Suárez Dávila, la insistencia de la economía política

En esta reseña, Juan-Pablo Calderón Patiño recorre «Un viaje por la historia económica de México (y sus crisis)», la memoria política y económica de Francisco Suárez Dávila, figura clave del desarrollo nacional, cuya voz insiste en la vigencia de la economía política como brújula para reconstruir al país.

Texto de 31/07/25

En esta reseña, Juan-Pablo Calderón Patiño recorre «Un viaje por la historia económica de México (y sus crisis)», la memoria política y económica de Francisco Suárez Dávila, figura clave del desarrollo nacional, cuya voz insiste en la vigencia de la economía política como brújula para reconstruir al país.

Francisco Suárez Dávila, Un viaje por la historia económica de México (y sus crisis). Mis primeros 80 años. México, Debate, 2023.

Sobresalía en las mesas de negociación de cada paquete económico cuando fue diputado federal por segunda vez. Si la política tiene el deber de articular buenas causas, él era un verdadero articulador en un Congreso dividido, donde no existía una mayoría parlamentaria, sino una primera minoría: el partido que lo llevó por la vía plurinominal al San Lázaro del Valle de México, no al parisino con su Gare de trenes, más o menos cercano al perímetro de Galerías Lafayette.

Era el México de los gobiernos divididos —entre 1997 y 2018— que había aprendido que ya no bastaba con la palabra del Ejecutivo federal: el Congreso de la Unión se había convertido en una base imprescindible para el quehacer político, especialmente cuando se trataba del Presupuesto de Egresos. El epicentro de esas discusiones era el célebre saloncito “tras banderas”, justo detrás de los grandes lábaros patrios que escoltan la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados.

En ese rincón del Palacio Legislativo, ya entrada la madrugada, se veía a Suárez Dávila negociando con funcionarios hacendarios como José Antonio Meade. Siempre afable, encauzaba las peticiones de último momento de factores de poder como los gobernadores o liderazgos de diversos sectores.

La memoria personal de hombres como Francisco Suárez Dávila, cuando atraviesa el campo público y de las ideas, puede incidir en la memoria colectiva e histórica de una nación. La de Francis —como se le llama con admiración y respeto— aporta de forma plena al México contemporáneo, al país al que aspiramos: una nave de porvenir que incluya a todos, no el sectario, el que vuelve al pasado para destruir o el que eclipsa las ideas en la oscuridad.

Bien lo advirtió Jorge Carrillo Olea: quienes tuvieron la oportunidad de ocupar algún peldaño del poder gozan de una memoria histórica que no pueden reservarse en exclusiva, pues antes que nada es patrimonio del andar histórico de un país que, como México, por su intensidad y la diversidad de sus territorios que abraza, no puede ser patrimonio unipersonal. Compartir las memorias del poder es una de las muestras más sinceras de vocación política que puede ofrecer quien, desde el aparador de la resolana del ayer, se atreve a calibrar con nueva mirada el caleidoscopio por el que transitó, incluyendo el cruce de su propio Rubicón.

Suárez Dávila tiene una virtud al escribir este libro: sabe unir su paso por diversas instituciones con su vocación por la economía política, a la que perfecciona con el basamento del campo jurídico, pero —antes que todo, y lo retrata con humildad— con el cúmulo de diálogos, travesías, debates y lecciones que recibió a lo largo de toda su vida. No es para menos: hijo de Eduardo Suárez, uno de los secretarios de Hacienda clave en la gran asignatura nacional que es el desarrollo, descubrió la escuela keynesiana con peculiar cercanía. Su propio padre, en 1930, en Londres, tenía contacto con el propio economista británico, y años más tarde, junto con un economista estadounidense, sería uno de los coordinadores de las mesas fundacionales del sistema de Bretton Woods. Ni más ni menos.

Las anécdotas que ilustra no lo retratan como la figura de un lamentable virrey —como los que hoy privan en el paisaje nacional del lastimado tejido político—, sino todo lo contrario. Supo aprender de cada diálogo con maestros que, sin ser necesariamente de aula, labraron su pensamiento bajo la luz de un convencido desarrollista o, desde la geometría ideológica, de un socialdemócrata convencido. Dialogar, en una de sus escalas europeas, con hombres como Octavio Paz; escuchar a economistas como Celso Furtado; o aprender de las lecciones de Maurice Duverger —el célebre politólogo francés estudioso de los partidos políticos— son experiencias que, sin duda, se convierten en lecciones inolvidables.

La misma experiencia enriquecedora la ofrece desde el aula en la Facultad de Derecho de la UNAM, ejemplo de la célebre expresión de Gabriel Zaid: “de los libros al poder”. Un semillero de la política con apellido, preparación, debate y contribución técnica a la causa del poder; jamás improvisación ni orfandad de agenda. Ese basamento fue crucial para su paso por Cambridge y para consolidar su esencia keynesiana, que si bien mantenía alejados ciertos vectores como el cálculo o el álgebra, Suárez Dávila supo hacer un esfuerzo por recuperar las ciencias exactas y darles el sentido de una economía política —no la del dogma de la econometría, que tiene en la estabilidad su deidad—. Para Francis, ese era el puente necesario para acercarla al verdadero desarrollo, que es el fin de toda política democrática: el bienestar ciudadano.

Es de resaltar que Suárez Dávila, como Subsecretario del ramo en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público durante la crisis de los años ochenta —la llamada “década pérdida”—, hace un trazo excepcional como buen testigo de una etapa en la que el entonces presidente de la República, Miguel de la Madrid Hurtado, hizo todo lo posible para “que el país no se nos fuera de las manos”. Con un déficit del 16 %, inflación a tres dígitos, el grave error de una banca nacionalizada, exportaciones petrolizadas y un desafío mayúsculo por el servicio de la deuda, el gobierno presidido por el colimense enfrentó una auténtica emergencia. A décadas de distancia, se aprecia el trabajo de los hombres y mujeres que contribuyeron a sortear un vendaval que pudo ser aún peor.

La desincorporación de un Estado que hasta fábricas de triciclos y cabarets tenía va de la mano de una banca nacionalizada que, después —presa de casa bolseros y de una regulación debilitada— terminó, en el sexenio zedillista, en manos extranjeras, al menos en lo que toca a los principales bancos. De la “privatización a la extranjerización del sistema de pagos”, remarca el grave error con precisión Suárez Dávila.

A la par de ello, y desde su experiencia en Nacional Financiera y el Banco Obrero, resalta lo vital de una banca de desarrollo que sirva realmente para eso: para el desarrollo. No como cortapisa de agencia de colocaciones, crédito entre cuates del poder o síntesis de labores, como en la pretendida fusión entre NAFIN y BANCOMEXT.

La posición del economista mexicano en Cambridge no es la del monetarista a ultranza, sino la del economista político que aprendió de su padre que el reto de México no es únicamente la estabilidad, sino la búsqueda del crecimiento per cápita que ahonde en el desarrollo nacional. Y vaya que lo dijo uno de los secretarios de Hacienda cuando el país crecía arriba del 6 % anual.

Resaltó la carrera parlamentaria de Francis en dos virtudes del viejo régimen: al Congreso no sólo iban los líderes de las facciones o grupos tradicionales de poder, sino también los técnicos, para dotar de ideas y maniobra un debate inteligente. La figura plurinominal, por la que arribó a la Cámara de Diputados, descubre en él esa virtud que hoy busca desaparecer el autoritarismo de una “izquierda” desmemoriada.

Como buen hombre de Estado, advirtió, la primera vez que el PRI lo llamó, que sería difícil buscar una diputación, pues, como funcionario público que vivía sobriamente de su trabajo, le era imposible costear una campaña política. Desde Insurgentes Norte le respondieron que iría por la vía plurinominal y que su lugar estaba asegurado. Además, en el preludio de los gobiernos divididos (1994-1997), el Ejecutivo federal necesitaba a un hombre de su empaque en la poderosa Comisión de Hacienda del Palacio Legislativo de San Lázaro.

La primera crisis de la globalización —el “efecto tequila”—, la caída del 6 % del PIB, la incertidumbre económica, el primer paquete de ayuda de la Casa Blanca y el debate del IVA encontraron en el diputado federal Suárez Dávila un buen camino en las fauces de la vida parlamentaria.

Años después, regresaba al salón de sesiones con sus 500 curules, pero en la orfandad política del “primer priísta de la nación” y bajo la primera alternancia presidencial, que ensanchó el largo camino democrático. Frente al desafío de la sombra presidencial —aún fuerte, pese a la figura de Vicente Fox—, supo instrumentar la dignidad republicana desde la Vicepresidencia de la Comisión de Hacienda, y dijo no a la fusión de la banca de desarrollo.

A esta aventura se sumó el juego de intrigas que culminó con la defenestración de la maestra Elba Esther Gordillo como coordinadora de los diputados federales. Suárez Dávila relata la participación de Heliodoro Díaz y la diputada María Esther Sherman, quienes lograron un punto de acuerdo en contra de la propuesta del titular de la SHCP —con quien él mismo convivió durante una estancia académica en Chicago—, para evitar que crujiera la ya frágil banca de desarrollo.

Supo articular, en política, sus dotes técnicas con la responsabilidad parlamentaria. Heliodoro Díaz, su entonces jefe, fue electo presidente de la Mesa Directiva y fue el último titular del Congreso de la Unión que, en el ya lejano 2005, respondió in situ un informe presidencial al Ejecutivo federal. Desde esa ocasión, el diálogo entre poderes permanece sin puentes.

Esa fue una legislatura de calado para Suárez Dávila. Y desde esa experiencia, tiene hoy la solvencia política para condenar que las iniciativas de la 4T no merecen “el cambio de una sola coma”, dando cuenta de que Morena y sus aliados —a veces con la excepción del PT— actúan como algo peor que una oficialía de partes del Ejecutivo federal.

Fiel a su vocación universal, supo instrumentar su llegada como embajador ante la OCDE en París —ahora sí, al otro “San Lázaro”, al “secretariado general de la globalización”, como lo llama José Ángel Gurría, que fuera su secretario. Su capacidad, una vez más, como articulador, permitió que las “mejores prácticas” se llevaran al mapa de las realidades de los varios Méxicos, todos tocados por su insistencia en la reforma fiscal: ese pendiente ancestral del que es, sin duda, uno de los mejores conocedores.

El libro de Suárez Dávila tiene la virtud de una prosa que sabe deslizar con oficio la intensidad de sus primeros 80 años. Es la voz del economista, pero también la del maestro, legislador, embajador, investigador y escritor que abraza la historia como eje de certezas y advertencias de donde no hay que repetir experiencias magras.

Con generosidad, el abogado y economista agradece a quienes lo han acompañado en sus múltiples etapas: desde sus compañeros de aula, partido y Hacienda, hasta sus mejores alumnos y miembros del Servicio Exterior Mexicano. Una enorme cualidad —la del agradecimiento— que no cualquiera ejerce. En ese gesto, su esposa Diana destaca como aliada formidable, entre episodios relatados con la virtud literaria de quien supo vivir el momento: como el célebre carrito de digestivos del icónico Hotel Península en Hong Kong, que deberá descubrir el lector.

La publicación retrata al hombre en su insistencia por debatir los grandes temas nacionales desde cualquier trinchera: el Grupo Huatusco, el Grupo Nuevo Curso de Desarrollo en la UNAM, el Centro Tepoztlán Víctor L. Urquidi, el COMEXI, entre otras plataformas serias e integradoras del gran talento mexicano en todas las áreas del conocimiento.

Sobresale, como buen realista, su oportuno trabajo en la Fundación Colosio, donde impulsó el pensamiento crítico junto a figuras que combinan la praxis política con la academia, como Samuel Aguilar Solís, Otto Granados Roldán o Marco Álcazar, entre muchos otros. La contribución que Suárez Dávila hizo en esos espacios fue reconocida con su designación como embajador de México en Canadá: una relación bilateral vital, muchas veces relegada por los presidentes, pero que él supo maniobrar y fortalecer con visión trilateral para América del Norte, incluso frente a nubarrones como el de las visas.

Sin exagerar, puede afirmarse que, desde el inicio de las relaciones entre Ciudad de México y Ottawa, Francisco Suárez Dávila ha sido uno de los mejores embajadores mexicanos en la nación de la hoja de maple.

Suárez Dávila, como reconoce, debió su carrera a su esfuerzo, pero también a una dinámica trascendental: la búsqueda de cuadros profesionales para gobernar, tarea perdida en todos los partidos políticos que ha derruido la calidad y la mística por el servicio público que le tocó a él y a muchos mexicanos y mexicanas.

Para cualquier estudioso del intrincado camino al desarrollo de México, con sus crisis económicas, el libro de Francis es obligatorio, porque no es el rosario de numeraria al vacío, sino la enorme inteligencia de acoplar lo cuantitativo con lo cualitativo de un actor y funcionario público en el momento preciso. Muchos académicos carecen de esa experiencia enriquecedora, por lo cual se pone en tela de juicio que El Colegio de México no le haya dado la titularidad de una cátedra por carecer de doctorado. ¿Cuántos académicos tienen la experiencia de alguien que escaló, por sus méritos, diversas posiciones de poder? ¿Hasta dónde llegan los conocimientos en la praxis, que ofrecen más empaque que el solitario grado de la soberbia de un doctorado?

Su valiente y decidida visión sobre la emergencia de una nueva fuerza política, MORENA —que está sangrando los baluartes republicanos de pesos y contrapesos, y que además vulnera la fortaleza democrática por la que lucharon mexicanos de todas las fuerzas políticas comprometidas con la idea de que la virtud de un demócrata va mucho más allá del sufragio— es profundamente significativa. Con datos en la mano, sin ambages, Suárez Dávila demuestra el riesgo que representa el peor presidente de México: Andrés Manuel López Obrador. Pocos pueden hacerlo con cerebro, porque en tiempos de polarización los ánimos suelen ser eso: ecos irracionales y emotivos.

Es destacable su reflexión sobre la “ganancia de pescadores a río revuelto” en torno a temas sensibles como el Fobaproa, el raquítico crecimiento y el torrente de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas. Todo ello fue gasolina para encender el fuego de la campaña política, primero a la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México y luego a la Presidencia de la República de López Obrador, quien se sabía no cumplía con los requisitos de residencia para gobernar la capital, pero que —por decisión presidencial de Ernesto Zedillo— obtuvo la autorización para ser candidato, y después, ganador.

En la parte final, Suárez Dávila advierte un anexo entrañable y enriquecedor: una evocación a su principal maestro de vida, Eduardo Suárez, quien —junto con José Yves Limantour en el porfirismo y el recordado Antonio Ortiz Mena en los años del desarrollo estabilizador— fue uno de los tres titulares de Hacienda y Crédito Público que permanecieron más de una década al frente de la dependencia, como constructores de un México en desarrollo, a pesar de las tormentas internas y externas que han acompañado invariablemente la implacable realidad nacional y global.

La obra de Suárez Dávila, como la de muchos funcionarios de notable capacidad técnica, sensibilidad política y entrega inquebrantable al servicio público, se inscribe en la larga dicotomía que con lucidez planteó Jesús Reyes Heroles, al afirmar que “hay países que, una vez que obtienen su desarrollo económico o cultural, alcanzan su desarrollo político; y otros, en cambio, que únicamente después de haber obtenido un alto grado de desarrollo político se inician en las rutas del progreso económico y social. Obviamente, el equilibrio entre los distintos aspectos de un desarrollo integral es clave de su solidez y de la reciedumbre de sus cimientos”.

Frente al desafío monumental que representa Morena en el poder, las amarras seguirán tensas en la misma senda, pero con el añadido ineludible de una reconstrucción que habrá de emprenderse cuesta arriba. En ese doloroso trayecto, la anemia fiscal y la debilidad institucional del Estado mexicano son los fantasmas a exorcizar.

Una diferencia de más de tres décadas me separan de “los primeros 80 años” de Francis, por ello es un honor compartir la mesa en el Consejo de la revista Este País, formidable invitación de Federico Reyes Heroles. Doble honor en la coincidencia de visiones que condensa en su expresión hacia mí de ser “almas gemelas en las ideas”. Muchos de los párrafos que termina Francis, finalizan con signos de exclamación y fiel a eso, termino este intento de reseña ¡más que 30 años este sí es entreveramiento generacional para lograr una mirada de Estado e insistir que la economía es política! EP

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