
Teuchitlán escandaliza de muchas formas. Su escala, sistematicidad y eficiencia dejan al descubierto una maquinaria que produce muerte. Víctor Antonio Hernández Ojeda analiza y nombra lo ocurrido en el Rancho Izaguirre.
Teuchitlán escandaliza de muchas formas. Su escala, sistematicidad y eficiencia dejan al descubierto una maquinaria que produce muerte. Víctor Antonio Hernández Ojeda analiza y nombra lo ocurrido en el Rancho Izaguirre.
Texto de Víctor Antonio Hernández Ojeda 01/04/25
Teuchitlán escandaliza de muchas formas. Su escala, sistematicidad y eficiencia dejan al descubierto una maquinaria que produce muerte. Víctor Antonio Hernández Ojeda analiza y nombra lo ocurrido en el Rancho Izaguirre.
He dedicado mi vida profesional al quehacer de la seguridad nacional. En muchos sentidos, tras una década en diferentes trincheras (gobierno, sociedad civil, seguridad privada y academia), hay poco que pueda sorprenderme. No me escandaliza ni el olor a pólvora, ni el hedor a hierro de los charcos de sangre, ni la peste a formol de los SEMEFOS. No hay ejecución pública, decapitación, o acto de crueldad humana que escape a lo que he tenido que atestiguar, reportar o analizar a lo largo de los últimos diez años.
Sin embargo, el descubrimiento de un campo de exterminio al interior del Rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco, me ha dejado perplejo. La sistematicidad que precisa un ejercicio de crueldad de esa escala y la lógica protoindustrial con la que fue ejecutado, lo vuelve un hecho sin precedentes, incluso para un país sumido en dos décadas de guerra como lo es México.
Siempre he sido un escéptico del poder de la indignación. He dado incontables entrevistas a medios de comunicación narrando y analizando la evolución de la guerra contra el narcotráfico y, en más ocasiones de las que puedo contar, el o la entrevistadora ha cerrado la interacción con la siguiente interrogante: “¿Y no te escandaliza lo que ha ocurrido en tal o cual caso? ¿Qué podemos hacer como país para evitar que siga pasando?” En la mayoría de los casos hubiera querido responder en voz alta la respuesta cínica y sincera de lo que pienso respecto de ambas preguntas: “no” y “nada”. Creí que, después de ejecuciones como las del pelotón de la muerte de Ojinaga (2009), Ayotzinapa (2014), Tlatlaya (2014), Palmarito (2017), Tamaulipas (2018), nada más podría escandalizarme, pero Teuchitlán es distinto. Es algo que escapa incluso a la imaginación, considerando la crueldad que el mexicano ha perfeccionado en el marco de la guerra civil que atraviesa este país.
Antaño, el país se hubiera alzado en armas ante la indignación de un acto así de atroz. La indiferencia ante Teuchitlán me hace añorar tiempos que antes se consideraban decadentes: las toallas de Fox, el ‘fiscal carnal’ y otros escándalos, que movilizaron huestes políticas enteras, hoy palidecen frente a la desensibilización nacional que han provocado 20 años de guerra.
Para Teuchitlán no basta una marcha. Para Teuchitlán no basta una cobertura especial en un noticiero. Para Teuchitlán no basta un fiscal especial. Para Teuchitlán no basta una comisión de la verdad ni una conmemoración anual con veladoras. Teuchitlán es el Auschwitz, el Treblinka mexicano, carente de hornos industriales y ferrocarriles, pero poseedor de la misma lógica de sistematización y eficientización de la muerte de los mismos. Es el intento de producir la muerte con la eficiencia de la industria, pero sin sus medios materiales. En ello radica su “protoindustrualidad”, es un estadio embrionario que en sus formas contiene su destino y madurez. Como muchas otras actividades productivas en México, es fruto del ingenio mexicano y de su capacidad de adaptación para sobrevivir por medios de fortuna1. El mexicano resuelve, es astuto, produce lo que produce la fábrica, pero a menor costo y con medios más precarios. Teuchitlán es el ejemplo más acabado del nearshoring de la muerte.2
Los muertos no son un subproducto, sino la principal línea de producción de Rancho Izaguirre. Son su KPI, su objetivo de desarrollo sostenible. Rancho Izaguirre era tanto un centro de instrucción y pedagogía de la muerte como un espacio de producción de la misma: producía muerte, ya sea directamente, con las personas que ahí perdían la vida; o indirectamente, a través de las que se graduaban con expertise en la materia.
Los supervivientes de Teuchitlán y campos de adiestramiento similares narran que su adiestramiento era muy similar al de los ejércitos antiguos. Los discentes no eran camaradas ni hermanos, sino objetos de uso, consumo y desecho. Si un recluta se cansaba al correr era ejecutado. Si se negaba a obedecer una orden, era torturado. Una mitad servía como el insumo y material de aprendizaje de la otra. Los ejecutados fungían como materia prima para muchas pedagogías. Para la pedagogía de la violencia (misma que no puede aprenderse en un aula, tiene que ejercerse corporalmente para entenderla) y la pedagogía de la obediencia (la adquisición de la indefectible certeza de que cualquier lealtad por debajo de la lealtad ciega y absoluta no es de ninguna utilidad para una asamblea armada).
¿Qué permite un templo a la muerte y la indiferencia como Teuchitlán? Desde un punto de vista de seguridad pública y justicia, una constelación de crisis institucionales acumuladas en el tiempo. En México los delitos no se investigan. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización del INEGI, nueve de cada diez delitos en México no se denuncian, y por tanto, frente a lo que se ignora, no se puede reaccionar. Del pequeño porcentaje de delitos denunciados, en uno de cada tres casos el MP decide unilateralmente no abrir una carpeta de investigación, y en el 68 % restante dichas carpetas no resultan en absolutamente nada: ni en actos de investigación, ni en puestas a disposición, ni en órdenes de aprehensión, no ocurre absolutamente nada.
Si a dicha cifra le sumamos la incidencia de juicios donde la impericia y precarización de los Ministerios Públicos dinamita los litigios, entendemos por qué en México la impunidad ronda el 99 por ciento. Es decir, de los 30 millones de delitos que ocurren anualmente, menos del 1% recibirán castigo.
Afirmar que los delitos no se investigan en México no es ni una hipérbole ni una metáfora. Nueve de cada diez detenciones en México se realizan en flagrancia, es decir, la autoridad afirma haber detenido a los sospechosos o cometiendo el delito o presuntamente inmediatamente después de haber cometido el delito. Solo una de cada diez detenciones son fruto de actos de investigación del Ministerio Público (órdenes de cateo, órdenes de aprehensión, labores de inteligencia, etc.). A su vez, muchas de dichas detenciones en flagrancia son fruto de la práctica de sembrar el coloquialmente llamado ‘kilo de ayuda’: sembrar droga o armas a las personas detenidas a efecto de extorsionarlas so amenaza de proceso judicial. En pocas palabras, se trata en muchos casos de flagrancias fabricadas.
De acuerdo con una investigación conducida por Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad entre 2006 y 2018, un total de 233 presuntos criminales fueron incluídos en la lista de ‘más buscados’ del gobierno mexicano, es decir, fueron designados como objetivos prioritarios para su detención por parte de las fuerzas del orden. De esos 233, solo 13 fueron sentenciados tras su detención. De esas 13 sentencias, diez fueron por delitos con penas menores a cinco años de prisión, tales como portación de arma de fuego de uso exclusivo del Ejército o posesión simple de narcóticos. Esto indica que a nivel procesal las imputaciones contra estos presuntos criminales no se hicieron por los delitos que efectivamente pudieron haber cometido, como homicidio, narcotráfico o delincuencia organizada, sino por la ruta legal más fácil que existe para abrir una carpeta de investigación: sembrar un arma o droga a un detenido.
Para el gobierno mexicano los desaparecidos son muy cómodos. No acumulan carpetas de investigación por homicidios y se les puede abandonar en un limbo jurídico indefinidamente. En el marco de la Guerra contra el narcotráfico se han registrado poco más de 400 mil homicidios y 100 mil desapariciones. Medio millón de personas han perdido la vida en lo que va del siglo XXI. Por ello, y después de lo ocurrido en Teuchitlán, me atrevo a utilizar una palabra que nunca antes había utilizado para caracterizar la crisis de violencia que atraviesa México: genocidio.
La taxonomía de la Guerra contra el Narcotráfico es difícil. Se le ha denominado crisis de narcoterrorismo, conflicto armado no internacional, insurgencia criminal, y nunca ninguna de estas categorías parece terminar de definir nítidamente los bordes y márgenes de esta crisis tan particular de violencia donde, en principio, no queda claro quién está peleando contra quién. No hay una bandera, consigna o ejércitos definidos. Los mexicanos no están muriendo en grandes campos de batalla, están muriendo poco a poco en callejones, bares, brechas, ejidos y afuera de sus propias casas incluso. No es una hemorragia que mate al cuerpo en minutos, sino una serie de hematomas, vasos y arterias que van colapsando poco a poco.
Teuchitlán fue abiertamente un campo de exterminio. Es la evidencia de una necesidad industrial que ha emergido entre las filas de la criminalidad: la necesidad de establecer un proceso ―aunque crudo y artesanal― para gestionar todas las muertes que la organización necesita. Antes bastaba tirar un cuerpo en una brecha, disolverlo en ácido o cínicamente dejarlo en plena calle en la misma escena del crimen. En cambio, Teuchitlán, que acumulaba INEs, cartas, ropa y todo tipo de efectos personales, constituye un primer intento del cártel de institucionalizarse, de evolucionar de una organización medieval (cruda, regida por el instinto y la superstición) a una protoinstitución con ciertas capacidades documentales como los gobiernos decimonónicos. A Teuchitlán no le faltó crueldad ni intención deliberada de infligirla, tan solo el acero, las conexiones de gas y el suministro de electricidad que le hubiesen permitido funcionar con la misma metódica eficiencia de cualquiera de las factorías y fundiciones del mundo emergido tras la invención de la máquina de vapor, que catapultó el arte del artesano, desde la intimidad del taller, hasta la escala de las maquilas.
No menos aterrador es el segundo propósito de Teuchitlán, fungir como un centro de adiestramiento. Existen reportes de reclutamiento forzado en la zona de Jalisco al menos desde 2015. Lo más llamativo de los testimonios de las víctimas supervivientes de estos campos es el método pedagógico empleado por los sicarios, idéntico al que utilizan los militares mexicanos.
Los supervivientes de campos de adiestramiento similares narran haber sido adoctrinados, torturados y adiestrados con las mismas metodologías que se utilizan en los cuarteles militares. Eran tableados, electrocutados, asfixiados con ‘judiciales’ y ‘chavelitas’. Además, reportan la amplia presencia de exmilitares a cargo de estos centros de adiestramiento clandestino.
La sinergia entre las fuerzas armadas y el crimen organizado en México es un fenómeno ampliamente documentado. Desde la fundación de los Zetas por exintegrantes de las fuerzas especiales, hasta los señalamientos de corrupción en contra de los generales Gutiérrez Rebollo y Cienfuegos Zepeda: la confusión entre lo marcial y lo criminal es cada vez más evidente en México. Muy en particular, existe una sinergia cultural que, más que una cooperación material, implica una serie de valores compartidos sobre cómo construir y reforzar una vivencia de la masculinidad militarizada.
A los ojos del ejército y de la criminalidad organizada, lo varonil es lo que impone, subyuga, lo que todo lo tolera y todo lo conquista. Lo femenino, en cambio, es lo pasivo, lo dominado; quien no soporta la pedagogía de la violencia es tachado de ‘puto’ o de ‘vieja’. El que ‘aguanta vara’ (expresión profundamente fálica) y se muestra como un verdadero machito es el que sale a las calles e impone su voluntad. Quien no logra conquistar ni ejercer esta forma de dominio se convierte en presa, en objeto de depredación.
¿De qué es síntoma Teuchitlán? A nivel de política pública, de una crisis forense. El Estado no tiene los recursos mínimos ni los hábitos de urbanidad como para procesar adecuadamente una escena del crimen. A nivel moral, de la necrosis de nuestra sociedad.
Solía pensar mi oficio como el de un médico, alguien que, con su arte, tiene la posibilidad de salvar una vida. Hoy me doy cuenta de que, en el caso de mi pobre patria, no soy más que un forense conduciendo una autopsia. No puedo hacer más por mi paciente que documentar el avance de su descomposición, embalsamarlo y prepararlo para su viaje hacia el abismo. EP