
Muchas cosas se han dicho de la Semana del Arte. En esta crónica se dicen otras tantas, pero desde la mirada de un joven artista chilango que se mudó a Guadalajara para hackear los circuitos tradicionales del arte contemporáneo.
Muchas cosas se han dicho de la Semana del Arte. En esta crónica se dicen otras tantas, pero desde la mirada de un joven artista chilango que se mudó a Guadalajara para hackear los circuitos tradicionales del arte contemporáneo.
Texto de Luis F. Muñoz 25/02/25
Muchas cosas se han dicho de la Semana del Arte. En esta crónica se dicen otras tantas, pero desde la mirada de un joven artista chilango que se mudó a Guadalajara para hackear los circuitos tradicionales del arte contemporáneo.
—Va a tener que pedir un camión pa’ que recoja el cascajo y voy a ocupar trabajar dos días más, porque no tengo quien me ayude —me comenta José, el todólogo que nos ayuda en la sede tapatía de la galería internacional en la que trabajo. Yo curé la muestra que ahora hay que desinstalar. Es la primera vez en mi carrera que se me otorga presupuesto para museografía mayor a dos mil pesos y las manos de mis amigos, y ahora sé que el dinero no es el único obstáculo para proponer un montaje complejo. El desmadre es toda la recogida que toca hacer para montar la siguiente exposición. Tenemos que despejar el espacio para la muestra que sigue, todavía hay tiempo. Faltan dos semanas para la semana del arte de la Ciudad de México y nomás una para la de Guadalajara.
Soy capitalino, pero más de la mitad de mi breve experiencia en el campo del arte contemporáneo la he obtenido de realizar exposiciones con recursos limitados en Guadalajara, Jalisco. La primera cosa por la que decidí quedarme en la Perla de Occidente, después del fin de la relación amorosa que me trajo a la Ciudad de las Rosas, fue una lectura mañosa de la historiografía del arte local. Después de una carrera trunca en Historia del Arte, en un momento de subdesarrollo del lóbulo frontal, llegué a pensar que si uno no nace con los privilegios socioeconómicos y genealógicos que este campo requiere, una lectura pragmática y supersticiosa de la historia del arte local puede ser de mucha ayuda. Por ejemplo, mientras que los relatos de la vida de Gabriel Orozco me hicieron pensar que abrir una galería con mis compas sería buena idea, los de la vida de Guillermo Santamarina me hicieron pensar que un defeño en Guadalajara podía hacer muchas cosas más. ¿Por qué? Pues porque Guillermo Santamarina vino a Guadalajara y de la mano de tapatíos ilustres como Carlos Ashida, Aurelio López Rocha y numerosos artistas que no alcanzaría a nombrar aquí llevó a cabo una serie de acciones que detonaron una reacción en cadena cuyas repercusiones son parte del desarrollo del arte contemporáneo nacional. Existe una documentación relativamente limitada sobre el desarrollo del arte contemporáneo en Guadalajara, en comparación con la de la capital, en la que hay libros blancos, verdes, azules y hasta rosas sobre la banda que hemos visto en galerías durante las últimas dos décadas. En Guadalajara nomás hay uno naranja y uno morado (porque el verde es sobre la primera mitad del siglo XX). Lo demás lo he aprendido en forma de anécdotas, recuerdos e historias que he leído en el Sanborns en revistas de arte internacional de los años noventa.
La dirección de la galería en la que trabajo me la otorgaron apenas hace un par de meses, así que mi visión es todavía la de un semi-outsider sin media training. Antes de esto, tuve una pequeña galería que quebró; en realidad era un espacio de exposiciones informal con una identidad visual bonita que se hacía llamar “galería” para hacer explícito que vendíamos lo que exponíamos y que el tipo de obras que nos interesaba producir estaba a muchos FONCAs de distancia de poder recibir algún tipo de subsidio o beca-de-culpa extranjera. No es que fuéramos cínicos, nomás la bronca fue que la mayoría de los que nos juntamos para el proyecto habíamos crecido escuchando Hip-hop y ahora corridos tumbados, a diferencia de nuestros antepasados, que escuchaban a The Clash y Pink Floyd, y, como diría Jorge Ibargüengoitia, “leían a Carlos Fuentes”. Como el grueso de la fuerza laboral artística, trabajé con tres pesos y ninguna garantía después del cierre de mi galería; tuve un par de estudios, vendí unas pocas piezas, seguí organizando exposiciones sin remuneración y, después de un par de años, conseguí mi primer empleo fijo en este campo, pues empleos fijos había tenido antes como mesero, mensajero de a pie y vendedor en una tienda de los ahora ilegales vapes. Actualmente tengo un ingreso fijo, un escritorio, una silla muy cómoda y trabajo para un programa expositivo bastante bueno, por lo que no tengo que fingir que me gusta solo porque me pagan.
“Como el grueso de la fuerza laboral artística, trabajé con tres pesos y ninguna garantía después del cierre de mi galería”
Antes de que llegara José, experto constructor, pintor y resanador, compré una resistencia para calentar agua en una cubeta. Mis intenciones eran probar la eficiencia de emplear agua tibia y una espátula de plástico para retirar una obra que consistía en un poema impreso en hojas tamaño tabloide pegadas a la pared con engrudo. Esta obra, de un importante artista sueco, cubría toda la fachada. Después de un par de horas retirando los pedazos de papel y colocándolos en otra cubeta sobre la banqueta, terminé la parte baja del frente del edificio. —Pídete dos tramos de andamio y nomás un tablón —me comenta José, y con eso fue suficiente para retirar el resto de la pieza e incluso realizar ajustes en la instalación lumínica del interior y resanar partes altas del espacio. El equipo de Ciudad de México llega al día siguiente, una empresa de logística y montaje de artes, junto con la encargada de producción de la galería. Después de descolgar, catalogar y embalar todas las obras durante dos días, José regresa con herramientas para restaurar un vano que habíamos tapado para hacer una sala de proyección en el espacio donde anteriormente se encontraba nuestra sala de proyectos. También derriba los volúmenes de tablarroca que se habían construido para sostener piezas en la muestra pasada.
Para una pieza de la siguiente muestra, tengo que conseguir varias cosas alrededor de la ciudad: un espejo, un taller de corte que me recomendó mi compañera de la galería, alguien que lo pueda esmerilar y una persona que lo pegue en el marco de una pintura. Para empezar, camino desde la galería en la colonia Santa Teresita hasta una vidriería a unas 10 cuadras. Las calles en esta zona son muy cortas, las casas bajitas y hay pocos árboles. El movimiento de galerías a esta zona comenzó hace relativamente pocos años, pero estudios de artistas han habido por acá desde hace mucho. Primero una galería de la colonia Ladrón de Guevara se movió a una exfábrica pequeña al oriente del barrio, pegado a la Avenida Federalismo, después otra galería localizada en Andares, cerca de la clientela pero lejos de los artistas, se movió a la zona centro-poniente y, paulatinamente, cafés, hoteles boutique y otros negocios de giros similares comenzaron a avanzar hacia el norte, hacia estos rumbos desde la colonia Americana.
Compro dos espejos en Aluminio y Vidrio Centenario en la calle de Garibaldi y pido un coche de plataforma desde el celular hacia las faldas del Cerro del Colli, un volcán inactivo en Zapopan, al sur del estadio donde juegan las Chivas, el cual le da su nombre a varias colonias del surponiente de la zona metropolitana. Después de cruzar media ciudad, regreso a mi espacio de trabajo, es la hora de cierre de la galería. Todo el sector artístico se encuentra movilizado por los preparativos de la semana artística de Guadalajara, la cual ya no se puede llamar pre-cierta-feria-de-arte-en-Ciudad-de-México. Museos de arte, galerías, espacios colectivos, estudios de artistas y demás abren sus puertas para recibir a los visitantes de fuera. La principal diferencia entre dicho evento y la semana del arte de la capital del país es el hecho de que acá no existe como tal una feria de arte alrededor de la cual se celebren las actividades. Se podría decir que lo que en Ciudad de México se consideran acontecimientos paralelos a las ferias, en Guadalajara son el evento en sí.
—¿Oye, vas a ir a la cena de fulano de tal?, —¿Vas a ir a la presentación de tal cosa en tal espacio?, —Ojalá puedas caerle a la inauguración, vamos a estar hasta tal hora —leo en diferentes mensajes en mi celular. Hace unos años, la empresa que le lleva la publicidad a una marca de tequila, cuyos vasos de plástico habitan las bodegas de todo espacio expositivo de la ciudad, intentó consolidar un itinerario con los proyectos de la ciudad que, por lo menos y a diferencia de otros actores locales, no se reducía a las mismas tres cosas de la oferta cultural local. Luego, otra iniciativa con identidad visual buenaondita y cuyas prácticas son más cercanas a la especulación inmobiliaria que a la difusión cultural (y cuyo directorio de cafés es el mejor de la ciudad) también hizo su propia agenda cultural. Después, múltiples iniciativas comenzaron a hacer sus propias iniciativas de rutas y directorios de proyectos. Este año, una afamada editorial internacional se unió a la iniciativa haciendo otra lista más, pero usando el nombre de la anterior, invirtiendo el orden de las palabras del título. La más pequeña de estas listas apareció en 2022 y consistía en fotocopias arrugadas en blanco y negro, con a penas tres o cuatro paradas escogidas de manera semiarbitraria. La regalaba un grupo de veintipocoañeros que terminó convirtiéndose en el proyecto jóven más relevante de la ciudad para 2025. Al cabo de dos años, pasaron de ser un grupo de tres estudiantes que hacían itinerarios en fotocopias, coleccionaban hojas de sala y organizaban fiestas con música acelerada —que los mayores de 25 estamos en el borde de no entender— a convertirse en más de veinte adultos jóvenes repartidos entre Ciudad de México y Guadalajara, exponer en el Museo Tamayo y a repartir colectivamente la renta de un viejo primer piso frente al Templo del Refugio, saliendo del tren ligero en la Calzada del Federalismo. Precisamente hacia allá decido caminar saliendo del trabajo.
El colectivo se encuentra batallando para juntar el dinero para un rótulo de 2 x 8 metros, el cual dirá la palabra “Triste” en la tipografía del logo de una afamada marca de tablarroca. Su muestra para la Semana del Arte será una colectiva de artistas colombianos. La están realizando en colaboración con una residencia artística colombiana, la cual aloja a artistas extranjeros en Bogotá y en una finca en el departamento de Boyacá.
—La neta yo les puedo poner unos milquina si me aguantan a la quincena —le digo al grupo de artistas. La quincena cae en jueves, el punto climático de la semana, además de ser el día en que inauguramos exposiciones en mi trabajo.
El ambiente en el espacio de esta joven agrupación es agitado: después de múltiples episodios agridulces, ahora resuelven sus montajes con anticipación, cosa rara en el mundo emergente. Debo ver dos montajes paralelos, el nuestro, dentro de una galería establecida, y el de dicho colectivo. Nos reunimos en las tardes para preguntarnos cómo vamos. Me toca venir hasta el domingo, pues la galería debe quedar prístina para comenzar el montaje el martes. El lunes acompaño a mis amigos a comer con el artista colombiano, quien además de ser fundador del proyecto de residencia, trajo en su maleta el resto de las obras que hacen falta para completar la exposición. Pasaron el fin de semana cambiando la instalación eléctrica del espacio, que anteriormente consistía en una red de cables expuestos, posibilidades de muerte por electrocución y lámparas chinas LED caídas, cubiertas del masking tape blanco que intentó sostenerlas en el techo por unos días.
Cancelé un servicio de choferes por miedo a que no cupieran las maletas en las que la artista transporta algunas de las piezas de la exposición. Me parece más sensato pedir un coche desde mi casa hasta el aeropuerto y luego pagar alguna suburban que nos regrese a la colonia Americana, a los hospedajes de la expositora y su asistente. Como nunca he recogido a alguien que no conozco en una terminal aérea, el día anterior fui , con una emoción que me da pena admitir, a una tienda de artículos de oficina para imprimir en papel opalina el letrero con el nombre de la artista y el logo de la galería que sostuve en la puerta de llegadas. Me despierto a las 5:00 am y salgo rumbo al aeropuerto. El trayecto hasta la carretera a Chapala no me toma más de media hora a pesar de su lejanía con la zona centro. Estoy nervioso, no sé de qué hablaré con una artista sueca que vive en Nueva York y que dirige una galería cuyo programa también admiro . El aeropuerto de Guadalajara está recién remodelado y es muy popular en la red social de los videos cortos verticales. Hace años era común que el estacionamiento estuviera tomado por ejidatarios, con los que aparentemente llegaron a un acuerdo. La verdad es que yo prefiero venirme en camión. Desayuno un croissant desabrido y un café en el área de comidas y finalmente veo en el monitor que arribó el vuelo proveniente del aeropuerto John F. Kennedy. Camino al mostrador de los taxis oficiales del aeropuerto y me dicen que no tienen más que vans o coches sedan. Pienso que más vale que sobre a que falte, así que accedo a la van y mis aspiraciones de escoltar a la artista a una suburban se ven decepcionadas. Mis superiores de la galería me hicieron llegar el contacto de la artista y su asistente, pero quiero verme profesional y no escribirle hasta que ella vea el letrero de cartón con su nombre que sostengo entre mis manos. La artista me sorprende y me saluda justo en el segundo en que mis ojos se encuentran viendo la pantalla del celular y no la puerta de llegadas. Le digo que me permita ayudarla y le quitó una maleta rápidamente. —This way please —digo mientras los dirijo orgulloso hacia la van que nos llevará al corazón de la colonia porfiriana favorita de los tapatíos, la Americana. Me dicen los policías que caminemos a la Puerta 3.
—Oiga, acá traigo mi boletito, ¿dónde nos subimos a la van? —le pregunto a unos trabajadores en la concurrida Puerta 3.
—Ah, no, tiene que caminar a la ‘4’, ahí le asignan su unidad —me contestan.
Caminamos a la Puerta 4. Jalo las maletas.
—Buenos días, acá está mi boletito —le digo a otro trabajador con chaleco fosforescente.
—Ah, joven estos son en la Puerta 3, es para una van ¿verdad? —me responde otro trabajador que está fumando con un grupo de transportistas. Le digo que sí. Saca su radio.
—Sí, una van para la tres, por favor —vocea por el radio.
Finalmente llega la van. Al escuchar a mis espaldas “¡A whole van for us!” siento un orgullo casi ridículo. A través de la ventana de la van se ven casas de la periferia de la ZMG (zona metropolitana de Guadalajara, para los foráneos) y platicamos sobre cualquier cosa. El asistente de Emily me pregunta sobre información local. Yo comento lo usual, que es la segunda ciudad más grande del país, que la fundaron cuatro veces, que acá se firmó la abolición de la esclavitud en la Independencia y, por la ventana, señalo y les muestro un emblema arquitectónico.
—Do you see that alien looking building? That’s the HQ of the Luz del Mundo church.
Cuando me mencionaron que ambos eran admiradores del regional mexicano contemporáneo (léase corridos tumbados) y que les gustaba Peso Pluma, mis miedos de no tener de qué platicar se disiparon por completo. Les comenté que, además de ser uno de los epicentros históricos de la música ranchera en el país, en la actualidad Guadalajara es al corrido lo que Atlanta, Georgia, es al trap. Entendieron la analogía perfectamente.
Mis superiores llegaron desde la Ciudad de México y nos reunimos en la galería con la artista y su asistente. El resto del montaje siguió el mismo proceso de búsqueda de objetos: caminar a la tlapalería, al mercado, al carpintero y pedir coches para mover las cosas de aquí para allá. El desmontaje y la limpieza fueron mucho más laboriosos que los preparativos para la inauguración. El marco de espejo, cuya elaboración requirió recorrer media ciudad, por fin quedó montado y, finalmente, llegó el fotógrafo a tomar el registro de la muestra. Mientras tanto, en el celular, mis amigos me mandaban fotos de los avances de su intervención en la avenida y de la muestra de los artistas colombianos; ellos inauguran el sábado. Sorprendentemente, para mí, todo está listo a tiempo.
La mañana de la inauguración transcurre rodeada de contingencias de último momento, pero sin mayor inconveniente. Cayó mi quincena, así que le transfiero $1,500 a uno de los miembros del colectivo emergente, al que prometí apoyar para su muestra colombo-mexicana. Finalmente, un par de horas antes de la apertura, camino a la barbería más cercana para cortarme el pelo. Rodeado de humo de dudosa procedencia y del rap mexicano que emite una pantalla suspendida por encima del espejo del barbero, comienzo a quedarme dormido. Al terminar mi corte, agarro una bicicleta pública y pedaleo rápidamente por la colonia Santa Tere rumbo al hotel en el que vivo, pues no he encontrado cuarto para rentar. Me cambio y salgo rumbo a la galería. La caminata es muy corta de regreso.
El resto del evento transcurre de forma habitual. Este año, ya sea por falta de coordinación o por solipsismo, todos los proyectos abrieron en fechas y horarios encimados, lo que saturó el jueves de eventos y dejó el viernes sin actividad alguna. Las múltiples agendas culturales no ayudaron necesariamente a mitigar esto. Hay como cuatro cenas, tres comidas y dos desayunos organizados por las mismas personas, a los que incluso los invitados tienen dificultad para saber a cuáles están invitados y a cuáles no. Gracias a estar comprometido con mi trabajo, no tengo que lidiar con el relajo de ir a ver otras exposiciones; y gracias a estar cansado, mi parada final por el resto de la semana será mi cama. Mucha gente viene a ver la muestra y el espacio se llena rápidamente. Saludo a amigos, estudiantes, curadores, curiosos y unos pocos coleccionistas que conozco. Los caza-cocteles no nos conocen aún porque nuestra sede tapatía abrió apenas en 2023. Al final de la apertura, como a las 9:00 pm, mi patrón y su comitiva se trasladan a una cantina del centro para seguir la verbena. Yo me quedo a cerrar y a correr a los últimos curiosos que siguen tomando en el traspatio. Voy a la cantina por un par de horas a tomar agua mineral con limón y, finalmente, llega la bola de artistas jóvenes, junto con mi amigo colombiano, mis amigos tatuadores y otros sujetos misceláneos que se les pegaron en el camino. La artista sueca se sabe un amplio repertorio de canciones mexicanas, desde composiciones de Tomás Méndez hasta Agustín Lara, y sorprende a todos tanto con su voz como con el hecho de que cantó en español. Por ser jueves de karaoke, los asistentes de la cantina cantan desde Antonio Aguilar hasta Valentín Elizalde. Luego bailamos todos quebradita, para cerrar con sello tapatío. Al poco tiempo, salgo a la calle para pedir un carro, me despido de todos los fumadores que se encuentran en la banqueta y me voy a dormir.
El viernes pasa sin mucha actividad. Me quedo con el equipo a cuidar la galería y recibir visitantes todo el día. Salgo y voy a ver la muestra que curó uno de los artistas del colectivo de jóvenes en una casa abandonada, muy cerca de la muestra de artistas colombianos que abre mañana. Hay pinturas muy interesantes que retoman la iconografía y heráldica de Jalisco, las reconfiguran recurriendo a textos y las colocan en escenarios que, en mi opinión, son una metáfora visual de la reinterpretación que sus colaboradores han realizado de la escena local. Me encuentro a dos amigos de treinta y pocos, como yo. Salimos y decidimos ir a cenar al Sanborns que abre 24 horas en Avenida Vallarta.
Ya es sábado. Me dan chance de ir a ver algunas exposiciones. Primero voy a la sede tapatía de una conocida galería española en una de las primeras casas que trazó Luis Barragán. De ahí parto hacia un centro comercial en el sur de la ciudad donde se encuentran exponiendo también mis jóvenes allegados —el ajonjolí de todos los moles—. El centro comercial es gigante. Creo que es de los más grandes de latinoamérica. Camino por instinto a falta de señalética, pero, como alguna vez un colaborador de los dueños del espacio me había ofrecido montar una muestra en unos locales vacíos, intuyo que ahí se debe de estar llevando a cabo el proyecto.
Al llegar al lugar de la intervención me topo con unos volúmenes azules hechos con plásticos reciclados de campos plataneros de Cihuatlán, Jalisco.En sí mismos, son el objeto escultórico más interesante de la semana del arte tapatía. Dichos volúmenes replican la forma de las cabinas que se encontrarían en una feria de arte y albergan la obra de otros proyectos emergentes de la ciudad y de algunas otras partes del país. Veo mi reloj y me doy cuenta de que tengo que salir corriendo porque mi excursión fuera de la galería ya se extendió mucho.
Después de una hora en el tráfico, regreso a supervisar la galería hasta la hora del cierre. Al finalizar la jornada, salgo rumbo a la exposición en el espacio de mis amigos. Desde el templo del Refugio, que cuida la colonia desde el medio del camellón de la Calzada del Federalismo, tomo numerosas fotos de la intervención terminada, la cual corona la salida de la estación del tren ligero con la palabra “TRISTE”, en mayúsculas. Tomo, de igual manera, múltiples fotos de las piezas de mis amigos colombianos que se encuentran exponiendo en el espacio. Algunos de los miembros del proyecto me comentan que están emocionados de ir a la Ciudad de México, pues la célula capitalina de su colectivo, la cual se fundó recientemente a raíz de la mudanza de algunos de sus miembros a la ciudad, está organizando una exposición paralela en el otrora Distrito Federal. El montaje denota un paso adelante hacia la madurez del proyecto. Al salir de la muestra, nos trasladamos a una fiesta organizada por el colectivo, para la cual contrataron a un amigo rapero de Tultitlán, Estado de México, que, ocurría, se había vuelto popular en la red social de los videos cortos hacía unos meses.
Mis superiores partieron ayer en la noche. Hoy, domingo, recibo a unos cuantos visitantes y a un buen amigo de la Ciudad de México que está de visita por 24 horas. Viene a buscarme a la galería y, a la hora del cierre, vamos a comer con otros amigos. No iré a ver nada de arte. Mi tiempo es limitado; tengo que llegar a tomar el camión. Después de ir por unas alitas sobrepreciadas y de arrepentirme por mis gastos de la semana, me dirijo a ver a los chicos del colectivo y a mi amigo colombiano, a quien llevan a un restaurante vegano que toca reggae y dub —que me gusta mucho por su selección musical— para despedirlo. Entre tanta parada me doy cuenta de que tengo que irme en ese momento si quiero llegar a tiempo a mi autobús. Hago mi maleta a última hora como acostumbro y salgo con un margen de apenas 30 minutos para llegar a tiempo. Cuando saco mi boleto en formato pdf en el celular, me doy cuenta de que puse como dirección la parada Plaza del Sol, de donde salen los camiones para la colonia Roma. Sin embargo, mi pasaje dice “Guadalajara – Mexico Norte”, lo que significa que mi camión en realidad sale de la “nueva” central de autobuses —lleva ya 20 años siendo “nueva”—, la cual está hasta Tlaquepaque.
—No, amigo, hasta allá no te puedo llevar, ya voy para mi casa —me dice el conductor cuando le digo que necesito cambiar el destino.
—No pues bájame aquí de una vez —le contesto. El conductor se orilla y me baja en Avenida Chapultepec frente a un banco.
Tengo 20 minutos para llegar. Desesperadamente pido otro coche hacia la terminal correcta. Tarda 10 minutos en llegar el coche, no lo voy a lograr. Transitamos rápidamente por avenida Lázaro Cárdenas mientras compro un boleto para el siguiente camión desde el navegador del celular en medio del pánico.
—Hijo, ve a la ventanilla y que te lo repongan, no ves que así le hicimos la vez que perdimos el camión en Irapuato —me aconseja por el teléfono mi padre cuando le marco para pedirle consejo sobre mi embarrada. Me acerco a la ventanilla y le comento a la señorita que perdí el camión.
—No se preocupe, tengo estos asientos disponibles para el de las 11:59 pm —me comenta del otro lado del mostrador. Escojo el asiento ‘1’, para ver tantito de la carretera en lo que me quedo dormido.
—Oiga, fíjese que no sabía que si perdía el camión me lo reponían, así que compré otro boleto pero como sale en media hora ese camión, el sistema no me deja cambiarlo —le comento a la trabajadora. Me pide mis datos y los del pasaje que compré en un arrebato neurótico. Se aleja del mostrador, habla con un superior, regresa y me entrega un boletito.
—Mire, con este llegue una hora antes de la hora a la que se quiera ir en la Central del Norte y le dice que se lo cambien. Si le dicen que no se puede, le dice que yo le dije que sí.
Entre cajas de cartón, bolsas ajenas y maletas, me hago hueco en una banca y espero una hora, pues ahora llegué temprano para mi nueva salida. Finalmente, anuncian “Zapopan – México Norte”, pues alcancé uno de los que van de pasada. En la fila, me encuentro a una amiga, quien se da cuenta de que no traigo muy buena cara. Me siento por fin en mi lugar correspondiente, con vista panorámica, pues voy en el camión de dos pisos. Espero que la melatonina haga efecto: me quedo dormido cuando vamos pasando por La Barca. EP