Antojo constante

El chef Guillermo González Beristáin se pregunta qué hay detrás de las ganas de comer antojo: de las suyas, de las de todos nosotros. ¿Qué tienen que ver la culpa y el placer?, ¿con qué relaciona la comida en su vida? En esta primera entrega, González Beristáin se lanza a la investigación del hambre, el deseo y el antojo.

Texto de 04/01/21

El chef Guillermo González Beristáin se pregunta qué hay detrás de las ganas de comer antojo: de las suyas, de las de todos nosotros. ¿Qué tienen que ver la culpa y el placer?, ¿con qué relaciona la comida en su vida? En esta primera entrega, González Beristáin se lanza a la investigación del hambre, el deseo y el antojo.

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Hubo una época en que corría entre diez y quince kilómetros seis días de la semana. Eso me permitía solventar o sobrellevar la gula. Tengo que decir que he probado distintas formas de contrarrestar las ansias que me da la gula y trataré de explicar por qué: cómo me afecta comer y de dónde surge ese antojo.

Desde hace un par de años, he observado el comportamiento de colegas y compañeros de trabajo y en muchos casos me he preguntado si es que existe una adicción a comer o si es, más bien, una adicción al placer, porque si fuera esto último sentiría que yo formo parte de ese clan.

Me cuestiono —pensando en mi caso— qué sería de mí si no me hubiera dedicado a cocinar; quiero decir: qué habría pasado si no tuviera esta adicción, dependencia o preponderancia y tuviera otra… o incluso si tuviera esta misma y hubiera elegido otra profesión. ¿Qué habría pasado si lo mío fuera la dependencia de otro “pecado capital”? Tal vez estaría en la cárcel… o muerto. Pero, en la vida, una cosa suele llevar a la otra y así fue conmigo. Me gustaba tanto comer, que terminé cocinando, así que no sé si nacemos golosos o nos hacemos golosos. Hay algo más, algo en lo que he estado pensando últimamente: la felicidad que me causa recordar momentos importantes porque se trata de una memoria que está, casi siempre, rodeada de comidas y bocados memorables. Eso de seguro influyó. Desde que recuerdo, la comida me ha causado un placer irrepetible que no es comparable con ningún otro, salvo el amor. Quizás por eso es que he sentido esta excesiva inclinación por la comida. Me siento afortunado, además, pues el enorme placer que siento al comer puede venir de un gran taco al pastor o de un plato en un restaurante de alta escuela.

Aunque aún no he llorado al probar un bocado sublime —como lo han hecho algunos amigos y colegas míos, para mi envidia— he tenido varios bocados memorables, de esos que son perfectos y parecen inducir a la adicción y a los que es prácticamente imposible renunciar, es imposible parar de comer cuando los tienes enfrente.

Pensaría que la adicción a la comida es, entre otras cosas, una constante entre los cocineros del mundo entero. Y así fue conmigo. Esta obsesión por la comida me ha llevado a tener jornadas maratónicas en viajes “de investigación” en los que la norma es tener dos comidas y tres cenas en un día para así sacarle el mayor provecho a ese “trabajo”. Porque comer para mí es algo difícil de describir en pocas palabras. Es una necesidad, una razón para vivir: es mi trabajo, mi mayor pasión, una gran causa de felicidad y, a la vez, de estrés. En este sentido encuentro precisa y acertada una descripción de algo que sucede, de algo que me sucede: el cuerpo es “tocado” por dentro al comer. Para mí ha sido una fortuna encontrarme en la vida algo que me mueva y apasione tanto.

Le llamamos gula. En el siglo XIII se decidió que sería uno de los pecados capitales, borrando de jalón la necesidad que surge de un instinto de supervivencia, del cuerpo en busca del sustento que podría hacerle la diferencia entre vivir y morir. La gula es considerada un vicio, como la droga; la gula causa placer desmedido, como el sexo; la gula causa culpabilidad, como sucede, en algunas religiones, con muchas de las cosas placenteras de la vida.

Es cierto que hubo también una época en la que olvidé la maravillosa sensación del hambre porque estaba ahí la gula. Por entonces, probé distintas maneras de comer de forma saludable, necesitaba contrarrestar las ansias de comer. Recuerdo, en los ochenta y los noventa del siglo pasado, las modas nutricionales y pasajeras que proponían cosas contradictorias. Podías hacer una dieta alta en carbohidratos unos años para toparte después con que los especialistas recomendaban lo opuesto. Haber vivido esto crea entendimiento para manejar estas ganas desmedidas por comer.

He cambiado mi forma de llevarme con la comida. No es que coma poco, simplemente como menos y lo atribuyo a varios factores: la edad, la digestión, la madurez, la conciencia, el miedo a morir antes de tiempo. Debo entonces comparar la relación con la comida (mi relación con la comida) con esa relación amorosa que tienes cuando eres menor de 25 años y que es alocada y, a veces, irresponsable. Ahí existe esa pasión, esa entrega que está viva sin que te preocupes de los riesgos o las consecuencias. El día de hoy mi vínculo es uno mucho más maduro, de disfrute, de convivencia, de conveniencia… aunque las ganas de alocarse nunca se van. Estoy más al pendiente del hambre, atento a diferenciar entre hambre y antojo: este antojo constante con el que convivo desde que recuerdo. EP

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