
En esta crónica, Antonio Moreno nos lleva a Belgrado: entre ruinas, fútbol y memoria.
Un viaje inesperado a Serbia revela historias de guerra, orgullo nacional y la figura inolvidable de Bora Milutinović.
En esta crónica, Antonio Moreno nos lleva a Belgrado: entre ruinas, fútbol y memoria.
Un viaje inesperado a Serbia revela historias de guerra, orgullo nacional y la figura inolvidable de Bora Milutinović.
Texto de Antonio Moreno 17/04/25
En esta crónica, Antonio Moreno nos lleva a Belgrado: entre ruinas, fútbol y memoria.
Un viaje inesperado a Serbia revela historias de guerra, orgullo nacional y la figura inolvidable de Bora Milutinović.
Para Mili Pajo, Nedjad Doriç y Senad Bislilmi, mis amigos bosnios
Era el último día que nos quedaba en Belgrado, la capital de Serbia, y la habíamos pasado muy bien hasta que llegó el gesto de ingratitud que te hace confirmar que los balcánicos son de mecha corta, pese a que recurra, por lo que pido disculpas por anticipado, a las filosas dagas de las generalizaciones; pero, para mediar toda clase de prejuicios, echo mano de la frase del más mexicano de los serbios, Bora Milutinović, “Yo respeto”, que debería considerarse como un mantra. Aunque en este caso la ingratitud no se manifestó como una afrenta necesariamente, sino como un acto de hostilidad individual de color local.
El aeropuerto de Frankfurt sirve de filtro para desplazarse hacia la región de los Balcanes. Nuestro itinerario, por los vínculos con algunas personas en Liubliana, indicaba hacer una conexión hacia Eslovenia; y de allí, a partir de las 11 de la mañana, por tierra, dirigirnos hacia Belgrado, con transbordo en Zagreb. Una leve variación en los planes (los billetes de bus, las reservaciones de hotel) alteraría radicalmente nuestro recorrido, empezando en la capital de Eslovenia, que nos sirve de punto de llegada y de partida hacia el resto de los países que formaron parte de la ex Yugoslavia. Según nuestros cálculos, estaríamos llegando a Belgrado dos horas antes de la medianoche.
Nuestro viaje estaba planificado meticulosamente. Contábamos previamente con una habitación en Liubliana en la que solíamos dejar las maletas para reducir el equipaje al mínimo y que, por lo mismo, llamábamos nuestro “centro de operaciones”. Tomamos camino y regresamos después de unos buenos días de ajetreo tan cansados y sucios como un trapo de cocina. Apenas aterrizamos, la azafata nos advirtió que habíamos perdido nuestro vuelo mañanero. Una persona de la aerolínea nos esperaba para ofrecernos dos opciones que prometían ser atractivas para nosotros.
Una joven mujer que hablaba un inglés nada burocrático y que resultó ser de origen albanokosovar y que quería transmitirnos buena vibra, porque no había sido nuestra culpa sino de la aerolínea, nos planteó dos ofertas nada despreciables hasta cierto punto, con los billetes de avión en las manos. La de Polonia la descartamos en seguida; perderíamos dos días valiosos, y con esa reducción no alcanzaríamos a llegar ni a la frontera de Montenegro, estando allí, en Dubrovnik, que queda a tiro de piedra. Aceptamos la opción de Belgrado, que, si todo hubiese salido bien, habríamos llegado pasadas las 2 de la tarde de ese mismo día, pero con todo y chivas.
La empleada de la aerolínea que nos esperaba cruzando la manga de arribo se llamaba Valdete Shala, de unos 35 años y ojos chispeantes como su curiosidad; me dijo que los viajeros que provienen de vuelos desde los Estados Unidos, generalmente, no se dirigen a los países balcánicos; optan por Alemania, Francia o los Países Bajos. Ese desdén de los viajeros me hizo recordar la primera página de la novela de Stoker, donde las opiniones taquigrafiadas del abogadillo Jonathan Harker, y que no se parecen al desdén cultural de los viajeros actuales que éste manifiesta cuando dice que Budapest, una ciudad hermosa (más le vale), y el Danubio, sirviendo de frontera entre Europa y Oriente, muestran el ingreso inmediato en una región donde prevalecen las costumbres turcas —y añadiría los aromas del falafel, los yogures, los shawarmas, las baklavas, las dolmas, los kebabs—; este dicho se acerca no a un desprecio directo sino a una posición cuajada de prejuicios. Por eso es importante, lección que aprendí de Claudio Magris, saber diferenciar los intereses tanto del sedentario como del nómada. El sedentario construye paisajes, mientras que el nómada los describe o bien trata de transmitir sensaciones.
En dos horas estábamos aterrizando en el aeropuerto de Belgrado, con el recuerdo fresco de la pregunta que me formuló la chica albanokosovar. Ella se mostró asombrada por nuestro ambicioso plan de explorar todos los países balcánicos (10 en total, incluyendo Moldavia, Rumania y Turquía), de los cuales hasta ese momento habíamos visitado la mitad.
Nuestro propósito era simple: empezar con rastrear culturas, explorar modos de vida rural y urbano, celebrar la variedad culinaria sin jamás privarse, igual que don Sancho Panza, “de la buena pitanza” que se ofrece en puestos callejeros o en restaurantes de postín. Buscábamos cotejar dinámicas entre los creyentes y las religiones dominantes, atestiguar si las querellas políticas seguían vigentes como los odios y resentimientos que parecían perpetuos.
Queríamos visitar mercadillos y supermercados, porque allí palpita el corazón de la ciudad, hablar con la gente y, principalmente, en esos encuentros metafísicos y tangenciales, escuchar sus opiniones. Compartíamos pasiones seculares como el fútbol, y también el basquetbol, pero en lo que hace la diferencia, por su arraigo cultural, es el mariachi, el bolero ranchero y la sevdalinka. Estas canciones, consideradas como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, que nunca imaginé que calaran tan hondo sin entender sus letras, sonaban como un conjuro contra el desamor, tan doloroso que provocaba ganas de llorar como si escucharas una canción de José Alfredo Jiménez en el rincón de una cantina.
Todo esto, en un intento por desmontar las miradas simplificadoras que reducen a México a una postal turística (tan bonita como Cancún, el destino deseado por cualquier europeo del este) y a la violencia de las narcoseries, pese a que la ficción, en este caso, no supera la desgraciada realidad del dominio y los estragos del crimen organizado.
En pleno vuelo, mi hijo me recordó que, de no haberse alterado nuestros planes originales de viajar en bus desde Eslovenia, estaríamos cruzando en ese momento la llanura Panonia. Recordamos nuestro viaje del año pasado a finales de noviembre, cuando nos dirigíamos a Budapest, con destino final a Viena para visitar la tumba de Maximiliano de Habsburgo en la Cripta Imperial de los Capuchinos.
En esa llanura que observamos desde la ventanilla del autobús, que posee una de las tierras negras más fértiles del planeta, no podía dejar de pensar que en algún lugar de por acá, hace muchos siglos, galopó Atila con sus valerosos e infatigables guerreros. De pronto, una voz de la cabina de pilotos nos sugirió que Belgrado se encontraba cubierta bajo un manto de fina nieve.
En el asiento de en medio, un hombre de poco más de 70 años se movía inquieto. Cuando el piloto repitió la información en alemán, él sacó su celular con urgencia para tomar fotos, gesticulando para pedirme cambiar de asiento. No hablo ni jota de alemán ni de serbio, pero sus señas eran tan transparentes como para comprender todo lo que me comunicaba.
Después de tomar decenas de fotos, me contó que había nacido en Belgrado en 1953, que se llamaba Dragan, y que residía en Frankfurt desde 1968, donde se había jubilado como conserje en una clínica. Añadió que estaba muy emocionado porque no visitaba su ciudad de origen hacía más de 30 años. Dragan y yo sostuvimos una conversación alrededor de diez minutos empleando idiomas distintos (él, serbio y alemán que salpicaba con frases en inglés), y aún no he podido salir del azoro.
Saliendo del aeropuerto para tomar el taxi que nos llevaría al hotel (a 30 minutos de distancia), la primera estampa de Belgrado fue como yo me la había imaginado, sin esa pálida finura que le otorgaba la nieve, pero sí con los vestigios arquitectónicos de la estética del mundo soviético. A medida que nos alejábamos y el chofer ingresaba a la autopista, más allá de los campos de cultivo, percibimos sin necesidad de las descripciones metafóricas (cajas de zapatos o las típicas casas de seguridad de la policía secreta) edificios uniformes, austeros, grises, sin ornamentos, carentes de diseño, aunque funcionales a primera vista.
Con la experiencia ganada a partir de la charla sostenida con Dragan, con el taxista hablé de temas más complejos (hablando en dos idiomas distintos, él, un serbio que se cuece en sus propias consonantes, y yo, un idioma inglés entre chapurreado y casero), la migración musulmana de los últimos años y las estrategias del gobierno para contenerla a como dé lugar; el viejo perfume soviético cuyo aroma sigue todavía flotando en el éter como un colibrí perdido; la febril necesidad de migrar a Alemania o a Australia. Con mucho más fervor, cuando salió a relucir el nombre de Joseph Biden (expresó palabras de ofensa, de eso no nos quedó dudas, señalado como responsable del bombardeo a Belgrado), y ya no digamos del tema que todos quieren ocultar, pero emerge por sí mismo a la menor provocación, la invasión a Bosnia y la limpieza étnica, que, si alguien añadiera o pensara en adjetivos condenatorios, como horror, abominable, no capturan la brutalidad de esos hechos. Y aun así nos entendimos.
Nos bajamos del taxi y el botones nos arrebató las maletas de las manos, de un hotel cuyo nombre provoca, sugiere, te mentaliza y no es para menos: Hotel Copérnico Praga. En esa zona céntrica de Belgrado, con sus edificios en bloques, oficinas, tiendas y apartamentos, a menos de cien metros, se alzaban unas moles inexpugnables, propiedad de la embajada rusa; todo lujo podría resultar estéril y vacuo si se contemplara fuera de su particular contexto histórico. Había nevado en días pasados; estábamos en las últimas semanas del otoño y podíamos percibir el veloz arribo del invierno, que traía consigo las reuniones familiares y las fiestas típicas.
En esta ciudad de casi 2 millones de habitantes, la más poblada de los países de la antigua Yugoslavia, las calles son extensas y bulliciosas, forman meandros como los dos ríos poderosos que confluyen y la circundan, el Sava y el Danubio. No existe lugar con dos ríos adyacentes, con esas proporciones, que no albergue más sueños dorados que oscuros o lamentables. Lo único desafortunado es que el país carezca de acceso al mar; pero qué más da, en cierto sentido, está la sabrosa vida rivereña. No puede haber momento de malestar sin que la cercanía de estos ríos no cure la melancolía y esas sensaciones de inutilidad que te carcomen por dentro en ocasiones.
Las danubianas tentaciones de Belgrado desafían y dispersan itinerarios. Y aunque sea otro país con su respectiva lengua balcánica, la ciudad muestra filamentos tenues que cohesionan el resto de los países que por mucho tiempo compartieron agendas políticas, idiomas comunes y una misma plataforma ideológica; sobresaltan rotundos usos y costumbres de la cultura actual, en tanto que, en Zagreb, Liubliana, como en Sarajevo y Podgorica, todos visten de modo idéntico y no hay nadie que no esté pegado a la pantalla de un teléfono celular. No es como ir a África, Asia o América Latina, donde para no perderte ante tanta variedad, puedes concentrarte para reflexionar sólo en una fruta que no has visto ni probado nunca en tu vida, y de hacer de la cáscara la prolongación de ideas identitarias. Belgrado es tan manejable como si decidieras visitar en tres días dos municipalidades de Ciudad de México.
En dirección hacia la iglesia de San Sava (a pie desde el hotel nos llevó 50 minutos, en un día parcialmente soleado), nos detuvimos en algunos edificios con daños totales, devastados por las bombas lanzadas por las fuerzas aéreas de la OTAN, y el principal promotor del ataque fue el entonces senador por Delaware, Joseph Biden, en 1999. Asumimos que esas ruinas están allí con fines políticos e históricos, el mensaje se traduce como un “no olvidar”, de la misma manera que para los bosnios pueden convertirlo en un lema indeleble por la invasión y las consecuencias funestas. Todo es un coctel que ni las mismas religiones de la zona podrían mejorar para beberse sin temor al envenenamiento, aunque sí postergar la bebida potencialmente letal. La fachada de una de las más importantes iglesias del mundo ortodoxo, cuya construcción comenzó en el siglo XX, nos sacó expresiones de asombro.
Era domingo y había acudido mucha gente al servicio religioso en la iglesia de San Sava. Antes de ingresar al recinto, nos acercamos a unas estructuras de hierro de dos niveles, con agua en el fondo, que luego supimos que eran candelabros, aunque inicialmente, por la forma, pensamos que eran asadores (quizá, de tanto caminar, ya empezaba el hambre a repiquetear campanas). Los integrantes de una familia de Sremski Karlovci, un pueblo cercano a la capital, que viajan cada domingo para asistir a la liturgia (equivalente a la misa en el mundo católico) y después comer y visitar a familiares, nos explicaron que en el nivel superior se colocan velas para desear lo mejor a nuestros seres queridos vivos, y en el inferior, velas para recordar a nuestros muertos. Sobre todo, si es la primera vez, el interior de San Sava te apabulla, pero luego, por la luz y el colorido te recuperas de inmediato. La imagen dominante del Cristo Pantocrátor, omnipresente, se torna salvífica, te sigue sin parpadear hacia donde te dirijas, escudriñando lo que te salva y lo que te condena. No hay bancas para sentarse, el creyente escucha de pie la liturgia (como si quisieran crecer más de la cuenta, advertimos a ojo de buen cubero que la estatura media de los allí congregados iba del 1.95 a los 2,10 metros, sin caer en las exageraciones por sentirme intimidado con mi chaparrona estatura de 1,80), y los que comulgan toman de una cuchara la mezcla del pan y el vino, y no cambian de cuchara.
A cuarenta minutos de allí, a paso veloz, sintiéndome un poco más ligero de espíritu (es que trato de luchar siempre contra las herejías que me dominan y, como parte de mi filosofía personal, respeto mucho a la gente que se reúne cada semana para reinventarse y fortalecer los mitos y la imaginación), le advertí a mi hijo que no nos iríamos de Belgrado (ya habíamos comido en dos o tres restaurantes de autor para manducar la mejor cocina serbia, que, de tan buena, te chupas los dedos) sin visitar la estatua de Gavrilo Princip, el asesino del archiduque Francisco Fernando y su esposa, en Sarajevo, ciudad que nos esperaba con los brazos abiertos, y las tumbas de los escritores Milorad Pavić y Danilo Kiš.
No fue tan difícil encontrar la estatua del joven nacionalista serbio cuyo acto político, premeditado y calculado por la organización Mano Negra, integrada por rabiosos militares que querían desafiar y desestabilizar el imperio austrohúngaro. Y nadie sabe para quién trabaja, con todo y una guerra monstruosa que derivó de ese plan orquestado por los nacionalistas para fundar la Gran Serbia. Nos quedamos un buen rato observando la estatua en medio de un parquecillo, rodeado de edificios de apartamentos y cafeterías, tan insignificante ya como la caca de los perros que iban a hacer sus necesidades, y sus amos desconocían quién demonios era Gavrilo Princip. Y yo, particularmente, no podía creer que los que llevaban a sus mascotas o cruzaban por allí no supieran de las tropelías de ese joven serbio y todo lo que desencadenó: ¿un domador de pulgas?, ¿un vendedor de enciclopedias de los años setenta?, ¿un meme petrificado como la mujer de Lot?, ¿un diputado corrupto?, ¿un hacker de moda?
Aún no se me quita la costumbre de visitar tumbas de escritores o de seres que desafiaron los límites de lo posible, como las de Bruce Lee, en Seattle, o la del inolvidable Billy the Kid, en Fort Sumner. La vida de ambos fue pura acción literaria, cometieron crímenes que, hoy en día, resultan demasiado estéticos, casi rozando con la ficción misma.
La de Pavić y Kiš es una literatura que pudo haber sido morganática (sin herederos) de no haber aparecido en el firmamento la prosa y el modo de ejercer la imaginación del novelista y también profesor Svetislav Basara, quien a pesar de no formar parte de la misma generación (los anteriores padecieron las rupturas que genera una guerra, las disputas políticas, la vigilancia secreta y el estigma del exilio) comparten rasgos literarios que rompen con la forma de contar historias. La extraordinaria habilidad de estos tres escritores, sin excepción, para manipular lo apócrifo y darle sentido para desmontar ciertas posiciones que pasan por verdades, la de difuminar la frontera entre realidad y ficción y, aún más importante, poner de rodillas a la inmisericorde verosimilitud en el relato.
Salimos tarde del hotel, entre que preguntamos cuál era la mejor opción para llegar al cementerio Novo Groblje y en mi caso terminar de convencer a mi hijo para que me acompañara. Estaba cansado de tanto caminar. Al siguiente día de nuestra partida hacia Sarajevo, teníamos que hacer un recorrido por mercados y algunos sectores urbanos, cruzando los ríos, por lo que hacía imposible posponer la visita de ultratumba al cementerio. Calculando que teníamos dos horas antes de que cerraran las puertas a las visitas, perdimos un valioso tiempo. Al final, decidimos caminar y de retorno contemplamos tomar un autobús que nos dejaría a dos cuadras de una céntrica librería con uno de los mejores catálogos de la ciudad.
Era cuestión de tomar camino en ese momento o, de plano, me perdería de la oportunidad de ir a saludar a los dos escritores que admiro. Un recorrido ritualístico como el que organizo cada vez que estoy en Buenos Aires, del barrio de Palermo al barrio de Retiro, justo en la mera esquina de la calle Maipú al 994, en ese departamento del sexto piso que sirvió como la última morada de Borges antes de irse a morir a Ginebra.
Después, ya en la habitación del hotel, con los pies adoloridos, coincidimos que el paseíllo hacia el cementerio, durante el trayecto de ida y vuelta, habíamos conocido algunos rostros de Belgrado que de otra manera no habría sido posible, con restaurantes, cafés y calles con paisajes urbanos atractivos, y especialmente con la gente que sale a pasear con sus mascotas, parejas tomadas de las manos, buscando rinconcitos propicios para pasar desapercibidas, y niños que hacen de los parques su segunda casa.
Percibimos, finalmente, el pulso de la ciudad; y si eso ocurre, concuerdan los animales urbanos, es apta para que vivas allí como si fuera tuya. Para dar con la tumba de Pavić no fue fácil, a medida que preguntábamos a una, dos, tres, cuatro personas que nos topamos en el camino (contra todo lo que el Google Map nos indicaba, los transeúntes, verdaderos conocedores del área, nos señalaban un camino diferente), perdíamos cada vez más la oportunidad, si bien nos iba, de visitar la de Kiš, la mismísima tumba de Boris Davidovich, nombre que forma parte del título de una de sus novelas más celebradas por la crítica. Porque ingresamos al cementerio a treinta minutos de que lo cerraran, mientras la oscuridad se suspendía y con un sobrecogimiento, que no nos pareció común, nos sorprendieron los graznidos de una parvada de cuervos que revoloteaban sobre la zona en que podía ubicarse la tumba de Pavić, y de un momento a otro, presentí que nuestra búsqueda podría ser fallida.
Uno de los agentes de seguridad del cementerio, que se desplazaba sobre un carrito de golf hacia las oficinas aledañas a la entrada principal, se detuvo abruptamente para decirme que ya nos quedaba poco tiempo, noción que me aterró porque estábamos a minutos de que oscureciera, y yo, confuso y un poco acongojado por no haber sido capaz de dar con la tumba. Antes, el agente se cercioró en el mapa y me aseguró que la encontraría a cuatro lotes hacia el norte de donde nos encontrábamos.
Llegué de inmediato a un área de tumbas que me pareció que podría ser de los ilustres de Serbia, por el diseño y la calidad palpable, empezando con la sobria brillantez del granito y la inmortalidad del mármol. Empecé a dar vueltas en círculos, en el mismo sitio, como si hubiera ingresado involuntariamente a un laberinto, y concluía en la tumba desde la que había partido inicialmente.
A no ser por una pareja que se mordisqueaba las orejas y se besaba con la suficiente saña que exige el deseo impostergable, y con las disculpas por delante, tuve que interrumpir la escena con más pena que morbo, y de haber sido director de cine habría ordenado que la escena se repitiera desde el principio.
Si no hubiera sido por ella, la chica que tomó la iniciativa en ayudarme (el joven seguía recostado sobre la lápida con los ojos en blanco y de inmediato un aroma de cannabis empezó a propagarse), jamás habría dado con la tumba de Milorad Pavić, que estaba allí a tres metros de mí. Por la sencilla razón de que los nombres de los huéspedes del cementerio estaban escritos en el alfabeto cirílico serbio.
Tomé un par de fotos con la escasa luz que quedaba y aún, extrañamente, en esos momentos que le preceden al encuentro cercano del tercer tipo, las hojas de los árboles seguían agitándose, el graznar de los cuervos se había intensificado, y esa luz débil, reitero, como un pabilo a punto de extinguirse de un soplo, comenzó a brillar con una luz tenue y rojiza.
Para cortar por lo sano, en el posible caso de una manifestación indirecta, le dije a Pavić que no era mi culpa haber llegado tarde, que había que ser un poco más pragmático y traducir los nombres de los huéspedes ilustres como él en otros idiomas. Y santas pascuas. Que todo viaje a Belgrado termina por ser incompleto, siempre queda algo por visitar como la tumba de Danilo Kiš, y me marché en seguida como alma en pena.
Fuera del cementerio estaba esa realidad granulada que necesitaba para caminar con seguridad y percibir el mundo con mis propias certezas. Mi hijo, mientras su padre experimentaba un encuentro con “el más allá”, me compartió sus recientes investigaciones que hizo en el celular. Ayudó muchísimo más porque no era necesario tomar ningún autobús. Así las cosas, nos enfilamos hacia el distrito histórico para tomar café en algún sitio cercano a la librería Knjižare Vulkan y después comprar alguna novela reciente del prosista Svetislav Basara. No encontré ningún ejemplar traducido al inglés, menos en español, contrario a las principales librerías de Liubliana y Zagreb que cuentan con un buen catálogo de autores españoles, especialmente una buena dotación de las novelas de Javier Marías. En Belgrado, no hay librería que no exhiba una buena cantidad de libros en ruso y en alemán, que es la segunda lengua que más se escucha en lugares públicos.
El último día en Belgrado había transcurrido sin sobresaltos ni novedades, como el de montarnos en buses para recorrer los alrededores y comprobar de nueva cuenta que la ciudad, por momentos, pierde ligeramente su belleza y adquiere el tono metálico de las construcciones soviéticas; o, en su defecto, y no como una metáfora, abundan edificios derruidos que, sin duda, constituyeron parte de una época de lejana pujanza. Nuestra meta era llegar al momento del ocaso; fue la recomendación que nos hicieron muchas personas y que no deberíamos perdernos por ninguna razón.
Poco antes de las 4:00 de la tarde, ya estábamos en el mirador de la fortaleza de Kalemegdan. El río Sava, que viene de Zagreb, confluye con el río Danubio, que viene de Budapest. Ese encuentro de los ríos sobrecoge, no tanto como el ligero tintineo de lo sobrenatural en el cementerio. Ambos, en el fondo, son umbrales de algo desconocido. El choque de las aguas del río, que llaman “el beso de los ríos”, provoca un efecto visual conmovedor; y aún más por el toquecillo poético que le otorgó el desvanecimiento vacilante de la luz del sol sobre los ríos, digno de recordarse como una postal que encarna la nostalgia y, por qué no, la fraternidad entre los pueblos, para atenuar un poco ese ambiente inflamable que dominó por mucho tiempo en los Balcanes. La fraternidad durante la última década del siglo pasado fue puesta en pausa y dominó la agresión, encarnada por un tosco y borracho de aldea.
Que puede saltar en cualquier momento, con un impulso jadeante y que no conoce la hospitalidad o la ejerce a su conveniencia. Este rasgo, sin generalizar, podría ser el encanto torpe de la cultura del encontronazo y el temperamento bilioso de los Balcanes. El mal carácter es perceptible y está siempre al acecho, en el café, en el mercado; y cuando no emerge como navaja filosa, nace el lirio de los valles, la flor nacional de Serbia, en son de paz. El recepcionista, un jovenzuelo de más de dos metros, quien por su quietud pacífica de lirio campirano semejaba un osito panda buena onda y servicial, nos dijo que el taxi nos estaba esperando, no sin antes cobrarnos unas minúsculas botellitas de licores del país que (oh, mísero de mí, se lamenta el Segismundo de Calderón) yo creí que era un buen gesto de cordialidad de la administración del hotel hacia nosotros.
El taxista era un ingeniero jubilado que había pasado algunos años en Chicago, y estaba muy interesado en el triunfo de Donald Trump y más enterado que yo de la política doméstica de los Estados Unidos. Nos despedimos y no sólo se encargó de sacar las maletas de la cajuela, sino que nos deseó suerte en nuestro viaje a Bosnia Herzegovina y me dio un abrazo como si fuese un pariente o un amigo al que no había visto durante años.
Antes de que el taxista se marchara, le pedí de favor me tradujera el nombre de la nueva estación de autobuses de Belgrado, que veíamos a lo lejos. Con sorna o no, pero ese fue el gesto que percibí en su rostro, me dijo que se llamaba “La lucha contra el fascismo”. Ingresamos; de inmediato revisaron los billetes y nos indicaron el andén que nos correspondía. Nos advirtieron que alrededor de las 4 de la mañana haríamos un trasbordo en Visegrad (un pueblo bosnio), y de ahí a Sarajevo, nuestro destino final, eran de 2 a 3 horas de distancia.
Una pasajera (que por el color negro de sus ojos me hizo recordar aquella sentida canción de Miguel y Miguel, y estuve tentado a preguntarle si realmente iba a Magdalena a visitar a sus padres), me dijo que teníamos que pagar lo equivalente a un euro por cada maleta, de lo contrario no podíamos embarcarnos en el autobús. Casi entré en pánico cuando me percaté de que sólo traía unos cuantos billetes de a dólar.
Me acerqué al ayudante con el cuidado que uno tiene si es un tigre el que tiene uno al lado, que ya manifestaba cierta hostilidad hacia los demás. Contrario al fenómeno idiomático que se dio con Dragan y el primer taxista, éste manifestaba una rudeza innecesaria y, de antemano, me dije que con esa actitud no nos comprenderíamos nunca.
Con los cuatro billetes de a dólar en las manos, le pregunté en inglés si podía yo cubrir el pago en una moneda distinta a la que él indicaba. Enseguida, luego de ver los dólares, estalló en ira. La furia del tigre de los Balcanes nos despelucó a todos, pero especialmente a mí, cuyos insultos sin necesidad de mosquearme o evadirlos como si de proyectiles se trataran, chocaban sin éxito contra mi chaleco antibalas, gracias a la ignorancia de no saber su idioma. Para ofenderse, primero hay que sentirse aludido, y ese no fue mi caso.
La pasajera de Miguel y Miguel, incapaz de seguir presenciando un ataque con semejante saña, le acercó los dos euros al ayudante del chofer, quien enseguida dosificó su actitud beligerante. Mi hijo hizo lo mismo para decirme al oído que, por la reacción del rostro del resto de los pasajeros, el tigre de los Balcanes me estaba ofendiendo.
Yo le dije que no había de qué preocuparse: para el ayudante podía tener un efecto catártico (su rabia, reflexioné en el trayecto, era contra lo que él asociaba con los dólares, contra un país, por lo que los veía como si fuesen estampas del diablo) y para mí, motivo de introspección, de que las ofensas y los verdugueos, las comprendamos o no, son benéficas de algún modo (como que a veces nos las merecemos).
El insulto debería de estudiarse no como lenguaje o juego semántico de la agresión, sino como geografía emocional: en los Balcanes puede ser peligroso, ante gente que no conozcas, encender un cerillo en la vía pública.
Llegando a Visegrad, cambiamos de autobús. Y no dejaba de recordar el rostro de la pasajera de Miguel y Miguel, a quien agradecí y le di los cuatro dólares; se ruborizó y se negó por completo a traducir una de las ofensas.
El trasbordo fue rápido, pero como yo seguía con esa espina clavada, y aunque no sentí efecto alguno, tenía ganas de devolver el golpe. Y como nos quedaban algunos minutos para partir, bajé del autobús, busqué al ayudante del chofer en la pequeña estación de autobuses, donde tomaba plácidamente una taza de café.
Luego de que el ayudante del chofer notó mi presencia y giró ligeramente hacia mí, a medio tono, suficiente para que él escuchara, le dije, a sabiendas de que no hablaba un mínimo de inglés:
—Yo respeto, Sana Baviç.
Seguro captó la similitud fonética de “son of a bitch”, y escuchó, por el sonido, algo familiar en su propio idioma, como /Sana Baviç/. Quedó en ascuas como yo. Si acaso pensó en alguna expresión nueva, en una frase que le sonara local y que básicamente no significó nada. Y murmuré: “Va por ti, Bora Milutinović”. EP