Artes en el exterior de la república (2)

Los días de la Semana del Arte transcurren aceleradamente. En esta crónica, Luis F. Muñoz narra los eventos y eventualidades que le ocurrieron desde su llegada a la Ciudad de México.

Texto de 31/03/25

Los días de la Semana del Arte transcurren aceleradamente. En esta crónica, Luis F. Muñoz narra los eventos y eventualidades que le ocurrieron desde su llegada a la Ciudad de México.

Lee aquí la primera entrega de esta crónica.

Aporreado por dormir en el autobús —como a mí me gusta, según yo, para no perder medio día en un traslado—, me despierto por Vallejo, pero termino de abrir los ojos cuando prenden las luces del camión al llegar a la Central de autobuses del norte. Con el vehículo todavía en movimiento, bajo mi mochila del compartimento para salir volando en cuanto abran la puerta y no hacer fila con el maletero. 

Maletas en mano, cruzo la puerta de bienvenida, lamentando que el letrero ya no diga “al Distrito Federal” después de “Bienvenido”. Dejo mi equipaje y duermo un rato en casa de mis papás. La casa está vacía. Me meto a bañar y salgo a la calle de nuevo. Voy a buscar a una amiga para entregarle unas prendas que un amigo, diseñador de modas zapopano, me encargó. Es su cumpleaños, así que la acompaño a su celebración: un día de campo en Chapultepec, en los jardines alrededor del Museo Tamayo. Entre los asistentes hay una gran variedad de figuras de la escena cultural capitalina, en su mayoría del campo de la moda. Comentan sobre algunas exposiciones que me interesa visitar. Me pego al grupo y visito dos galerías, una en el borde oriental de la colonia Juárez, donde exhiben las nuevas obras de un artista local del que soy gran admirador. Mi visita es exprés. 

Posteriormente, propongo que nos traslademos a una galería cercana, hacia el metro Balderas, ya en la zona del Centro Histórico. Saludo a varias personas y, a mitad de la conversación, recibo un mensaje de mis empleadores. Para rematar mi tontada del traslado la noche anterior, pensé por estupidez mía que ese día no me requerirían en el espacio donde estábamos montando la muestra a exhibir en la Ciudad de México. 

Una galería, otros dos o tres proyectos, los artistas tapatíos que poseen notoriedad fuera de Guadalajara y nosotros somos quienes hacemos las dos semanas del arte de corrido. Se nos nota en las ojeras. Y, por supuesto, están los entes que no solo hacen esas dos, sino que además rematan con Frieze, en Los Ángeles. Existen también los que trabajan con infraestructuras internacionales, que les exigen pasar de feria en feria por todo el mundo, todo el año. Esos, sin embargo, ya son seres metahumanos.

Resulta que sí me requerían. Ya voy hora y media tarde. Afortunadamente, no es hora pico, así que después de un traslado en metro para recoger mi mochila del trabajo y otro de regreso en metrobús, llego con dos horas de retraso al lugar. Inmediatamente me pongo a trabajar en actualizaciones de los catálogos, a preparar documentos y a visitar el Sumesa de la colonia Roma Norte para comprar insumos, desde cervezas y bebidas hasta velas y toallas desinfectantes. 

La verdad es que me siento tan idiota por haber llegado tarde sin una razón maliciosa, que ni siquiera me molesta la gran cantidad de personas que hablan inglés en la calle mientras camino a La Europea para conseguir unos caballitos de tequila y un Cascahuín que me encargaron. 

Al salir del trabajo, me muevo hacia una subasta en la que participo con una obra. La organiza un despacho de arquitectos loquísimos; la selección estaba conformada por piezas de hijos de vecino, como yo, hasta muralistas mexicanos (en sentido literal). Como la entrada es imposible, encamino hacia otra locura de los arquitectos: un espacio al que, hace tiempo, nos invitaron a algunos artistas para hacer una intervención permanente. Para mi fortuna, ese espacio se ve desde la calle; alcanzo a tomarle foto y me retiro en cuanto me reúno con quienes fui a Chapultepec más temprano ese día. 

La semana del arte consiste en brincar entre varios charcos. Más tarde, asistimos a un evento después de la inauguración de la exposición en la colonia Juárez. La cumpleañera me presenta al artista de la muestra. Me encuentro con otros amigos, quienes me presentan a unos muy buenos contactos. Me proponen ir a otra fiesta. Acepto. No hablaré en esta ocasión de mis motivaciones para asistir. Debido al numeroso grupo de personas invitadas, me ofrezco a viajar en la cajuela de la camioneta en la que nos trasladamos. Solo dos elementos del grupo logran entrar a la fiesta. Nos dicen que esperemos. Salen unos minutos después diciendo que la fiesta está aburrida y, por fin, me voy a dormir. No todos los charcos son interesantes. 

El martes salgo disparado de la cama y me presento una hora antes de lo acordado con mis empleadores, en parte por culpa y en parte porque, la verdad, tenía mucha carga de trabajo que resolver. Me encargan otros mandados. Entro y salgo de la galería. La cantidad de mensajes invitándome a eventos se quintuplica. En este caso, ni aunque tuviera mis días libres podría asistir a tanta cosa. 

Acá la organización no es lo que causa confusión, sino la cantidad de cosas pasando: nadie se molesta en la pretensión de consolidar una agenda que intente cubrir ni siquiera la mitad de lo que sucede esta semana. Afortunadamente, tengo un empleo, así que mi respuesta siempre es la misma: «Híjole, voy a hacer el intento, si salgo temprano me lanzo». Claro que me lanzo, pero a dormir. 

Foto: Luis F. Muñoz

Entre mis tareas, tengo que cuadrar un sistema de sonido, unos micrófonos y unos atriles para una lectura de poesía. A pesar de ser oriundo de esta ciudad, mis contactos son muy reducidos comparados con los que he reunido desde 2018 en Guadalajara. No confío del todo en estos prestadores de servicio, pues sus mensajes son muy animosos e incluyen frases como “sé exactamente lo que necesitas”. Les digo que mi evento es a las 6:00 pm y ellos me dicen que llegan a las 4:00 pm para hacer prueba de sonido, con lo cual concuerdo. Es el día de la inauguración. La gente comienza a llegar. El concepto de nuestro evento es que hay arte, café y comida (estos muy bien delimitados entre sí), pero solo puedes pagar por el arte, los consumibles corren a cuenta de la casa. Muchos de los asistentes se sorprenden al pedir la cuenta y enterarse de que no tienen que pagar por sus cafés, sándwiches y cervezas. 

Llegan los renteros del sonido y, desde un principio, todo está mal. El que parece ser el mero mero me da un abrazo y me dice «Muchísimo gusto conocerte finalmente, mi hermano del alma»; me abraza sin mi consentimiento y se toma una selfie conmigo, con mucho menos consentimiento de mi parte, la cual me manda por mensaje al celular. Su ayudante es mucho menos invasivo, pero no por eso más competente. Traen una cantidad de equipo exagerada para el tamaño del evento que les describí en mi mensaje. Hacen una prueba de sonido brevísima y se van. 

Se acercan las 6:00 pm. Le escribo al mero mero preguntándole dónde están, porque el evento estaba por comenzar. Me responden que acordamos a las 7:00 pm. Bastó con enviarles una captura de pantalla mostrando la verdadera hora pactada para que contestaran que vienen para acá. Llegan a las 5:59 pm. El poeta y un músico que lo acompaña están en sus puestos. 

El espacio está abarrotado. Comienza la presentación, pero el sonido de la bocina se corta. Vuelven a empezar. El poeta lee otro par de versos. Nuevamente se interrumpe por la interferencia en el audio. Un amigo que se encuentra al lado mío me dice al oído «Noma, un amigo contrató a esos dones del sonido para un evento y estaban bien pendejos». Estoy jodido. Empieza la lectura una vez más. El escritor ya no se detiene, a pesar de los tronidos y la muy mala calidad del sonido que emite el parlante. Mis jefes le reclaman al del sonido y, finalmente, me acerco para preguntarle qué fregados pasa. 

El resto de la presentación se lleva a cabo con el sujeto incompetente sosteniendo el cable de la bocina como si tuviera un corto, yo regañándolo en voz baja, él respondiéndome tonterías en voz no tan baja y yo regañándolo de nuevo para que bajara la voz. La segunda mitad de la presentación transcurre relativamente mejor. Tanto el músico como el poeta logran retener la atención del público, mientras yo me bronqueo en los márgenes del escenario, aunque aún dentro del campo visual del público. Otra méndiga embarrada de mi parte. Los intérpretes concluyen y se escucha un fuerte aplauso.

Luego de la presentación, los asistentes disfrutan platicando, bebiendo y algunos fumando en el exterior, al tiempo que yo me peleo con el mero mero por mensaje y con el achichincle en persona. Le digo que me tiene que hacer un reembolso, que no se puede ir hasta que me devuelva el dinero. Esquivando a la gente que la está pasando bien, persigo al sujeto exigiendo el dinero de vuelta, cuando veo que este comienza a subir el equipo a un auto. Después de empujones, amagos de ir por la policía y amenazas, por mi parte, de reventarle el hocico, me soltó mil pesos. Me siento derrotado. Pero más derrotado por la pinche selfie robada.

Foto: Luis F. Muñoz

Hoy, miércoles, hay otro evento en nuestro espacio, presidido por una buena amiga, directora de la sede mexicana de una galería de Nueva York. Compartimos gustos artísticos, musicales y hemos colaborado antes. La gente viene a saludar, se queda un rato, algunos abren su laptop, cargan un libro, incluso hay quienes se acomodan para trabajar por varias horas. Paso el resto del día corrigiendo documentos y catálogos. Finalmente llegan mi amiga y la DJ que ameniza con una mezcla de géneros que va desde el Reggaeton hasta el Jersey Club, Jazz, Funk y remixes de canciones de todos los géneros anteriores. De nuevo hay mucha asistencia, pero esta multitud es muy distinta a la del día anterior. En cuanto termina mi turno me lanzo a dormir. La verdad es que ya traigo cargando el cansancio de dos semanas y media. 

Es jueves. El día transcurre de forma similar: entre trabajar documentos en la computadora, platicar un poco con algún conocido, correr a la tienda por un mandado, escuchar elogios de tal expo, pestes de esta otra, maravillas de tal evento y desgracias de aquel. Otro evento se lleva a cabo y, afortunadamente, todo sale bien. 

«Luis, lánzate si quieres a ver tales y cuales ferias», me dice mi jefe hoy, viernes. Como tengo tiempo limitado, me pido un coche y emprendo el recorrido desde la colonia Roma hasta la Juárez. Por alguna razón, para uno de los eventos, en el que nunca he participado, tengo VIP y, para el otro, para el cual pagué por participar con mi difunta galería unos años antes, no tengo ni un pase de cortesía para un día. Probablemente porque la venta de entradas es lo que hace un evento rentable al segundo. Decido ir primero a la que tengo pase preferencial (y la cual tiene medidas mucho menos estrictas contra los colados que no vamos a comprar piezas). 

Corro a través de los pisos y me detengo en una galería peruana, pues pasé unos meses en Lima el año antes de que me ofrecieran el empleo en Guadalajara. Saludo a los amigos que me encuentro de galerías locales y a la artista colombiana cuyo rótulo se montó con una pequeña aportación mía en Jalisco, la semana pasada, en el proyecto autogestivo de mis amigos tapatíos. Saludo al resto de artistas colombianos que vinieron, a quienes conocí en una residencia por allá en el 2023. Me encuentro también con un amigo artista mexicano que vive en Holanda y tiene un espacio autogestivo en Amsterdam; el compa se encuentra exponiendo en una galería local que también es parte de la feria. 

Intento que todas las conversaciones sean lo más cortas posibles para que no se me haga tarde (tarea complicadísima para mi platicadora personalidad). Me detengo en algunas ocasiones para preguntar el nombre de los autores de algunas piezas interesantes en una galería de Perú y en otra de Canadá. Afortunadamente son solo dos pisos. Salgo corriendo en cuanto termino de recorrer la zona de exhibición. Camino frente al Café la Habana y cruzo la intersección del Reloj chino de Bucareli para llegar a la otra feria, donde me voy a encontrar con el mismo grupo con el que fui a Chapultepec al inicio de la semana. A pesar de que les mandé mensajes a mis contactos que participan en el evento, nadie pudo ayudarme a entrar sin pagar. 

De repente, le escribo a un galerista venezolano que acabo de conocer, cuya galería, fundada recientemente en un pequeño sótano de Nueva York, apareció mencionada junto con el proyecto de mis amigos de Guadalajara en un medio de prensa de arte de Reino Unido. Mientras que el resto del grupo hace fila para pagar su boleto como buenos entusiastas del arte, cívicos y educados, mi amiga se queda conmigo en actitud solidaria, acto que intentaba retribuir metiéndola sin pagar. 

El galerista sale y me dice «Vamos a aplicar la venezolana» —que bien pudo haber sido la mexicana—, saca una pulsera de expositor bastante deshilachada y me pregunta «¿A quién meto primero?»; le contesto que ella, le pone la pulsera y se meten. Pasan unos minutos y me pregunto si la misión de infiltración se ha completado de forma exitosa.

Después de saludar a algunos conocidos en la calle, al fin sale la mente maestra detrás de la operación y procede a colarme. Ya dentro, me doy cuenta de que me quedan 20 minutos y mucha gente por saludar. En realidad no alcanzo a prestarle la atención necesaria a ninguna pieza de ningún artista en ningún espacio, pero aparentemente en el mundo del arte el mero acto de saludar garantiza ciertas deferencias de la banda hacia la banda, cuestión que algún día me gustaría desarrollar más a detalle para explicar una teoría empírica sobre cómo la centralización de las actividades artísticas en este país tiene que ver con las complicaciones económicas y temporales de tomar un méndigo camión o un avión para ir a decir «hola». Pero ya me tardé mucho en volver a mi estación de trabajo. Corro a través de los pasillos y cuartos de techos altos de la casona porfiriana en la que se lleva a cabo el evento, me detengo en pocos lugares y en 15 minutos estoy sobre la calle de Abraham González pidiendo una unidad que me lleve de regreso al trabajo.

El resto del día en mi espacio laboral transcurre de manera tranquila. Gente va, gente viene, trabajo documentos en la computadora y, finalmente, llegan los editores de un libro publicado recientemente donde incluyeron un ensayo mío. Es la primera vez que me incluyen en algo impreso. Al mismo tiempo, por casualidad, llegan un excompañero de estudio —que conozco por ser pintor, pero que en paralelo es un gran escritor— y otro amigo artista de Puerto Rico que tuvo un proyecto editorial en la isla; los presento a todos y se arma una buena conversación e intercambio de contactos. 

Hoy tengo un poco más de urgencia por salir que los demás, pues se inaugura la exposición de un artista venezolano-estadounidense que me gusta mucho. La obra de dicho artista ha influido en mi propio trabajo y la muestra se lleva a cabo en la galería neoyorquina en la que trabaja la amiga que organizó un evento en nuestro espacio el día martes. Por fin salgo con mi mochila Garcis de fútbol de los noventa que uso como “portafolio” para no parecer un estudiante de 30 años cargándola sobre mi espalda por todos lados. Llego por fin a la inauguración y logro hablar con el artista. Paso unos minutos conversando con artistas extranjeras que están viviendo en Guadalajara por una residencia y andan de visita en la Ciudad de México. Me despido y me retiro para descansar.

El sábado, con una mano juego cartas con los chicos del colectivo tapatío, vienen diario a sabiendas de que la comida es gratis; con la otra, trabajo en la laptop actualizando los catálogos que se requieren. Salgo de trabajar y acompaño a mi amiga, con quien me colé a la feria el día anterior, a una fiesta. Hay una cocina-sala-comedor en la que jóvenes vestidos acorde al zeitgeist de la “generación Z” bailan y reproducen canciones aceleradas, abarcando géneros musicales que van del hyperpop, al funk carioca. En dicha celebración me encuentro con un muy joven amigo artista, español-guanajuatense. Tomamos jugo de arándano con agua mineral y discutimos sobre teología judeocristiana en el balcón con vista a los edificios de paseo de la Reforma. 

Foto: Luis F. Muñoz

«¿Vas a ir a la feriesota?», me pregunta mi compañera de trabajo, quien además es una buena amiga de una de mis carreras truncas (ella sí dice el nombre de la feria, que acá omito). «Nel, la neta qué hueva ir hasta allá, además lo único que me late ver ahí son libros y ya ni tengo feria», le contesto, exprimido monetariamente por una semana en mi natal Ciudad de México. Es domingo y llegamos bien temprano a supervisar el desmontaje. Nosotros no tenemos que hacer nada, en teoría. «Es para que vayas agarrando la onda y viendo cómo es esto del desmontaje», me explica. Probablemente ya se han comentado mis errores de la semana entre mis superiores, pues ya me había tocado supervisar —y ver cómo estaba la onda— con la recogida de la exposición pasada que nos chutamos en Guadalajara hace dos semanas. 

Se me revuelve la panza, siento frío en la piel y comienza a darme ansiedad. La empresa transportista de arte solo se hace cargo de, evidentemente, mover el arte, así que mi compañera y yo pedimos un coche para trasladar el resto de los bultos a casa de nuestro patrón. «Nos vemos pronto en Guadalajara, gracias por todo», me dice y nos abrazamos. Esta interacción me deja mucho mejor sabor de boca. 

Finalmente libre, me encuentro en Polanco, caminando sin rumbo mientras escucho música en mis audífonos. Una amiga de Monterrey me manda un mensaje preguntando si quiero ir a la feria (en la que sí tengo pase VIP). Tengo tiempo libre y podría darme una vuelta para ver con más calmita. Le contesto que la veo en el Café la Habana y emprendo el rumbo desde Masaryk hasta Reforma y la avenida Morelos. Entramos ambos a la feria y, aunque no traigo prisa, la recorremos casi igual de rápido, cada quien saludando por su lado a sus respectivos conocidos. 

Nos detenemos por fin en el espacio del amigo artista de Tijuana que nos presentó hace algunos años y platicamos un rato con él, dando un paso atrás cada que un potencial cliente se le acerca a preguntar, para no cebarle las ventas. Camino a dejar a la amiga regia en la Roma, me llega un mensaje de mi jefe preguntándome dónde ando, que me quede en un lugar fijo y le mande mi ubicación. ​​«Es que quiero mandarte un regalito», agrega. 

Unos minutos después llega un coche que pregunta mi nombre y me entrega una camiseta blanca deportiva de una marca muy famosa en colaboración con una artista representada por nuestra galería y de la que soy un gran admirador. Al chile casi se me sale una lágrima. Feliz y orgulloso con mi nuevo jersey me dispongo a hacerme güey por la colonia un rato, ya totalmente libre. Por supuesto, no utilizaré ese tiempo para ver más arte que el anime que me enseña mi amiga, la cumpleañera de Chapultepec y cómplice de infiltración de la semana, con quien me encuentro más tarde el mismo día.

«La neta quiero ir al sur, aprovechando que hoy no chambeo, y me voy hasta las 12:00 de la noche», le digo a mi amiga. Así, vamos rumbo a San Ángel para olvidarme un rato del cinturón Juárez-Roma-Condesa. Recuerdo que mi abuelo traía sus pinturas desde Tlalnepantla de Baz, todos los sábados, para vender en el jardín de San Jacinto; por esa razón conozco la zona y, aunque puede ser muy pomposa y señorial, me gusta mucho. 

Vamos a ver la cruz atrial del Exconvento de San Jacinto, probablemente una de mis esculturas favoritas de la historia del arte. Pasamos por la Casa del Risco, testigo de la primera de muchas invasiones estadounidenses a nuestro país. Intentamos entrar, pero está cerrada porque es lunes. Luego vamos a comer flautas al mercado e intentamos buscar “el foco al aire”, pero al no encontrarlo, comemos en las primeras que encontramos. Por alguna razón, aunque los tapatíos aman la comida remojada, es tarea difícil encontrar flautas ahogadas en Guadalajara, así que aprovecho y me pido unas de pollo en salsa verde.

Después caminamos por Chimalistac y le digo de que ahí empieza Santa, novela de Federico Gamboa (le cuento la trama hasta la parte cuando la trasladan al centro, al mero principio, porque nunca terminé de leerlo en la preparatoria). Luego, cruzando avenida Universidad, donde empieza Francisco Sosa, le enseño el ángulo desde el que Eugenio Landesio pintó “El Puente de San Antonio en el camino de San Ángel junto a Panzacola” en 1855. Saco mi celular y pongo la imagen desde el buscador para que compruebe que, efectivamente, ahí siguen el Ajusco y el río Magdalena. 

Luego visitamos la última casa de Octavio Paz, actualmente conocida como la Fonoteca Nacional. Como le encanta el barroco, quería que viera los jardines y la finca, que datan del siglo XVIII. Caminamos por todo Francisco Sosa hasta el centro de Coyoacán, donde nos compra una nieve, y regresamos a la Roma Sur en un camión de la ruta 1, de los que van a la Torre Pemex desde Acoxpa, pues la semana del arte ya me había dejado bien desplumado. En el camión, ella no despega los ojos de un tomo suelto de las obras completas de Salvador Novo que saca de su bolsa. Yo vengo leyendo unas crónicas de Guillermo Prieto. Finalmente me retiro a hacer mis maletas, nos despedimos y parto hacia la Central de autobuses del norte.

La señorita del mostrador es bastante déspota, más aún comparada con su compañera de la terminal tapatía, quien no solamente me repuso el boleto del camión que perdí, sino que canjeó mi boleto de compra impulsiva por un pasaje abierto para poder volver. Azota las cosas, me avienta mi identificación, hace jetas, habla por un teléfono, se acerca al escritorio de la supervisora y, finalmente, me dice «Asientos disponibles en verde». Escojo el asiento 1, otra vez. Me hago tonto en la terminal otro rato, pues llegué con anticipación por si había algún inconveniente con la transacción del boleto. Finalmente me subo al camión. Arranca y toma la Avenida de los 100 metros rumbo al Estado de México. Me volteo y preparo para dormir cuando vamos por Tenayuca. EP

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