El curioso incidente del psicoanálisis a medianoche

Elma Correa nos cuenta cómo fue su encuentro accidental con el psicoanálisis.

Texto de 08/04/21

Elma Correa nos cuenta cómo fue su encuentro accidental con el psicoanálisis.

Tiempo de lectura: 5 minutos

En septiembre trataba de localizar a una escritora. Como tenía prisa y pensé que sería el modo más rápido de contactarla, rastreé nuestra última conversación en el Messenger de Facebook. Por las prisas, solo puse su nombre en el buscador, abrí la primera opción que me arrojó la red y le escribí algo como: “Hola, ¿andas por ahí?”. No me contestó, pero soy tenaz y la bombardeé por otras vías hasta que por fin nos comunicamos y resolvimos el asunto que por esos días me ocupaba.

            Una semana después de aquel mensaje, alguien me respondió. Resulta que nunca escribí a la escritora que buscaba, sino a una homónima, quien, muy amable, me escribió que sí, que andaba por ahí y me preguntó que de dónde nos conocíamos. Mi madre me crió lo mejor que pudo, por lo que soy una chica educada; además, soy narradora y me gusta mucho contar historias, así que, en lugar de eliminar la conversación como habría hecho cualquiera, me tomé un momento y, algo apenada, le expliqué lo que había pasado, la confusión de los nombres; creo que hasta le dije para qué buscaba a la escritora y bueno, solo faltó que le diera los tres números de la parte de atrás de mi tarjeta.

            Algo habrá intuido en mi relato, porque me contestó que era psicoanalista y yo escribí que tal vez fuera una señal. Ella –que me cayó muy simpática– dijo que sí, que tal vez lo fuera. Yo traté de hacerme la inteligente preguntando algo de Freud y Jung –de quienes no sé absolutamente nada– y ella me explicó que era kleiniana y abundó en detalles que, obvio, no entendí. Entonces, hice chistes sobre los psicólogos de la Gestalt y también, cómo no, me explicó que ella no era psicóloga, sino psicoanalista.

            Me encantó ese asunto muy como de “hay niveles” y corrí de chismosa a Wikipedia a ver qué información había sobre esa tal señora Klein. La verdad es que no leí gran cosa y tampoco entendí bien, pero me gustó que la Klein fuera prácticamente la única mujer metida entre los ñoros y que hubiera hecho trabajo de psicoanálisis con niños. Con lo infantil que soy. Esas solo podían ser verdaderas señales. Además, el psicoanálisis es una teoría intelectual que trabaja con el lenguaje; ¿podía existir algo mejor para alguien que escribe? Encima, se enfoca en el “yo”; ¿podía existir algo mejor para una narcisista?

            Yo solita me respondí que no y empezamos la terapia.

            Tengo que aclarar que no poseo ni una pizca de pensamiento mágico. Soy escéptica. Más que escéptica: incrédula. Cuando le escribí a la psicoanalista y escribo acá sobre “señales”, es una especie de juego. No creo en las señales. Quizá en las coincidencias sí, pero procuro no darles muchas vueltas. No significan nada para mí. No me parece que los sueños oculten verdades trascendentales, ni entiendo ni me parecen relevantes los horóscopos, las cartas astrales o el Tarot. Menos los fantasmas, los extraterrestres o la existencia de otras dimensiones.

            Otra aclaración. Nunca antes había asistido a terapia. Alguna vez cuando era una niñata mal portada de trece años, mi mamá me llevó con un señor de quien lo único que recuerdo es que olía a cigarro y a loción de afeitar barata. Ni volví ni dejé de portarme mal. Mi familia era y es esplendorosamente disfuncional, pero no me creo especial por ello. Sé que todas las familias lo son a su modo. Y pues, normal, pasó el tiempo y con él más sucesos que podría resumir aquí. Es decir, que si alguien me hubiera preguntado entonces: “Y a ti, ¿cómo te va?”, yo habría respondido: “Pues como a todo el mundo”.

            Seguro que ahora mismo respondería igual, pero lo que en realidad pasó fue que me hice adulta y, en el ínterin, mis amigos empezaron a ir a terapia. Cada une de elles (porque fueron amigas, amigos y amigues) decidieron iniciar sus procesos por diversas situaciones, pero, en general, había un motivo detonante para hacerlo: una pérdida, una ruptura, una experiencia particular, una necesidad específica del momento en que fueron, cada quien, con su terapeuta. Hubo de todo, psicólogos, psicomagos, psiquiatras, ericksonianos, constructivistas, neuroconductuales, humanistas, sistémicos, hasta Flores de Bach.

            Y como era de esperarse, conociéndome como solo me conocen mi amiguis, empezaron las sugerencias y los discursos sobre las bondades y maravillas de pagarle a alguien porque te escuche. Pero yo no tenía un problema. Sí, bueno, nada es perfecto y tal, pero repasando mi vida no encontraba motivos suficientes para ir a terapia. No tenía traumas. No necesitaba eso. Soy de los 80; si me sentía mal, estresada o deprimida, lo único que me hacía falta eran mis amigas y unas cervezas.

            Así las cosas, caí en el psicoanálisis. Ah, el psicoanálisis. Las primeras sesiones fueron muy reveladoras; sentí que entendía la Vida, el Universo, el Cosmos. Es decir, mi ombligo. Cada semana, después de hablar con mi terapeuta, me quedaba en un rush, ansiosa de la siguiente charla, incluso elaboraba mentalmente lo que le diría y pensaba en lo que ella me respondería y en lo que yo diría después. Casi como si estuviera enamorada. Porque claro que estaba enamorada; todavía lo estoy: de mí misma y del sonido de mi propia voz.

            Íbamos muy bien; habíamos pasado por los temas urgentes y la conversación empezaba a sosegarse supuestamente para ir más profundo o más lejos o más hacia atrás o más allá de mí. Fanfarrias: al Origen. Pasada la fase de la hipervaloración donde idealicé a mi terapeuta, ese periodo de tranquilidad en las sesiones me hizo notar lo obvio: que en realidad solamente hablaba yo y que las intervenciones de la psicoanalista se reducían a tres frases: 1) ¿Por qué? 2) ¿Qué sientes? 3) En eso hay que ahondar. Pero yo no sabía el porqué de ninguna cosa, ni qué sentía –o si sentía algo en absoluto– y después no ahondábamos en nada porque siempre había algo más de qué hablar.

            ¡Y me cobraba!

            Ah, la decepción. Esa sensación de estafa. De burla. Tiene algo de ignominioso darse cuenta de que uno no es tan listo como cree aunque no haya testigos.

            Sí, sí, sí, que la terapia es un proceso a largo plazo, que una vida entera sin “trabajar” mis emociones o ciertos sucesos no iba a resolverse en seis meses, pero a partir de aquella revelación, ya no tuve nada más que decirle a la terapeuta. Todo parecía banal, superfluo, insulso, indigno de enunciarse. ¿Que qué miedo el COVID? Pues el planeta entero tiene miedo. ¿Que qué estrés la tesis doctoral? Pues hay quien la escribe sin Conacyt. ¿Que qué ansiedad que el hijo no me hable? Pues yo no le hablé a mi mamá hasta que me cayó bien justamente porque el hijo se empezó a poner pesado, fue entonces que la entendí.

            Duh.

            Si antes deseaba que los días pasaran rápido para estar de nuevo en sesión, ahora me esperaba una semana incómoda, con una molestia constante de saber que debía responder la llamada de la terapeuta. Después, esa incomodidad se convirtió en tribulación y angustia y para cuando me di cuenta, estaba más triste que antes de conocerla. Ese dinero que primero parecía una gran inversión, empezó a parecer una pequeña fortuna tirada por el drenaje.

            Tenía que romper con ella.

            Pensé en decirle la verdad, pero no vi el caso. Pensé en decirle una mentira, pero no me merecía el esfuerzo.

            Y de pronto, del mismo modo en que la encontré –por equivocación– también surgió la manera ideal para terminar nuestro intercambio. Cuando hablé con ella pareció honestamente sorprendida –lo que me hace pensar, a la distancia, que no era tan buena analizando a las personas– y por un segundo me dio algo parecido a la nostalgia que casi me hizo retractarme pero me mantuve firme.

            No sé si mi experiencia con el psicoanálisis hubiera sido distinta de no existir la pandemia y de haber podido ir a tirarme en un diván o lo que sea, pero la verdad es que no pienso mucho en eso.

            Solo a veces, en las noches de insomnio en que estoy dando vueltas en la oscuridad de mi habitación, peleando con los gatitos por un poco más de espacio y comodidad en la cama,  me vienen pensamientos aleatorios a la cabeza, fragmentos de ideas o imágenes que no llegan a ser pensamientos completos, más bien como fosfenos intermitentes de ciertas personas que han pasado por mí –o de mí– o de ciertos eventos que estaba segura de haber olvidado; creo escucharme decir antes de quedarme dormida: ¿por qué?, ¿qué siento?, tal vez debería ahondar en eso. EP

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