Exclusivo en línea: Al margen del Río Magdalena

Una ciudad que fue atravesada por ríos ahora es una ciudad de asfalto. Queda un río al aire libre, en pleno Coyoacán. Aquí, una breve historia de ese cauce y la invitación para conservarlo y revivirlo.

Texto de 24/10/19

Una ciudad que fue atravesada por ríos ahora es una ciudad de asfalto. Queda un río al aire libre, en pleno Coyoacán. Aquí, una breve historia de ese cauce y la invitación para conservarlo y revivirlo.

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Alguna vez la Ciudad de México estuvo sitiada por canales que recorrían gran parte de la geografía del valle. Hoy entubados, son un sistema que sigue recorriendo la ciudad, pero su cauce ha sido sustituido por un flujo de autos. La única huella que se conserva de ese antiguo paisaje hidrográfico la encontramos en los nombres de nuestros grandes ejes viales: Río Churubusco, Río de la Piedad, Río Becerra… Aún cuando las esperanzas de recuperar ese paisaje natural son pocas, existe un último bastión que se resiste a verse sepultado por concreto, llantas y acero: el Río Magdalena, único río vivo que perdura en la Ciudad de México y que aún corre a cielo abierto por un tramo de Avenida Universidad.

El Río Magdalena es también el último testimonio que queda de aquella ciudad de canales y acequias que tanto maravilló a los conquistadores españoles y a los miles de viajeros que en nuestros 500 años de historia como Ciudad de México han transitado por nuestra capital. Rodeado por la urbanización de una metrópoli que engulló a la antigua Villa de Coyoacán durante el siglo XX, este río representa, quizá mejor que cualquier otro espacio de la ciudad, la pugna entre la preservación de un pasado rural y virreinal, y las necesidades de una urbe contemporánea y sobrepoblada. Recientemente, vecinos de Coyoacán se han unido para exigir su rescate, encabezando limpias y organizando un concurso fotográfico que, literal y simbólicamente, ha llevado nuestra mirada hacia los márgenes de este río con el objetivo de concientizar sobre la necesidad de recuperarlo. Más allá de su conservación como un área verde y de interés medioambiental, sus márgenes también deben recuperarse por tratarse de un espacio patrimonial donde el río convive con una pequeña iglesia barroca y el único puente virreinal en pie hasta nuestros días.

“En la esquina misma de la avenida Universidad —en el punto llamado Panzacola— sobrevive aislada, al lado de un puente, la pequeña capilla de San Antonio, del siglo XVII,” así nos describe Salvador Novo el paisaje que se dibujaba en torno al Río Magdalena. La imagen de un templo aislado nos resulta hoy muy lejana, a pesar de haber  sido escrita tan sólo hace unas décadas. Esta misma postal ya había sido evocada cien años antes por Eugenio Landesio, pintor de origen italiano, quien en 1855 llegó a México para incorporarse a las filas de la Academia de San Carlos, trayendo consigo un nuevo género pictórico: el paisaje. Con estas pinturas llegó también una nueva forma de ver, basada en la observación de la realidad, que buscaba registrarla científicamente. En su búsqueda por retratar la naturaleza, Landesio lideró diversas excursiones a los alrededores de la Ciudad de México con sus alumnos, quienes por primera vez en la historia del arte mexicano salían a pintar al aire libre; una de estas travesías los llevó a las orillas del Río Magdalena. Desde la calle que hoy conocemos como Francisco Sosa, Landesio retrató la misma iglesia descrita por Novo y dedicada a San Antonio de Padua. Si bien hay que entender que esta pintura se hizo desde una visión romántica, representando un paisaje idealizado, es innegable que se trata de un documento valioso que nos permite comprender cómo fue el entorno natural de Coyoacán. Sus discípulos, José María Velasco y Luis Coto y Maldonado, harían estudios del mismo paisaje, hoy en exhibición en la exposición 20 siglos de arte en México en el Museo Soumaya. Las tres obras, con ligeras variaciones entre sí, han quedado como evidencia de cómo hemos perdido aquel río cristalino de márgenes fértiles descrito por Manuel Payno en Los bandidos del Río Frío: “Antes de llegar al pueblo de San Ángel se encuentra un río poco caudaloso en las secas, pero bien surtido de agua en la estación de las lluvias, la más de las veces cristalina, y ruidoso por su lecho de piedras sueltas y redondas, con sus orillas siempre tapizadas de flores silvestres amarillas, rojas y azules.”

Ese paisaje idílico narrado por Payno y retratado por los paisajistas decimonónicos ha sido devorado por la mancha urbana, aunque en realidad no es una estampa tan lejana a nuestros días. Algunos vecinos aún recuerdan haber pasado sus días de ocio nadando en el Río Magdalena y arrojando barquitos de papel por su cauce. De ese pasado pervive también el nombre con el que se ha bautizado a este tramo del río: Panzacola. El curioso apodo está atribuido precisamente a la vida natural de la zona, pues se dice que se debe a la gran presencia de lagartijas —nula hoy en día. Si bien los reptiles han emigrado, el nombre de Panzacola continúa profundamente arraigado entre los vecinos y visitantes de Coyoacán, así como las diversas leyendas que han construido su identidad.

Es común escuchar referencias a la Iglesia de Panzacola o San Antonio Panzacola. En el santoral dificílmente encontrarán algún personaje con este peculiar nombre; se trata de un híbrido que, en la cotidianeidad, ha combinado un toponimio de

origen popular con la adovcación a la que está dedicada la capilla, San Antonio de Padua. En esta dedicación se esconde, precisamente, la raíz de una de las leyendas más entrañables de Coyoacán, una historia que tiene todos los elementos de una novela —y no necesariamente de las que se imprimen en papel. Cuenta la tradición popular que en la zona habitaba una familia con gusto por lo ajeno, cuya madre desesperada le rezó a San Antonio de Padua para pedirle que, durante un cateo, las autoridades no encontraran los bienes robados. Al salir librados sus hijos, la madre decidió construir un templo al santo que escuchó sus súplicas. Así, el monumento que hoy nos recibe para anunciarnos nuestra llegada a Coyoacán tiene un origen dudoso, pero no por eso menos respetable; de ser cierta la leyenda, aquella madre no escatimó en su manda, legándonos una iglesia que, a pesar de su pequeña dimensión, cuenta con intersantes elementos barrocos, como roleos, arcos mixtilíneos, óculos, un frontón partido, una puerta con piezas de hierro forjado, y un retablo tallado. La realidad probablemente fue menos poética, ya que de acuerdo al historiador Francisco Fernández del Castillo, esta iglesia fue parte de la Hacienda de Panzacola que pertenecía a la familia García Conde, seguramente emparentados con Diego García Conde, un militar español cercano al virrey Francisco Javier Venegas, lo cual situaría su construcción en el siglo XVIII. Otras fuentes también sugieren que pertenecía a los carmelitas que se asentaron en San Ángel.

La historia del puente de Panzacola es también dificíl de rastrear. La tradición oral nos indica que fue construido por Pedro de Alvarado, conquistador y miembro de la primera camada de pobladores del Coyoacán virreinal. No sorprende que al puente se le vincule con la colonización cortesiana de este barrio, pues a unos pasos se encuentra una suntuosa casa cuya edificación también es atribuida a Alvarado; sin embargo sabemos ya que la hoy sede de la Fonoteca Nacional también fue edificada en el siglo XVIII y, por lo tanto, no pudo ser habitada por el conquistador. Es innegable que en la zona se asentaron los hombres de Cortés, pero es dificíl asegurar hoy cuáles fueron sus solares y, por lo tanto, qué tanto influyeron sus manos en las construcciones que aún sobreviven. Lo cierto es que el puente de Panzacola —también conocido como del Altillo, por la hacienda y ahora iglesia que también se encuentra en la zona— fue creado para unir a San Ángel con Coyoacán, de ahí que a la calle de Francisco Sosa se le conociera como Camino Real, nomenclatura utilizada para denominar las vías que conectaban dos villas.

Panzacola es así un verdadero espacio de resistencia en la Ciudad de México, no sólo porque se rehúsa a olvidar sus leyendas —a pesar de la evidencia empírica—, sino porque también se aferra a su pasado de riquezas naturales y frescas aguas, resistiendo al olvido, la negligencia, y el desinterés. EP

El puente de san Antonio en el camino de San Ángel, junto a Panzacola, de Eugenio Landesio. Óleo sobre tela. Museo Nacional de Arte, INBA Acervo Constitutivo, 1982.

NOTA: Para conocer más de Coyoacán y ver otros textos de Veka Duncan, puedes entrar a https://www.amigoscoyoacan.com/

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