Historia gore del día (apenas son las nueve de la mañana)

Patricia Guerrero hace una crónica personal de su historia de amor (y sus consabidos desencuentros) con la copa menstrual

Texto de 22/03/21

Patricia Guerrero hace una crónica personal de su historia de amor (y sus consabidos desencuentros) con la copa menstrual

Tiempo de lectura: 3 minutos

Como militante de la copa menstrual tengo que aceptar que a veces es un poco problemático, no siempre hay lavabo dentro del baño y, por si usted no lo sabe hay que vaciarla, enjuagarla y ponerla de nuevo en su lugar. Es una operación que conjuga organización y destreza: 

-Sacar la copa

-Vaciarla

-Subir calzones/medias/pantalones, acomodar la falda/vestido

-Salir corriendo al lavabo pidiéndole al dios de preferencia que nadie entre al baño mientras una enjuaga la copa 

-Volver corriendo al baño a acomodarlo todo

Corrijo: es una operación que conjuga organización, destreza y, sobre todo, suerte.

Hace ya meses que —para evitar que en medio de un seminario alguien me descubriera en el lavabo con las manos cubiertas de sangre— llevé conmigo una botella de agua para enjuagar la copa dentro del baño. La nueva variante exigía más concentración. El problema fue que alguien tocó la puerta del baño, me estresé, abrí la botella y me la vacié encima. Todo mal. 

Salí caminando del baño con la entrepierna mojada y la dignidad por los suelos. 

Me pregunto qué es peor: que la gente piense que me oriné los pantalones o que se den cuenta que soy parte de la mitad de la población que una vez al mes sangra.

También me cuesta pensar que, a dieciseis años de la primera vez que me bajó, el sentimiento siga siendo el mismo. Esta esta vez no involucra kilos de papel higiénico enrollado entre las piernas, pero sí el mismo pudor, la misma vergüenza de que la gente se dé cuenta: qué monstruosidad. 

Cuando comencé a menstruar odiaba no poder dormir boca arriba porque eso era mancha segura en las sábanas. Odiaba mucho más limitar mis movimientos en las clases de deportes para evitar que la toalla sanitaria se moviera de lugar e hiciera aparecer una mancha sospechosa en mi uniforme. Habría hecho lo que fuera con tal de no tener que sufrir todo eso una vez al mes. Deseé casi no tener ovarios; algunas veces lo expresé en voz alta y se me hizo callar hablándome del gran privilegio de dar vida. Paparruchas, qué más da mi calidad de dadora de vida si cada mes cargo ese fardo sintiendo que dejo a mi paso una estela pestilente. 

Luego vino la transición al tampón, al tramposo tampón que desmaterializa la sensación entre las piernas. Sí, es verdad que muchos viajes a la playa habrían sido menos placenteros sin un puñado de tampones; sin embargo, en algún momento llegó el malviaje al leer sobre las sustancias tóxicas que pueden contener: químicos con efectos cancerígenos o disruptores hormonales, malviaje al pensar en la muerte por intoxicación al dejar el tampón dentro del cuerpo más de lo debido, malviaje el olor, malviaje la rasposidad, malviaje la cantidad de desechos, malviaje, malviaje, malviaje. Definitivamente no estaba lista para una extracción de ovarios, así que la búsqueda continuó.

La primera vez que vi una copa menstrual fue en la tina del baño porque a mi roomie le pareció buena idea dejarla allí: estaba limpia y recuerdo haberme preguntado si era algo para lavarse los ojos. Se vale reír. Luego, en otro momento, mi amiga Diana nos hacía un tutorial sobre cómo meter la copa: “Hay que doblarla por la mitad, girar la mano hacia dentro al introducirla, empujar y soltar mientras se desdobla; entonces hace un sello que impide goteras”. Ese mismo día fui a la farmacia y compré la copa que me acompañó durante mucho tiempo. 

Es más, desde entonces, la copa y yo tenemos ya años de amor inquebrantable. No estoy ni cerca de hacerle un ritual a los trozos de endometrio que abandonan mi cuerpo cada mes, pero al menos ya no odio cuando el día llega. 

No todo es color rosa, a veces la copa me traiciona y hay fugas mínimas; también me da una flojera inmensa tener que esterilizarla, pero mi gran problema es la falta de lavabos al interior de los sanitarios públicos. Por eso no me juzguen cuando me vean salir de un baño para personas con discapacidad: son los que siempre tienen lavabo y me permiten mantener mi dignidad intacta sin dejar las instalaciones como la escena del baño en Psicosis de Hitchcock. EP

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