Edadismo y fobia a la mortalidad: apología de la palabra “anciano”

La vejez exige una mirada profunda que reconozca su dignidad. Este texto propone una lectura derivada del “Reporte sobre la familia en México 2024” y llama con urgencia a nombrar sin eufemismos lo que la cultura insiste en silenciar.

Texto de 10/06/25

La vejez exige una mirada profunda que reconozca su dignidad. Este texto propone una lectura derivada del “Reporte sobre la familia en México 2024” y llama con urgencia a nombrar sin eufemismos lo que la cultura insiste en silenciar.

El Reporte sobre la familia en México 2024 ofrece una panorámica valiosa sobre la vejez y sus múltiples desafíos, con un despliegue generoso de cifras, diagnósticos y propuestas de política pública. Su enfoque técnico y administrativo, sin duda bienintencionado, busca responder a un fenómeno creciente con herramientas claras. No obstante, deja pendiente una conversación más profunda. Al centrarse en lo demográfico, lo sanitario o lo asistencial, el documento evita adentrarse en los aspectos más incómodos —pero esenciales— del envejecimiento: la injusticia estructural del edadismo, la marginación simbólica y material de los cuerpos viejos en una cultura que los percibe como prescindibles.

Cuando se aborda la vejez, se plantea como reto para los sistemas de salud, como asunto familiar o institucional, pero se habla poco —y a veces nada— sobre el malestar cultural que la rodea: el lenguaje que la disfraza, la vergüenza social de envejecer, o las desigualdades profundas que vuelven inaccesibles las promesas de un “envejecimiento activo” o “exitoso” para quienes han vivido en condiciones de pobreza o violencia.

Desde ese lugar, propongo una lectura complementaria: una reflexión filosófica y política sobre la calidad de vida en la vejez. Una mirada que parte del pensamiento de Aristóteles y Martha Nussbaum, pero que no pierde de vista la experiencia concreta del deterioro, la dependencia y la conciencia del tiempo. Porque, como intentaré mostrar a continuación, no basta con vivir más años: es urgente que podamos vivirlos con dignidad. Y eso comienza por nombrar la vejez sin miedo, sin adornos y sin eufemismos, especialmente en un mundo que parece cada vez más incómodo ante la idea de la muerte.

Calidad de vida y vejez: ¿qué significa vivir bien?

Martha Nussbaum, retomando a Aristóteles, se hace esta pregunta en La fragilidad del bien, y para responder, explora la relación entre biología, ética y acción. Basándose en el tratado De Motu Animalium, introduce el concepto de aitía, que explica el movimiento en los animales. En el caso humano, ese movimiento se transforma en acción (praxis) cuando entra en juego la razón. Así, no es sólo impulso o fisiología: también hay deseo (órexis) y deliberación racional (nous).

La clave está en la proháiresis, esa capacidad humana de elegir con la razón un curso de acción que busca el bien. Esto convierte una vida vivida “a secas” en una vida verdaderamente humana: elegida, pensada, con sentido. Por eso, dice Nussbaum, no basta con sobrevivir. Hay que vivir con autonomía, dentro de una comunidad que permita desarrollar la razón práctica. Y ahí es donde la calidad de vida cobra sentido: no como confort o longevidad, sino como vida deliberada. Así que, propongo una definición preliminar de calidad de vida como: una vida deliberadamente elegida bajo las posibilidades de la razón.

¿Qué es la vejez?

  1. Vejez como condición social

Aunque tendemos a identificar la vejez con arrugas o bastones, en realidad no hay una sola forma de ser “viejo”. Depende del contexto, de la esperanza de vida del país, de las condiciones materiales y de salud. En países con alta esperanza de vida, se suele ubicar la vejez a partir de los 60 o 65 años. En otros lugares, esa edad ni siquiera marca el inicio del declive físico o funcional.

La OMS considera el envejecimiento poblacional como un “éxito del desarrollo humano”. Pero, ¿es realmente un éxito vivir más años si esos años no se viven bien? Con base en la noción de “envejecimiento exitoso”, (Aguirre Gas y Ruiz Pérez 2010, 5) se proponen cuatro etapas: productiva, autónoma, de dependencia y senectud. El autor argumenta que sólo las últimas dos (dependencia y senectud) reflejan adecuadamente lo que debería considerarse “vejez”, ya que las primeras aún pertenecen a la adultez funcional y autónoma. De este modo, la vejez se define no por edad, sino por la condición de dependencia física y funcional producto del deterioro natural, distinguiéndose, por ejemplo, de la dependencia infantil, que es transitoria y asociada al desarrollo. Si la vejez es por definición dependiente, ¿por qué nos incomoda tanto afirmarlo?

  1. Vejez como experiencia personal

La otra cara del envejecimiento es íntima. Es la conciencia del tiempo y de la cercanía de la muerte. A diferencia de otros seres vivos, nosotros sabemos que estamos envejeciendo. Lo sentimos. Y eso lo cambia todo. La psicología del envejecimiento muestra tres dimensiones clave en la vejez: la cognitiva (donde puede disminuir la memoria o la rapidez mental), la socioemocional (que no depende de procesos biológicos) y la teoría de la selectividad socioemocional, que sugiere que, al saberse con tiempo limitado, muchas personas priorizan la profundidad emocional sobre vínculos nuevos  o el aprendizaje constante.

Este aparente contraste —declive físico y cognitivo frente a madurez emocional— revela la paradoja del envejecimiento: vivir cada vez más vulnerable (mas no necesariamente débil) frente a la realización de una sabiduría mayor. Sin embargo, considero que la verdadera paradoja consiste en asumir la vulnerabilidad y la dependencia propias de esta etapa, como algo propio de un envejecimiento sano que resulta difícil por la frustración que genera la pérdida de capacidades. Sin embargo, las condiciones de salud y la satisfacción con la vida elegida (proháiresis) parecen ser factores determinantes para sobrellevarla con mayor plenitud. Así, envejecer no es sólo un proceso fisiológico, sino una experiencia ética y existencial profundamente personal.

Este contraste —declive físico vs. madurez emocional— es la paradoja de la vejez. Envejecer puede ser frustrante, pero también puede ser pleno si hay salud y si la vida que se ha vivido fue, en buena medida, elegida. Porque, como decíamos antes, envejecer también es un asunto ético.

El mundo no está hecho para la vejez: anti-aging y culto a la longevidad

Cualquiera que se haya topado con los Get Ready With Me en redes sociales sabe de qué hablo: rutinas de skincare que prometen juventud eterna, aunque muchas veces el rostro “cuidado” no necesitaba intervención alguna. Y aunque podría parecer una versión actual del autocuidado, lo cierto es que estas prácticas responden más a una obsesión estética que a una preocupación genuina por la salud.

A partir de la Revolución Industrial se busca homogeneizar a la sociedad por medio del orden y control de la producción masiva, se aspira al llamado “progreso” y “prosperidad”. Para lograr este “progreso” se instauró la racionalidad administrativa, nombre que se le dio a la ‘burocracia’ (que poco tiene de racional, por lo menos en nuestro país). La producción masiva de las necesidades del rápido y creciente mercado capitalista se serviría de la burocracia para lograr la acelerada sistematización y uniformidad de sus productos, por un lado, y el aspirado orden, control y progreso del positivismo, por el otro.

En esta época de la modernidad surgieron nuevas clases sociales que permitían aquella “prosperidad” a sólo un cierto grupo poblacional, marginando a los grupos que no contaran con los requisitos exigidos por este nuevo “modo de ser”. Este “modo de ser” necesitaba ser racional, veloz, eficiente, capaz, fuerte y altamente competente para cumplir con el nuevo paradigma social de felicidad. Por esto, toda forma que representara plenitud, fortaleza, virilidad y vitalidad sería no sólo adoptada e incursionada como parte del engranaje, sino también formaría, con el paso del tiempo, el ideal y la ambición del imaginario social. Cualquier persona, sistema o idea que no se adaptara a esto o tuviera una naturaleza distinta, estorbaría y sería inutilizado en el nuevo prototipo de progreso. Todo lo que recuerde a la idea de fragilidad, degradación, debilidad o cercanía hacia el fin de la vida debe ser intensamente combatido y evitado.

Gilles Lipovetsky, una de las mayores autoridades en el diagnóstico posmoderno, filósofo y sociólogo, señala que el cuerpo ha ganado dignidad: debemos respetarlo y vigilar su buen funcionamiento. Propone luchar contra su obsolescencia y combatir los signos de su degradación mediante un reciclaje permanente: quirúrgico, deportivo, dietético. Esto responde, dice, a que “la degradación de las condiciones de existencia de las personas de edad y la necesidad permanente de ser valorado y admirado por la belleza, el encanto y la celebridad hacen la perspectiva de la vejez intolerable” (C.N., pp. 354-357).

Añade que hoy, el individuo “se enfrenta a su condición mortal sin ningún apoyo ‘trascendente’ (político, moral o religioso). ‘Lo que realmente rebela contra el dolor no es el dolor en sí, sino el sinsentido del dolor’, decía Nietzsche; ocurre lo mismo con la muerte y la edad: es el sinsentido contemporáneo lo que exacerba su horror. En los sistemas personalizados, no queda más remedio que durar y mantenerse, aumentar la fiabilidad del cuerpo, ganar tiempo y vencer al tiempo. La personalización del cuerpo impone el imperativo de juventud: la lucha contra la adversidad temporal, el combate por una identidad que hay que conservar sin interrupciones ni averías. Permanecer joven, no envejecer: el mismo imperativo de funcionalidad pura, el mismo imperativo de reciclaje, el mismo imperativo de desustancialización, acosando los estigmas del tiempo para disolver las heterogeneidades de la edad”.

El imperativo de la eterna juventud surge para evitar a toda costa el recuerdo de la muerte, ese tábano que evoca nuestra intrínseca fragilidad ante la naturaleza. El imperativo condena a ser proscritos del grupo de los privilegiados a aquellos que no puedan evitar portar la imagen de ese recuerdo. En otras palabras, las personas con vulnerabilidad y dependencia que nunca tuvieron o no volverán a tener la posibilidad de instaurarse en el sistema de producción y efectividad serán evitadas a cualquier precio. Los “biohackers” o influencers de la longevidad, como Bryan Johnson o Dave Pascoe, que se han hecho famosos por el dinero, tecnología y tiempo invertido en diseñar hábitos de “salud” que previenen el envejecimiento (o en algunos de sus relatos), pretenden detener el envejecimiento con técnicas de rejuvenecimiento con tal de tratar de engañar a la misma biología y probar que pueden ser pioneros en la posibilidad de que el ser humano viva por siempre. El rejuvenecimiento y la longevidad incluso se ha convertido en una Olimpiada donde participan las personas con los recursos y tiempo suficientes para pagar y lucrar con la longevidad. En este mundo donde ya existen las Olimpiadas del rejuvenecimiento y donde lucir joven (no necesariamente ser joven) está ligado al éxito de una persona (y por ende, lucir viejo al fracaso), ¿podría caber la posibilidad de referirse a la vejez con dignidad y orgullo? 

Cualquier noción de vulnerabilidad y dependencia —cuyos significados no son sinónimos de “inutilidad” ni de “debilidad”— será evitada, y cualquier etiqueta que pueda insinuarlas, como anciano o incluso el nombre propio que alude a un adulto en la etapa de la vejez, será motivo de desagrado, vergüenza e incluso ofensa.

El edadismo: la discriminación más normalizada y silenciosa

El edadismo, término paulatinamente popularizado,  es una forma de discriminación por edad. Técnicamente se aplica a todas las edades, pero seamos honestos, lo usamos casi siempre para referirse a la vejez. Todos y todas somos edadistas en algún momento cuando decimos que ya estamos viejos al quejarnos de la poca energía que existe para salir un viernes por la noche, en avergonzarnos por decir nuestra edad después de cumplir 30 años, en “apaniquearnos” cuando vemos canas y arrugas en nuestro cuerpo y pensamos que algo estamos haciendo mal en nuestro cuidado personal. Pero sobre todo, estamos siendo edadistas cuando nos referimos al anciano como “adulto mayor”, “persona de la tercera edad” o, peor, “abuelito” por el hecho de pensar que la palabra “anciano” es despectivo. ¿En qué momento se convirtió despectivo llamarle a las cosas y a las personas por su nombre? Al infante le decimos niño o niña, al joven, le decimos joven, al adulto, le decimos adulto, pero al anciano le hemos creado una serie de epítetos que tratan de suavizar lo “rudo” que suena el término real. Todo para no decir “viejo”. Todo para no mirar de frente lo que más miedo nos da: el deterioro, la dependencia, la finitud.

Ahora, aunque la vejez es profundamente personal, como vimos más arriba, y aunque la vejez del siglo XXI es más longeva que la de siglos anteriores —gracias a los avances médicos y tecnológicos, y quizá también a una creciente neurosis derivada de la falta de espiritualidad, religiosidad y sentido de trascendencia que alimenta una fobia a la muerte—, la realidad es que la condición misma de la vejez no ha cambiado, aunque las personas la experimentemos en diferentes momentos de la vida. Lo que sí ha cambiado son las posibilidades de postergar el deterioro, si se tiene acceso a servicios de salud, descanso, alimentación adecuada y una vida libre de violencia. Basta observar que la esperanza de vida promedio a nivel mundial pasó de 51 años en 1960 a 72 años en 2022 —a pesar del retroceso temporal que supuso la pandemia de COVID-19—, lo que significa que será cada vez más común escuchar que personas celebran su cumpleaños número cien.

Así que, si lo único que ha cambiado es que la vejez se ha extendido en términos de años vividos —pero sigue siendo una condición biológica inevitable, aunque los participantes de las Olimpiadas del rejuvenecimiento quieran convencerse de lo contrario—, ¿por qué tantas campañas anti-edadistas promueven una vejez activa, móvil, autónoma y libre, cuando la vejez, en su naturaleza más íntima, no es necesariamente todo eso? Claro que es importante romper con estereotipos: una persona mayor de 65 años puede y debe trabajar si quiere, hacer ejercicio si quiere, mantener una vida sexual activa si quiere… y así podríamos seguir con una larga lista de “etcéteras” que se suelen asumir como impropios de cierta edad. Pero, ¿cuál debería ser entonces la clave para promover una visión genuinamente anti-edadista? De entrada, abandonar la idea de que la vejez ideal es la que más se parece a la juventud. O peor aún, la que imita una eterna juventud.

Esto por una razón fundamental: la vulnerabilidad y la dependencia llegarán tarde o temprano. Cuando eso ocurra —a los 65, 70, 90, 110 años, o incluso a los 35 en el caso del millennial sedentario—, el edadismo que parecía estar en pausa mientras se conservaba la salud física o cognitiva se reactivará con fuerza. Además, muchas personas jamás han tenido ese privilegio de prolongar la salud. Para vivir una vejez longeva y saludable, se requieren condiciones que debieron estar presentes desde la infancia, la juventud y la adultez: acceso a la salud, libertad de elección, entornos que acompañen decisiones deliberadas sobre cómo vivir.

¿Cuál es la esperanza de vida promedio de un niño sicario o de alguien que ha vivido en la calle desde su adolescencia? Si preguntamos a personas que sobreviven en contextos de pobreza y violencia crónica hasta qué edad creen que vivirán, muchas veces responderán que no se ven más allá de los 30 años. Quien vive atrapado en ese ciclo suele estar expuesto a condiciones de violencia que conducen a la enfermedad. ¿Y qué podría ser peor? Que eso se prolongue por décadas. ¿De verdad creemos que, si esas personas llegan a los 65 años, se verán reflejadas en las campañas que promueven una vejez activa, con clases de yoga, zumba y suplementos de proteína diarios?

Oda a la ancianidad

Entonces, ¿qué es lo verdaderamente anti-edadista? Es algo que se va descubriendo al mismo ritmo que una población más longeva. Ser anti-edadista empieza por reconocer lo que realmente significa la vejez: en su belleza y en su fealdad (o en aquello que nos enseñaron a ver como fealdad), en su salud y su enfermedad, en su autonomía y su dependencia, en su movilidad y su quietud, en su cercanía con la muerte y en la posibilidad de su trascendencia. La verdadera calidad de vida en la vejez comienza por su nombre, y ese nombre es ancianidad. Re-dignificar y resignificar la vejez pasa por nombrarla como es: anciano o anciana,1 no “adulto mayor”, ni “persona de la tercera edad”, ni “abuelito”, ni cualquier otro eufemismo que intenta disfrazar con respeto lo que no necesita ser disfrazado. La ancianidad no puede seguir tolerando optimismos forzados, ni eufemismos bienintencionados, ni la normalización de una vejez necesariamente activa. No puede seguir representándose a través del filtro de una época neurótica, obsesionada con el rendimiento y la apariencia.

La ancianidad —lo verdaderamente anti-edadista— solo puede representarse y vivirse con dignidad si se la mira no desde un optimismo banal, sino desde una esperanza profunda. Porque lo anti-edadista no es mostrar a una persona sonriente disfrutando la vida, sino reconocer a alguien que ha vivido una vida entera, con placeres y dolores, y que, frente a la posibilidad cada vez más tangible de su propia muerte, puede comprender —y reclamar— el verdadero sentido de su condición humana: ser capaz de trascender la vida misma. EP

  1. En su acepción antigua de “geronte”, el consejero, el que tiene autoridad de vida []
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