Su adorado Tsuru blanco

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Texto de 15/01/20

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Tiempo de lectura: 3 minutos

El Tsuru. Si me esfuerzo en recordar los símbolos del gobierno de López Obrador como gobernante de esta ciudad al inicio del milenio, a mi cabeza no la baña una lluvia de imágenes. Apenas la salpica un goteo.

Pienso un puñado de cosas: el Segundo Piso del Periférico, las conferencias de madrugada que apagaban la salud de mis colegas reporteros del Reforma que cabeceaban agotados a la hora de la comida. También en la negación del político a defender el aborto y cualquier tema que ofendiera a la “familia mexicana”, en el videoescándalo de su operador político que metió a su maletín fajos de billetes y ligas, en el apoyo monetario a los mayores, en la lucha del presidente Fox desde un ridículo desafuero para que su enemigo no se candidateara a la presidencia.

¿Mejoró mucho la vida en la capital entre 2000 y 2005? No lo tengo tan claro, pero lo que sí tengo claro es su Tsuru blanco. 

Cuadrado y chato como una caja de cerillos, simplón, práctico para trasladarse y ya, desprovisto de líneas estilizadas y con asientos rígidos, sin más potencia que sus cuatro cilindros rendidores como Andrés y su andar desgarbado pero resistente, ese autito japonés era un disfraz o un atuendo, como se lo quiera ver, que le servía para muchísimo más que transportarse. Era la demostración motorizada (o lo que “distraídamente” usaba como tal) de que él era uno más. Su conducta política era como ese aparato de 16 válvulas en el que siempre llegaba, sin blof, rendidor, testarudo y algo ruidoso, como el tabasqueño cuando anda inspirado a hablar (siempre).

En un país cuyos políticos machacan en las narices BMW’s, Suburbans y Audis polarizados para marcar territorio y oír satisfechos un “ahhh” de los pobres que los esperan con chanclas sucias en las calles de tierra de Chimalhuacán para oír sus mentiras, Andrés encendía un “ahhh” porque sin escoltas detrás traía un pinche Tsuru, al que podía acceder hasta un obrero (quizá no tanto) en abonos si se partía la madre. Andrés lo sabía: el no glamour tiene glamour y hasta sex appeal. 

Mi hipótesis es que se enamoró de ese Tsuru al que le debe no sólo viajes, sino simpatías y hasta amores eternos (y a la larga, votos) porque fue el primer símbolo que construyó. 

Gracias a ese Tsuru que le dejó enseñanzas, empezó a retacar su vida pública de símbolos. Mientras más chocarreros, mejor. Vivía en su departamentito de Copilco sobre changarros de lonas mugrientas, asumió tragicómicamente en 2006 como “presidente legítimo” en una tarima de juguete, y en sus giras eternas andaba en mangas de camisas (marca Milano, quiero imaginar).

Al asumir como presidente de verdad, esa apuesta se dobló. Come barbacha callejera sobre un mantel de plástico, baja de su coche porque se le ponchó una llanta y dice sonriente “para no perder la costumbre”, acompaña a un ejidatario que hace mover con su caballito un trapiche para hacer jugo de caña y lo elogia (“esta es la auténtica economía popular”), sigue volando apretado en clase turista y, como ayer apuntó Pacasso en Twitter, todo indica que les da de tomar Kool-Aid de cereza -de a tres varitos el sobre- a los gobernadores en Palacio. Y la lista sigue.

Si hiciera todo eso sin necesidad de que la camarita registrara su sencillez y un día alguien nos la revelara, sería aún más conmovedor. Pero no, necesita siempre autograbarse. Una vez y otra y otra, como el galán de Tinder que posa con su moto o la chica que hace rollito la lengua en tanga junto a su inodoro. Por favor: véanme. Ok, galán; ok, chica; ok, Andrés, ya los vimos.

El problema de andar construyendo símbolos, cueste lo que cueste, a veces cuesta muchísimo. Antes de ponerse la banda presidencial juró que vendería el avión de Peña para darle el dinero al pueblo. Hubo aplausos, y ensordecido por las alabanzas el gobierno fue incapaz de ver más allá de la ocurrencia. Pero claro, con el avión de jeque volvía al fructífero símbolo del Tsuru blanco. A su antípoda. A mi Tsuru austero me subo siempre, al avión suntuoso no me subo nunca.

Ya está por cumplir 13 meses de gestión: sólo la estacionada y el mantenimiento en California han costado a México 30 millones de pesos. Y al Boeing 787-8 sigue sin quererlo nadie, aunque ayer se filtrara que en un folleto lo intentan vender como “la aeronave más emblemática del continente”, “pináculo de la aviación empresarial del mundo”,  “orgullo de una nación”. Increíble, ahora resulta que todo eso es para la 4T el avión de Peña, que de regreso en México nos seguirá costando. 

Si la cosa era evitar el lujo, pudo arrancar los pomposos sillones y desarmado las señoriales salas para retacarlo de sillitas cantineras y beber ahí jugo de caña de trapiche. 

Hubiera sido otro gran símbolo, menos caro. EP

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