandestina con Albert Camus y al cabo de todo una vida retornará a Cochabamba para reencontrarse, más que con el terruño, con su infancia o su origen, y regalarnos el relato de su pequeña gran odisea.

La historia acaricia los límites de lo fantástico sin llegar a convertirse en un relato de esta naturaleza. El poeta es un fingidor —lo sabemos— y los lectores hemos de creerle. En Cochabamba este fingimiento es puesto en escena y, de hecho, constituye la mitad del relato. Todo libro que habla sobre su propia confección, como este, nos arroja a esa cuestión, hace de la escritura y de la lectura un problema, les roba su inocencia primera pero, al mismo tiempo, suele restaurarles lo que tienen de fundamental o de primigenio. Jorge F. Hernández nos coloca frente a las vicisitudes del arte de narrar como una actividad que adquiere vida propia. El relato que leemos no es sino una de tantas versiones y probablemente ni siquiera la definitiva; eso ni el autor lo puede saber: nos ha dejado claro que la anécdota —forma literaria del chisme o testimonio— posee voluntad propia, se manifiesta a través de distintas voces, se ve aderezada por sus eventuales escuchas, busca interviniendo en la realidad encontrar un mejor y más tierno final que el cualquier imaginación hubiese podido darle. Sabemos que el autor demoró más de dos décadas en escribir la novela, pero tal vez aquello no fue demora sino el tiempo que la historia necesitaba para madurar, para completarse, para adquirir la altura necesaria para ser escrita, como una niña que espera largamente un verano tras otro hasta que alcanza la medida de una flecha roja o de una mano de cartón que le indica que finalmente puede subir a la montaña rusa.

“Jorge F. Hernández nos coloca frente a las vicisitudes del arte de narrar como una actividad que adquiere vida propia”. 

Pantagruélico, el pequeño gigante, es narrado originalmente en una juerga de tres días, mitad alcohólica, mitad abstemia, entre desayunos, comidas y cenas encadenadas, de toda clase de manjares de la cocina mexicana: huevos rancheros, chongos zamoranos, huachinango a la veracruzana, como si el cuento necesitara comer y beber a raudales para transformarse en novela. En algún momento uno tiene la impresión de que ese relato vampírico se alimenta de sus narradores, desvelados, incansables, ebrios de alcohol o de insomnio, para hacerse él mismo de un cuerpo.Quienes leemos la novela nos quedamos con la sensación de que lo contado nos ha sido narrado muchas veces y, sin embargo, respiramos un aire de vitalidad gracias a que ese viejo relato es enmarcado por la historia de su propia concepción, llevándonos a compartir el asombro no tanto de los hechos, sino de la forma en que han llegado a nuestro narrador y finalmente a nosotros mismos. EP

DOPSA, S.A. DE C.V