Este texto no es sobre libros, ni sobre encierros. Es sobre escuchar atentamente a quienes han luchado antes que nosotras; es sobre la forma en la que nos relacionamos cuando ya no podemos ignorar la crisis en la que nos encontramos.
Vivir el encierro
Este texto no es sobre libros, ni sobre encierros. Es sobre escuchar atentamente a quienes han luchado antes que nosotras; es sobre la forma en la que nos relacionamos cuando ya no podemos ignorar la crisis en la que nos encontramos.
Texto de Andrea Sánchez Grobet 02/04/20
Frente a mi cama, dos estantes resguardan los libros que durante los últimos años han ido modificando los contornos de mi afecto. Estos libros, cuidadosamente seleccionados para acompañarme en los momentos más personales —pues son ellos los que van formando lo que para mí es íntimo y sagrado—, empiezan a cobrar vida en el encierro. Los miro desde mi cama y me miran de regreso desde su estante. Nos miramos varias veces al día durante largas horas. Yo no soy quien los agarra; ellos me agarran a mí.
Existen dos clases de objetos en mi casa: los que están dentro de mi cuarto y los que están afuera. Hasta en nuestras propias casas producimos separaciones semiótico-materiales-afectivas. De hecho, éste es el primer espacio de segregación. Escogemos, algunas veces sin mucho cuidado, muchas otras veces, sí, con lo que (o con quienes) nos queremos encerrar; con lo que (o con quienes) queremos (sobre)vivir; a lo que (o a quienes) queremos cuidar; lo que (o a quienes) queremos compartir; lo que (o a quienes) queremos olvidar… aunque en otras ocasiones no. Por eso es que los libros que se encuentran afuera de mi cuarto, si bien fueron importantes en algún momento, ahora no forman parte de mi intimidad. No me hablan como lo hacen los libros que están frente a mi cama. No duermen conmigo y no lloro o me río con ellos. No escuchan mis conversaciones. No me cuidan cuando estoy enferma. Ni me ven bailar. Y es, en realidad, porque no quiero; porque hay algo de mí que se incomoda al verlos. Salgo de mi cuarto y son ellos los que me recuerdan la época en la que olvidé todas las palabras de las grandes mujeres que me han precedido. Son, todos ellos, quienes de alguna u otra forma nos han hecho callar. Por eso, ahora soy yo quien los saca al exterior, porque es en el afuera donde puedo tomar una distancia con eso que ya no quiero ser.
Sin embargo, los objetos que hacen mi cuarto están ahí porque cuentan la historia que yo decido; ya sea de lo que fui, ya sea de lo que soy, ya sea de lo que quiero ser: todas al mismo tiempo. Me siento en mi cama y los observo entrar en conflicto ante mis ojos sin poder hacer nada. Están ahí, encima uno de otro y ensimismados, como yo ahora. Y si bien cada uno de los objetos guarda dentro de sí una parte importante de mí (por más chiquita que sea), tengo con los libros una relación especial. Son con ellos con los que más he discutido y los que más me han transformado. Son ellos los que confrontan de manera más intensa y profunda lo que soy con lo que quiero ser. Ellos son la contradicción de la que no puedo escapar, y menos en este encierro.
Hay días que miro de frente y me encuentro con Gloria Anzaldúa mostrándome fervientemente mi blanquitud; recordándome que para trazar puentes hay que dejar la comodidad de lo inteligible para poder escuchar otros idiomas y sentir otrxs cuerpos. Otras veces es Donna Haraway quien me observa. Con ella entendí lo difuso de los límites categoriales y la importancia de los cuidados y los amores interespecie. Jamás olvidaré el momento en el que, leyendo en voz alta su Manifiesto de las especies de compañía, mi perra Ari y yo nos reconocíamos radicalmente como compañeras de vida: estar juntas significaba la vida. Después de esta lectura, mi existencia y mis necesidades jamás podrían ser más importantes que otras. Y cómo olvidar todas las tardes que pasé leyendo a Naty Menstrual, Hija de Perra, Itziar Ziga, Virgine Despentes y el libro Inflamadas de retórica de Jorge Díaz y Johan Mijail. En sus palabras encontré todas las formas en las que la rabia moviliza, a veces en la poesía, a veces en la calle, y a veces desde el encierro. Sin ellas, jamás hubiera podido comprender que la incomodidad es una posición política, ni hubiera podido cuestionar la forma en la que encarno mis afectos. Pero también están Butler, Preciado, Foucault, Deleuze, Guattari y Federici, quienes han delineado mi pensamiento.
Es así que en este encierro interminable entendí que los momentos en los que subrayaba alguna frase o palabra —en ese instante en el que decidía marcar con mi lápiz alguna de sus ideas— eran ellos, los libros-palabras-conceptos-autoras, los que profanaban mi persona. Yo los marco tanto como ellos me marcan a mí. Alzo la mirada y no sé si soy yo quien los llama o si son ellas las que me invocan. Lo que sí sé es que estamos aquí acompañándonos en el encierro.
Gracias a todas estas autoras, puedo darme cuenta que tengo objetos que pueden resguardarme. Tengo un espacio, una cama, unas plantas… tengo una serie de afectos que hacen de mi encierro una condición mucho más vivible. Y es así que sólo puedo esperar que todo esto que me conforma me dé la fuerza para pelear por todas las existencias que están afuera intentando sobrevivir sin un cuarto propio. Ojalá que pueda encarnar, y no sólo entender, que lo que —y quien— está afuera es (tal vez) más importante que lo que tengo aquí adentro. Porque si lo de afuera no sobrevive, todos estos objetos que ahora me rodean dejarían de tener sentido. Los libros serían sólo palabras vacías, los cuartos serían sólo paredes y esto que soy sería imposible.Habré, entonces, que renunciar a lo que es importante sólo para mí para poder empezar a entender lo que es importante para todxs. Ahora más que nunca tendremos que poner en práctica lo que Lía “La Novia Sirena” García denomina como “escucha radical” para sanarnos y dejar sanar, siendo esto posible sólo en la medida en la que dejamos de pensar que lo que tenemos es sólo nuestro, porque si hay alguien que no lo tiene, seguramente es porque se lo hemos arrebatado. EP
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