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A Wendy se le ocurrió una idea espléndida: —¿Por qué no se la toman al
mismo tiempo?
—Desde luego —dijo el señor Darling—. ¿Estás listo, Michael?
Wendy contó: uno, dos, tres,
y Michael se tomó su medicina, pero el señor Darling escondió la suya detrás de
su espalda. Hubo un grito de furia de Michael y Wendy exclamó: “¡Oh, padre!”.
—¿Qué quieres decir con “Oh,
padre”? —preguntó el señor Darling—. Ya deja de armar escándalo, Michael. Tenía intención de tomarme mi
medicina, pero… fallé.
Era terrible la forma en que
sus tres hijos lo miraban, como si no lo admiraran.
—Miren, todos ustedes —dijo de modo suplicante en
cuanto Nana fue al baño—, se me acaba de ocurrir una broma magnífica. Verteré mi medicina en el
tazón de Nana y ella se la tomará ¡pensando que es leche!
Era del color de la leche;
pero los niños no tenían el sentido del humor de su padre, y lo miraron con
reproche mientras vertía la medicina en el tazón de Nana.
—Qué divertido —dijo sin convicción, y ellos
no se atrevieron a ponerlo en evidencia cuando la señora Darling y Nana
regresaron—. Nana, buena perra —dijo, dándole palmaditas—, he echado un poco de leche
en tu tazón.
Nana movió la cola, corrió
hacia la medicina y comenzó a beber a lengüetazos. Entonces le dirigió semejante
mirada al señor Darling; no una mirada de enojo: le mostró el gran lagrimal
rojo que nos hace sentir tanta pena por los perros nobles y se arrastró a su
casita.
El señor Darling estaba
terriblemente avergonzado de sí mismo, pero no iba a darse por vencido. Durante
un silencio horrible, la señora Darling olió el tazón.
—Oh, George —dijo—, ¡es tu medicina!
—Fue sólo una broma —rugió él, mientras ella
consolaba a sus niños y Wendy abrazaba a Nana—. De qué sirve —dijo con amargura— que me esfuerce hasta el
cansancio tratando de ser gracioso en esta casa.
Y aun así, Wendy siguió
abrazando a Nana.
—Qué bien —gritó él—, ¡mímala a ella! A mí nadie
me mima. ¡Así es, nadie! Yo sólo soy el proveedor de la familia, por qué
tendrían que mimarme, ¡¿por qué, por qué, por qué?!
—George —le rogó la señora Darling—, baja la voz, los
sirvientes podrían escucharte —de alguna forma se habían acostumbrado a llamar a Liza “los sirvientes”.
—Déjalos que escuchen —respondió él con temeridad—. Trae a todo el mundo. Pero
me rehúso a permitir que esa perra se sienta superior en esta habitación de mi
casa por una hora más.
Los niños lloraron y Nana
corrió a él, suplicante, pero él la rechazó. Sintió que otra vez era un hombre
fuerte. —Es en vano, es en vano —exclamó—, el lugar apropiado para ti es el patio, y ahí vas a estar amarrada en
este instante.
—George, George —susurró la señora Darling—, recuerda lo que te dije
sobre ese niño.
Pero ¡ay!, él no iba a
escucharla. Estaba decidido a demostrar quién era el amo de esa casa, y cuando
las órdenes no sacaron a Nana de su casita, la atrajo fuera de ahí con palabras
melosas y, agarrándola bruscamente, la arrastró fuera del cuarto de los niños.
Estaba avergonzado de sí mismo, pero aun así lo hizo. Todo se debía a su
carácter demasiado afectuoso que ansiaba admiración. Cuando ya había amarrado a
Nana en el patio trasero, el desdichado padre fue a sentarse en el corredor y con
sus nudillos se apretó los ojos.
Mientras tanto, la señora
Darling había metido a los niños en sus camas en un desacostumbrado silencio y
había encendido sus lámparas de noche. Podían escuchar a Nana ladrar y John
dijo, lamentándose: —Ladra porque él la está encadenando en el patio.
Pero Wendy fue más acertada:
—Ése no es el ladrido desdichado de Nana —dijo, sin adivinar lo que
estaba por suceder—; es su ladrido de cuando olfatea peligro.
¡Peligro!
—¿Estás segura, Wendy?
—Oh, sí.
La señora Darling se
estremeció y fue a la ventana. Estaba bien cerrada. Miró afuera, y la noche
estaba salpicada de estrellas. Se amontonaban alrededor de la casa, como si
tuvieran curiosidad de ver qué estaba por suceder ahí, pero ella no notó eso,
ni tampoco que una o dos de las más pequeñas le guiñaron el ojo. Sin embargo,
un temor indescriptible estrujó su corazón y la hizo exclamar: —¡Oh cómo desearía no tener
que ir a una fiesta esta noche!
Incluso Michael, ya medio
dormido, supo que estaba perturbada, y preguntó: —¿Hay algo que nos pueda
hacer daño, madre, después de que las lámparas de noche han sido encendidas?
—Nada, cariño —dijo ella—, son los ojos que una madre
deja para proteger a sus hijos.
Fue de cama en cama cantando
encantamientos para ellos, y el pequeño Michael le dio un efusivo abrazo. —Madre —lloró—, me alegra tenerte.
Ésas fueron las últimas
palabras de él que escucharía por mucho tiempo.
La casa número 27 estaba a
sólo unos metros de distancia, pero había caído un poco de nieve, y Padre y
Madre Darling encontraron su camino ahí con habilidad para no ensuciarse los
zapatos. Eran ya las únicas personas en la calle, y todas las estrellas los
estaban observando. Las estrellas son hermosas pero no toman parte activa en
ninguna cosa, sino que únicamente observan por siempre. Es un castigo que les
pusieron por algo que hicieron hace tanto tiempo que ya ninguna estrella sabe qué
fue. Así que las más viejas tienen ahora la mirada perdida y rara vez hablan
(titilar es el lenguaje de las estrellas), pero las pequeñas todavía se
preguntan qué fue lo que hicieron. No son muy amigables con Peter, quien tiene
una forma traviesa de colocarse detrás de ellas furtivamente para tratar de
apagarlas de un soplido, pero les gusta tanto la diversión que esa noche
estaban de su lado y ansiosas por quitar de en medio a los adultos. Así que,
tan pronto como la puerta del número 27 se cerró detrás del señor y la señora
Darling, hubo alboroto en el firmamento y la más pequeña de todas las estrellas
en la Vía Láctea gritó:
—¡Ahora, Peter! EP
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