Pizza y yoghurt: Epífita de ciudad inhóspita

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 05/08/19

Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Llegué al DF en 2006 siguiendo a un muchacho. Esa es la verdad, por más que me empeñe en repetir la sobada historia de que había encontrado trabajo y que además quería estudiar una maestría. En el momento de decidir mi mudanza no me habían contratado en ningún empleo y tampoco se había abierto la convocatoria de los posgrados. Lo único que yo tenía en aquel entonces era al muchacho y veintiún años recién cumplidos. Suficientes para levantar un imperio y también para verlo derrumbarse tiempo después.

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Últimamente he estado pensando en la disposición geográfica de los hogares que habité. En sus pasillos y el acomodo de los muebles. En cómo la arquitectura de una casa se convierte en anatomía si la miramos con cierta imaginación. Para muchos, la cocina sería algo así como el corazón, y tal vez la sala el intestino.

Para mí, el corazón siempre ha sido la cama, latido tibio en actividad incesante. Un metrónomo calcularía frecuencia y ritmos, y emitiría un diagnóstico. En ese sentido operaríamos igual que Reiko, la de Mishima, que acude a su primera sesión de psicoanálisis cuando descubre que “no logra disfrutar la música”.

Cuando me mudé al DF yo sí disfrutaba la música. Quizá la disfrutaba demasiado.

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La casa de Peralvillo solo tenía una ventana, en la cocina. Al lavar los trastes podías aventar la mirada hacia afuera con una engañosa sensación de libertad. En esa época el muchacho y yo comíamos siempre en casa, por lo que lavábamos muchos trastes. Yo disfrutaba pasar la tarde con las manos mojadas. Durante el verano, con el sol en pleno, a ratos olvidaba que habitábamos una bodega sin muros interiores.

Por la ventana, esto era lo que veíamos: una pileta para lavar a mano, un tendedero con pinzas de ropa, un portón metálico blanco y tres macetas pobladas por orquídeas. Esas plantas las llevé yo, y al mudarnos las dejé ahí. Las orquídeas son epífitas.

Esa fue mi primera vivienda en el DF. El muchacho y yo la llamábamos simplemente casa. No era un departamento en forma, y decirle hogar era cursi. Era la casa, a secas.

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Al fundar un país nuevo, además de objetos también traemos palabras que regamos para que se multipliquen. Yo soy siempre generosa en ese aspecto, sobre todo al principio, cuando me erijo embajadora de mi país de origen y trabajo en hacerlo parecer interesante ante los ojos de otros.

A las pinzas para tender ropa, mi abuela las llamaba periquitos. Recuerdo que pensaba mucho en esto al lavar los trastes en la casa de Peralvillo, con la mirada puesta en el tendedero.

Con el tiempo, cualquier casa se convierte en un hábitat. Poco a poco, nuevas expresiones brotarán a partir de las palabras que esparciste. Híbridos. Conceptos propios de la patria recién formada, que cada quien se llevará consigo si algún día esta desaparece.

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En la bodega de Peralvillo casi no había espacio para muebles. Acomodamos de forma centrífuga una cama, tele, cajonera y bote de ropa sucia. Eso era todo. La cama era el corazón de la casa, donde comíamos y hacíamos fiestas, y donde platicábamos de nuestro día. Cuando adopté el hábito de leer acostada sobre el colchón mullido que el muchacho había conseguido, supe que habíamos construido una casa, la primera de tres.

Es una gran suerte descubrir en qué momento una casa ha sido fundada. La mayoría de las veces es imperceptible, como cuando escuchas que el motor del refrigerador se apaga pero no te habías dado cuenta de en qué momento se encendió.

Por el contrario, no recuerdo en qué momento el DF dejó de ser mi hogar. Calculo que fue hace mucho tiempo, cuando mi casa, ya sin el muchacho, se convirtió en un cementerio. Pasillos largos y silenciosos donde los únicos habitantes eran fantasmas.

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Una casa puede formarse a partir de los objetos recuperados de un país perdido. Como traer alimentos a la hora del recreo y ver qué puede surgir de entre los restos de la cena de anoche y el desayuno de la mañana. Los que cargamos con más de un divorcio a cuestas entendemos bien estas reconstrucciones.

No hay casa nueva, lo que hay es un reacomodo de las piezas. La primera vez traje cubiertos de mi antiguo hogar. La segunda vez los compré en una tienda departamental. Lo que no era nuevo era mi hábito de no usarlos, de comer siempre con las manos, igual que un mono, como dicta la tradición jarocha de desayunar picadas los domingos.

Cada quien aporta un poco de lo que tiene. Algunos lo ofrecen todo, irrestricto, y algunos otros escondemos provisiones para los días de frío. Somos los exiliados. Los que sabemos que todo desaparece, hasta los países.

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Las epífitas no son parásitas, pero se confunden en el ojo poco entrenado. Enarbolan una noción radical de la libertad: una planta se enraiza en otra y construye un hogar al interior, sin pedirle nada a su anfitrión, ni siquiera permiso. Compañía silenciosa y discreta: el musgo. Fiesta sorpresiva: la orquídea. El dilema existencial de la epífita es que no logra ser ella misma su hogar. Por eso se esfuerza en el trabajo colaborativo: embellecer sin asfixiar.

Cuando dos epífitas se encuentran, ninguna funge como anfitriona. Para sobrevivir deberán ir en busca de un hogar nuevo, un tronco con espacio para las dos.

En el DF no abundan las orquídeas.

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Primero fue aquel pedacito de barrio popular donde viví los primeros meses. Más adelante, la ciudad entera. Yo no habité el DF, fue él quien me habitó a mí. Me acostumbré a sus berrinches y a la ternura que ofrece el monstruo una vez que han cesado los golpes: “Inundé tu casa. Arruiné tu coche. Ten, te regalo este atardecer”.

Ciudad psicótica, borderline. Su locura es contagiosa y hasta cierto punto adictiva. Esta ciudad no es epífita, sino parásita. Ella misma es el muérdago que la está asfixiando. Tampoco es la mejor anfitriona y, sin embargo, lo es. Yo, por ejemplo, no imagino cómo será vivir lejos de acá. Me va a hacer falta la validación del monstruo, su extraño abrazo de buenas noches: “Pude matarte hoy, Alaíde, pero decidí no hacerlo”.

Maldita ciudad, yo no quería amarla y acabé casándome con ella. Malditos sus hules, sus truenos, malditas mil veces sus jacarandas y la belleza que brota en cada una de sus esquinas, en mitad de la inmundicia. Maldita sea toda esperanza. Yo venía por unos meses y me quedé trece años. Malditos sean sus muchachos, diestros y artificiosos, como taxistas rebasando en Viaducto. Maldito el peligro que implican y el desmadre que dejan cuando se van.

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Dice Vivian Gornick que las relaciones son poco más que esto: dos viajeros solitarios que avanzan por el territorio de sus vidas y que de vez en cuando se encuentran en sus fronteras respectivas para intercambiar noticias de los países que ellos mismos conforman. Lo que no explica es que hay muchos tipos de viajeros. Algunos, aunque se queden durante años, se siguen considerando turistas. Son los que no construyen casas, sino campamentos; siempre acaban volviendo a su verdadero hogar. También estamos los otros, los que echamos raíces tras la primera lluvia.

Esto no lo dice ella, lo digo yo: en las fronteras construimos países también, mezcla de ambos territorios o algo completamente nuevo. Un espacio autónomo, ni país ni ciudad, sino algo que intenta no ser copia de nada previo. Jardín de orquídeas. Parque. Bosque. Refugio. Todas las anteriores. Un puente, igual que los subibajas que Ronaldo Rael colocó entre Nuevo México y Ciudad Juárez la semana pasada.

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Yo no me he cansado de fundar naciones, no importa si son imperios o campamentos. Sigo regando semillas, con la intención de que germinen. El jueves sembré una en La Mancha. Ayer, otra en Coatepec. Alguna se convertirá en orquídea, y otra podría mutar en parásita si no tenemos cuidado.

Así como un departamento es un hábitat, una persona también puede serlo. Esto resulta fácil de entender para nosotras, las epífitas, invitadas a anidar fuera de contexto. Siempre estamos volviendo a la humedad que nos vio nacer. A veces, nos alejamos todo lo posible, con la única intención de extrañarla más intensamente.

En dos semanas me voy al desierto. Abandono esta ciudad. Llegué siguiendo a un muchacho al que no he vuelto a ver en diez años. Me apropié de la ciudad que él me prestó y la hice a mi modo, o eso me gusta pensar. Fundé tres hogares nuevos, después de aquel. Todos se vinieron abajo con el tiempo, aunque estoy segura de que en el subsuelo sobreviven las raíces.

Las epífitas son perezosas y al mismo tiempo prácticas. Preferirían quedarse quietas, sí, pero tampoco ejercen gran resistencia al cambio. Mudarlas de anfitrión es tarea sencilla, dado que enraizan con facilidad si el ambiente receptor es propicio. E incluso aunque no lo sea: una ciudad distópica, por ejemplo, con el potencial de volverte loca.

Me voy del DF con algunos rasguños y el espíritu más o menos intacto. Sobreviví, y eso basta por ahora. Adiós, abismo, logramos entendernos bien. No voy a extrañar tu psicosis ni tu mugrero, porque los llevo conmigo.

No hay orquídeas en el desierto, pero algunos cactus son epífitas. EP

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