“En la casa vacía poblada de silencio la escalera es el centro De todas las ausencias. Es alta esbelta Un paisaje de finas vetas surca la madera de su estructura que asciende ondulante en forma de espiral. Por sus peldaños suben y bajan Cautelosas las sombras Despertando íntimos ecos De remotas pisadas Que aún la […]
Cordelia Urueta y la pintura moderna en Coyoacán
“En la casa vacía poblada de silencio la escalera es el centro De todas las ausencias. Es alta esbelta Un paisaje de finas vetas surca la madera de su estructura que asciende ondulante en forma de espiral. Por sus peldaños suben y bajan Cautelosas las sombras Despertando íntimos ecos De remotas pisadas Que aún la […]
Texto de Veka Duncan 31/03/21
“En la casa vacía
poblada de silencio
la escalera es el centro
De todas las ausencias.
Es alta
esbelta
Un paisaje de finas vetas
surca la madera de su estructura
que asciende ondulante
en forma de espiral.
Por sus peldaños suben y bajan
Cautelosas las sombras
Despertando íntimos ecos
De remotas pisadas
Que aún la hacen vibrar
Envuelta en la nostalgia
de soles ascendentes
y enigmáticas lunas
la escalera se yergue
entre dos dimensiones
Su destino vertical
la separa
de la medida horizontal de la muerte
Y el polvo
sutilmente va borrando
su misterioso
paisaje quiromántico.”
Poema de la artista. Elisa García Barragán, Cordelia Urueta y el color, Ciudad de México: UNAM, 1990.
Es imposible saber en qué casa pensaba Cordelia Urueta cuando escribió los versos de este poema. Quizá se trata de la que compartió con su familia en Buenos Aires, cuando en 1919 su padre, Jesús Urueta, fue enviado como Ministro Plenipotenciario de Argentina y Uruguay; también se podría tratar de la que habitó con su madre y hermanos en la Colonia Juárez al regresar a México tras su muerte. Podría ser también alguno de los tantos edificios por los que pasó en sus largas y frecuentes estancias en Nueva York y París como diplomática. No hay forma de confirmarlo, pero a mí me gusta creer que quería evocar la memoria de aquella en la que pasó su infancia en el Centro Histórico de Coyoacán, ubicada en la calle que entonces se llamaba Juárez y que hoy es conocida como Francisco Sosa.
Cuando hablamos de artistas y mujeres en este barrio histórico de la Ciudad de México, nuestros pensamientos inmediatamente vuelan a la famosa Casa Azul, donde Frida Kahlo vivió casi toda su vida, pero hubo otras que también habitaron estas calles y a quienes la historia no les ha hecho justicia. Por eso, en esta época en la que se están reivindicando a las mujeres, me gustaría recordar la presencia de Cordelia Urueta en este antigua villa que tanto marcó su mirada y sensibilidad.
Nacida en los primeros años del siglo XX, la infancia de Urueta estuvo imbuida por el espíritu que incitó al levantamiento en armas en noviembre de 1910. Por línea paterna, se empapó desde una muy tierna edad de las ideas de vanguardia que dieron forma a la Revista Moderna, de la que su padre era jefe de redacción, y del maderismo, causa que don Chucho también abanderaba. Entre los colaboradores de la revista se encontraba también el cuñado de su mamá, Tarsila Sierra, un poeta de nombre José Juan Tablada. El abuelo de Cordelia era, por lo tanto, Santiago Sierra y su tío abuelo el Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes de Porfirio Díaz, Justo Sierra. Este geneaología intelectual que heredó Cordelia no solo fue una parte fundamental de su formación, sino que reforzó su vínculo con Coyoacán; su abuela materna vivía en la Colonia del Carmen, y su tío Tablada era, por supuesto, destacado vecino del pueblo de San Mateo Churubusco.
La casa de los Urueta en Coyoacán era, por lo tanto, una de letras. El padre de Cordelia a menudo convertía su enorme biblioteca en una sede alterna de la Revista Moderna, organizando ahí las juntas de redacción. Pensar en los personajes que en aquellos días pudieron haber atravesado por aquella puerta echa a volar la imaginación, pues entre los colaboradores de la publicación podemos encontrar los nombres de Bernardo Couto – fundador de la revista junto con Jesús Valenzuela –, Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón, Balbino Dávalos, Rubén M. Campos y, claro, José Juan Tablada. En esas reuniones, no solo se discutían textos, sino que la palabra hablada también tomaba el reflector, pues Jesús Urueta era famoso por sus talentos en la oratoria. Además de las necesarias juntas, las tertulias de la Revista Moderna eran famosas por las figuras que reunían, en las que participaban desde los escritores que formaban la redacción, hasta los artistas plásticos y músicos que gravitaban en torno al modernismo literario de sus colaboradores. La familia Urueta también organizaba frecuentemente esas reuniones, en las que se podían encontrar la cantante Ángela Peralta con el pintor Gerardo Murillo, mejor conocido como Dr. Atl. El contacto con todos estos personajes que visitaban a su padre en Coyoacán tuvo un gran impacto en los intereses de Cordelia, sobre todo éste último.
La presencia de Dr. Atl en la casa coyoacanense de los Urueta era tan común que Cordelia y sus hermanos llamaban al vulcanólogo pintor “tío Murillo”, y fue él quien la animó a seguir explotando sus dotes artísticos. Cordelia pasaba los días haciendo copias de las ilustraciones de los libros que tapizaban los imponentes libreros de su padre o haciendo retratos de las trabajadoras domésticas y, al verlos, Dr. Atl le sugirió que considerara una carrera en las artes plásticas. La recomendación del pintor marcó una segunda etapa en el vínculo de Cordelia Urueta con Coyoacán.
La misión diplomática de don Chucho en Buenos Aires no duró mucho tiempo, golpeado por la anemia hacía años (su apariencia fue descrita por Ramón López Velarde como un “mero signo de admiración” por su delgadísima composición) cayó enfermo y murió al año siguiente de su llegada a la ciudad rioplatense, en 1920. El golpe dejó una cicatriz profunda en Cordelia, quien nunca se recuperaría del todo de aquella pérdida y fue el duelo lo que nuevamente le acercó al dibujo. Afectada emocional y físicamente, tras su abrupto regreso a la Ciudad de México volvió sobre sus propios pasos infantiles para retomar el sendero del arte y esto, a su vez, la reencaminó hacia Coyoacán. Para distraerse de su desconsuelo y recobrar fuerzas, Cordelia comenzó a recorrer las calles de la ciudad a pie, dibujando los lugares y personajes que se iba encontrando en el camino. Finalmente, decidida a hacer de esta afición una carrera, se inscribió en la Escuela de Pintura al Aire Libre de Churubusco, la segunda de varias que se fundarían en Coyoacán y que ocupó el antiguo convento que hoy alberga al Museo Nacional de las Intervenciones.
Creadas por Alfredo Ramos Martínez en 1913 e inspiradas en la tradición realista e impresionista de Francia, estas escuelas estaban enfocadas en ofrecer una enseñanza artística libre de las rígidas limitaciones académicas al sacar a los alumnos al campo. La primera escuela se ubicó en el pueblo de Santa Anita, dentro de lo que hoy es la Alcaldía Iztacalco, y muy pronto brotaron otras en los alrededores de la Ciudad de México. Coyoacán fue un paraje ideal para este proyecto, pues con sus pristinos ríos, fértil vegetación y pueblos originarios permitía a los maestros cumplir su meta: formar a una nueva generación de pintores sensibles a la realidad nacional que el arte revolucionario buscaba reflejar.
Cordelia ya conocía muy bien esa realidad, era la misma que había experimentado en su infancia coyoacanense, pero ahora se abrían ante sus ojos nuevas posibilidades plásticas a la sombra de los ahuhuetes y muros de piedra de Churubusco. Ahí Cordelia Urueta conoció la vanguardia artística, además reafirmó la importancia de saber observar su entorno y representarlo, tal y como lo había hecho en sus primeros experimentos artísticos tanto en su casa como en la calle. La mirada sensible de Cordelia absorbía todo a su paso, pero fue en Churubusco donde realmente aprendió a observar. A partir de la experiencia en la Escuela de Pintura al Aire Libre comenzó a desarrollar un estilo marcado por la abstracción que se convertiría en su sello de ahí en adelante. Su manejo tan singular del color y la manera tan sofisticada en la que lograba sintentizar las formas fueron características de su pintura que resonaron en Nueva York, cuando, en un primer viaje a la Gran Manzana a fines de los años 20 su tío Tablada la presentó con Alma Reed, periodista estadounidense que ya había visitado nuestro país apenas unos años atrás (pero ese es otro chisme). Reed era para entonces la dueña de los Delphic Studios, galería en la que expuso Cordelia por primera vez, codo a codo con Rufino Tamayo y José Clemente Orozco.
Su obra continuó maravillando tanto en México como en el extranjero por su lenguaje moderno y audaz, por ejemplo, durante su estancia parisina en los años 40 como cónsul del servicio exterior mexicano. Para 1952, estaba montando su primera exposición individual en el Salón de la Plástica Mexicana, el cual había ayudado a fundar, y en 1970 se presentó una retrospectiva de su obra en el Museo de Arte Moderno. Hoy pocos recuerdan su nombre, a pesar de algunos esfuerzos recientes por recuperar su legado, como una segunda retrospectiva organizada por el Museo Mural Diego Rivera en 2013; aprovechemos, pues, este espacio para hacer memoria de una de las más ilustres pintoras del siglo XX mexicano, quien nació y se formó en Coyoacán. EP