De la rubia que todos quieren, a “La Güera” que todos creen conocer

Reseña sobre el reciente libro de Silvia Arrom: La Güera Rodríguez. Mito y mujer, editado por Turner-Noema.

Texto de 21/10/20

Reseña sobre el reciente libro de Silvia Arrom: La Güera Rodríguez. Mito y mujer, editado por Turner-Noema.

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Que era una casquivana, promiscua, que fue el azote de Humboldt y de Iturbide, quien incluso cambió el rumbo del desfile del Ejército Trigarante a su entrada a la Ciudad de México para pasar bajo su balcón, que fue una de las heroínas de la Independencia defensora de la República, que redactó el Plan de Iguala son algunos de los “milagritos” que se le han colgado a María Ygnacia Rodríguez mejor conocida como la “Güera” Rodríguez. Esa rubia que en el siglo XX fue catapultada a la fama en novelas, relatos y películas, cubierta de un halo de poder y seducción que deslumbraba a todos a su alrededor, quienes terminaban arrodillados a sus pies. En este libro, la historiadora Silvia Arrom desentraña uno a uno los mitos que han adornado la imagen pero también han ensombrecido las huellas de la “Güera” Rodríguez en la historiografía mexicana y, más profundamente, en el imaginario colectivo del México posrevolucionario.

El libro se divide en dos partes. En la primera, la investigadora rastrea con minuciosidad todos los documentos existentes en torno a María Ygnacia Rodríguez. Encuentra cartas, peticiones, actas de bautismo, matrimonio y defunción, pleitos por herencias y mayorazgos, retratos, descripciones físicas y de carácter; es decir, reúne cualquier vestigio que haya dejado la Güera. Así, Arrom va hilando con pulcritud y erudición pero sin petulancia los distintos retazos documentales que devuelven a María Ygnacia a su dimensión histórica. Perteneciente a la élite novohispana capitalina, la Güera era una mujer de gran belleza y espíritu vivaz que gustaba de ir a fiestas, pasear y tejer vínculos afectivos y amistosos que no necesariamente sexuales con hombres de su mismo grupo social. Muy joven, a los 16 años, se casó con su primer esposo, Gerónimo Villar Villamil con quien tuvo seis hijos y quien presa de los celos entablaría un juicio de divorcio del que más tarde desistiría. A los 27 años, la Güera enviudó con seis hijos, cuatro mujeres y dos varones. Dos años después se casó con un hombre mucho mayor de quien enviudó muy pronto, a los seis meses de casada. Lejos de ser una mujer de cascos livianos, lasciva y adúltera, María Ygnacia aparece en las fuentes como una viuda a la que se le murieron varios hijos en la infancia, maltratada por el primer marido que era terriblemente celoso, pero al mismo tiempo, se le muestra como una mujer capaz de sacar provecho de su posición y su circunstancia para sobrellevar penurias y remontar obstáculos. Con hermosos planos de la Ciudad de México, la autora nos sitúa en los últimos años de la Nueva España y los primeros de la nación independiente, nos lleva a los domicilios en los que vivió la Güera a lo largo de su vida.  Entre los diversos retratos atribuidos a María Ygnacia solamente uno, el menos  tentador y seductor y que abre el libro de Arrom, es el único fidedigno.

Algún lector podrá sentirse desilusionado al ver que la Güera no se compara en patriotismo y sacrificio a Leona Vicario o a Josefa Ortiz de Domínguez. No dedicó su vida a la causa independiente, ni dilapidó su fortuna para financiar la rebelión insurgente. Tampoco fue el cerebro detrás del Plan de Iguala ni motivó que Agustín de Iturbide hiciera desfilar al ejército frente a  su casa, no sostuvo un amorío con Simón Bolívar al que ni siquiera conoció en su fugaz paso por la Ciudad de México. Pero no hay que perder de vista que no solo las heroínas hicieron historia. Personajes como la “Güera” Rodríguez nos permiten atisbar en las vidas de aquellas mujeres que no vivían tan indefensas, sometidas al poder masculino sin posibilidad de gestionar sus asuntos, poseer propiedades o conseguir favores y dispensas como nos han hecho creer. La Güera tuvo amigos y muy buenos amigos, sin que ello significara que se había ido a la cama con ellos, aunque su primer esposo la acusara de tener amoríos con varios hombres, entre ellos el canónigo Beristáin. La autora insiste, cada vez que desvela un mito o más llanamente desenmascara una falsedad en torno a la figura de la Güera, en que no hay documentos que prueben tal o cual afirmación. Cuando la documentación no revela algún dato, la autora establece con sensatez y rigor académico las inferencias correspondientes. 

Que la Güera iba a fiestas y participaba de tertulias no es una novedad. Las mujeres de cierta posición social en su tiempo, contrario a lo que se piensa, tenían amigos, hacían fiestas, se enfrascaban en pleitos y hacían valer su palabra y sus derechos como lo hizo la Güera cuando fue condenada al exilio en Querétaro por su supuesta participación en una conspiración contra un oidor.

“María Ygnacia aparece en las fuentes como una viuda a la que se le murieron varios hijos en la infancia, maltratada por el primer marido que era terriblemente celoso, pero al mismo tiempo, se le muestra como una mujer capaz de sacar provecho de su posición y su circunstancia para sobrellevar penurias y remontar obstáculos.”

El libro no sólo desentraña las falsedades y la construcción de los mitos que se levantaron en torno a la Güera a partir de las corrientes políticas y del feminismo del siglo XX sino que hace un necesario ejercicio de análisis de fuentes primarias y de la historiografía producida en torno a la polémica figura, trabajo fundamental de cualquier historiador. Arrom pregunta a las fuentes y aunque no siempre responden, la autora logra escuchar el silencio e interpretarlo contrastando la información con otros documentos a sabiendas de que aun las fuentes primarias pueden mentir y que hay que tener un cierto recelo al consultarlas como es el caso de datos tan “neutros” como el acta de bautismo y de matrimonio, pues la Güera, que en sus terceras nupcias contaba 53 años, se casó con Juan Manuel de Elizalde, un hombre mucho más joven que ella y que en el acta matrimonial miente sobre su edad y aparece unos años más joven y el marido, unos años más grande. 

Que conoció a Humboldt mientras ella bordaba en un rincón de la sala es cierto, como lo es su estrecha amistad, y solo eso, con Iturbide. Que tuvo varios hijos y que se le murieron a muy temprana edad también es cierto, como lo es que sufrió la larga enfermedad y muerte de su hija Guadalupe, las muertes en la infancia de sus hijos Agustín y Victoria, las demandas judiciales de sus hijastros, de su hermana Josefa y de otra de sus hijas homónima de quien murió distanciada, también. Que supo sortear los vaivenes políticos en la guerra de Independencia sin comprometerse demasiado con ningún bando en aras de mantener sus propiedades, su fortuna y su posición, también. La Güera es digna de estudio aun a sabiendas de que no es la heroína independentista que todos anhelan, ni la rubia promiscua y rebelde que todos quieren. Sus huellas dan cuenta de la vida de una mujer convencional y algo solitaria dentro de las élites mexicanas de la primera mitad del siglo XIX, una vida en la que la enfermedad, la muerte de los seres queridos y los pleitos judiciales eran una constante con la que se vivía cotidianamente.

En la segunda parte, la autora dedica su análisis a desentrañar la construcción de la imagen de la Güera en el proyecto nacionalista de algunos autores que la rescatan y adornan en el siglo XX colocándola en un pedestal o reprobando su sexualidad desenfrenada de rebelde promiscua y heroína nacional, todo a un tiempo. La autora pasa de los textos de Mariano Torrente a Artemio de Valle-Arizpe (del que siempre hay que desconfiar cuando se trata de localizar datos fidedignos); analiza lo recogido por el descendiente de la Güera, Manuel Romero de Terreros, y muestra que no por ser su pariente hay que creerle a pie juntillas; considera la película de Felipe Cazals con Fanny Cano en el protagónico, y la producción literaria, histórica y fílmica del Bicentenario que buscaba personajes para acrecentar el panteón feminista de las heroínas nacionales. 

El oficio de historiar no se reduce únicamente a la investigación en archivos y a dejarse la vista en mamotretos de libros indigestos, sino también y de manera fundamental a desmadejar los estereotipos y prejuicios que van fijándose en la conciencia colectiva que distorsionan la comprensión y explicación del pasado histórico y que irreflexivamente se repiten a través de los años, los discursos y las imágenes que se enraízan en lo más profundo de las creencias.

Hay quienes siguen pensando que los historiadores somos ratones de biblioteca. En realidad, utilizamos lo que el historiador Carlo Ginzburg llama “paradigma de referencias indiciales”. Es decir, como lo demuestra el libro de Silvia Arrom, los historiadores se parecen más a un pesquisidor a la manera de Sherlock Holmes o de un detective como los  protagonistas de la serie norteamericana CSI (Crime Scene Investigation) que desconfían y cuestionan no solo de los testimonios, sino de los indicios, rastros, huellas y hechos por muy sólidos e irrefutables que parezcan.

La autora nos muestra en La Güera Rodríguez. Mito y mujer, cómo a través de la figura de María Ygnacia Rodríguez, una vez más, la historia se escribe y reescribe conforme a los valores y códigos de una época, bajo la lupa de los intereses políticos, las corrientes ideológicas y de género y de la construcción de la identidad nacional. Tal y como lo señala, “el pasado queda constantemente reelaborado para adaptarlo al presente”, reflexión indispensable a tener en cuenta  siempre que atisbemos al pasado, el contexto histórico y las fuentes. EP

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