Esa tarde de fin de primavera habíamos comido cerdo con verdolagas y tortillas de mano, gracias a Doña Mari. Aunque me embriagaba el olor de las flores blancas de café, sabía que el día iba a ser muchas cosas, pero no apacible, porque desde la mañana había percibido un olor a cuero abatanado y a […]
Esa tarde de fin de primavera habíamos comido cerdo con verdolagas y tortillas de mano, gracias a Doña Mari. Aunque me embriagaba el olor de las flores blancas de café, sabía que el día iba a ser muchas cosas, pero no apacible, porque desde la mañana había percibido un olor a cuero abatanado y a […]
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Tiempo de lectura: 8minutos
Esa tarde de fin de
primavera habíamos comido cerdo con verdolagas y tortillas de mano, gracias a
Doña Mari. Aunque me embriagaba el olor de las flores blancas de café, sabía
que el día iba a ser muchas cosas, pero no apacible, porque desde la mañana
había percibido un olor a cuero abatanado y a sudor; de todos modos, durante
unos minutos me permití entrecerrar los ojos y abandonarme al disfrute de una
breve sobremesa silenciosa. Justo cuando iba a medio cigarro después del café,
escuché los pasos de pies pequeños que corrían a toda su capacidad sobre el
polvo del callejón trasero. Pude oler el llanto y el aliento escaso, sobre
todo, pude oler el pánico.
Salí aprisa del comedor,
Rop se levantó de la mesa y fue detrás de mí. Le hice una seña de que se
mantuviera a distancia y me dirigí al patio trasero para meterme al callejón
por la reja de madera. Mientras avanzaba con paso de gato, compuse mi cara para
parecer tranquila y despreocupada. Cuando pude escuchar su respiración agitada
me erguí, metí las manos en los bolsillos del pantalón y fingí que andaba por
ahí paseando casualmente.
Me detuve a unos pasos
del árbol detrás del que se hallaba escondida (una pimienta que siempre me
había caído bien), contemplé el cielo inusualmente claro y saqué los cigarros
para encender uno, con mucha parsimonia. Rop no hacía absolutamente ningún
sonido, pero yo sabía que estaba a pocos pasos, también fingiendo que
contemplaba el paisaje, por si acaso.
Los animalitos
asustados, cuando se esconden, se quedan muy quietos y vigilantes. Yo me
entretuve un poco con el cigarro y luego me llamó muchísimo la atención el
follaje de la pimienta, qué árbol más interesante. Me acerqué como quien no
quiere la cosa, levanté unas cuantas hojas del suelo y hasta masqué una. Ella
había recuperado un poco el aliento, pero seguía muerta de miedo. Me entretuve
un poco más y luego dije, en voz alta: “Eres un árbol muy bonito,
debería dibujarte”. Le pasé la mano por la corteza, me senté y recargué la
espalda en el tronco. Ella se removió un poco entre el follaje de los arbustos
descuidados de café que estaban a unos pasos y se acomodó sobre el suelo; supe
que empezaba a sentir curiosidad.
Me terminé el segundo
cigarro y decidí que era hora de levantarme. Hice todo con mucha pausa. Le di
la vuelta al tronco de la pimienta, volví a pasarle la mano por la corteza y
hablé otra vez, en voz baja: “Yo creo que la luz va a estar buena toda la
tarde. Voy por mi cuaderno”. Regresé a la casa.
Doña Mari recalentó un
poco del cerdo y yo preparé una infusión de azahar con anís y miel. Rop me
trajo un cuaderno viejo de papel fabriano y yo me reí un poco. Si hay algo para
lo que no tengo talento es para dibujar, pero eso no impide que lleve varias
décadas insistiendo en tomar clases.
Ella seguía allí,
escondida. Se había quedado dormida y no se despertó sino hasta que yo empecé a
hacer un poco de ruido, con mucho cuidado, para disponerme a dibujar. Decidí
que era mejor dejar que se enfriara la infusión y no el cerdo, así que abrí el
termo y me serví un poco, en la tapa. Empecé a hacer trazos, con cara de
concentración, y noté cómo ella volvía a acomodarse; seguía oliendo a miedo,
pero ya no estaba fuera de sí. No había regresado a su casa, eso significaba
que prefería quedarse a la
intemperie o exponerse a encontrarse un animal antes que volver, lo que
estuviera esperándola resultaba más amenazador. Yo empecé a sentir un
poco de vértigo en la boca del estómago. Se avecinaba el cambio.
Dibujé durante una media
hora, caminando a veces alrededor del árbol y otras hablándole en voz alta,
luego decidí que era momento de atender un asunto en la casa. Dejé todo en el
suelo, en la manta que había llevado. Las tortillas iban a estar un poco frías,
pero todavía suavecitas. Eran las tres de la tarde.
Convoqué a una reunión
de emergencia.
Nos sentamos alrededor
de la mesa. Doña Mari había hecho café, necesitaríamos estar alertas. En esos
años la Compañía era pequeña, estábamos viviendo a las afueras de Cuetzalan y
los espectáculos que montábamos eran más para los turistas que llegaban a
Zacatlán y para la gente que subía desde Zacapoaxtla, pasábamos una época de relativa
molicie y algunos de los integrantes habían encontrado trabajos temporales en
los alrededores. Los habitantes de los pueblos vecinos nos habían recibido bien
y estaba claro que nos iríamos luego de un tiempo. Al parecer, ese periodo
estaba llegando a su fin.
Prendí un cigarro y dio
inicio la deliberación. Empecé yo.
—Hay una niña en el
borde del cafetal, llegó hace un rato. Le dejé un poco de comida. Huele a
miedo, un poco a sangre y un poco a orines. Quiero ver si sale de su escondite
antes de que oscurezca, pero necesitamos decidir qué vamos a hacer.
El viejo Mabú se había
desperezado de su siesta y sus ojos ambarinos me escrutaban con detenimiento.
Una de las gigantas apenas terminaba su postre; As me preguntó si necesitaría
afilar las dagas, le dije que no. La Bella Rita trabajaba en esos días como
maestra suplente en un pequeño instituto de artes para niños, si ella venía de
uno de los pueblos, la reconocería sin problemas. Doña Mari estaba muy seria,
también el Ciego Vidente. Afuera, la tarde avanzaba sin prisa, al menos no
llovería hasta la madrugada.
Rop estaba recargado
junto a la ventana y le sonrió a la giganta antes de preguntarme:
—Tes?
—Creo que está
lastimada, pero no mucho. Debe tener unos siete años y no quiere volver a su
casa —aspiré una larga bocanada de humo y luego lo solté—: creo que se necesita
sacarla de aquí, rescatarla, pero sólo si ella quiere. Si nos la traemos, hay
que tener mucho cuidado de no perjudicar a nadie de por acá, a mí se me hace
que no es de los alrededores, su ropa huele a ciudad.
—¿Crees que haya venido
de vacaciones? —preguntó As.
—Sí. Probablemente a una
de las cabañas cerca de la cascada. Pero no creo que venga con su madre, sólo
huelo en su ropa un par de personas más, un adolescente y un hombre. Lo que
sospecho es que uno de los dos la maltrata y justo hoy acaba de pasar algo que
la hizo decidirse a huir.
—And them? —Rop
estaba hablando más de lo usual. Había alcanzado a verla cuando estuvimos
afuera.
—No podemos ‘hacer’ nada
con ellos. Si ella viene a nosotros, podemos protegerla y traerla a la
Compañía, pero nada más. Ahora, esta no sería la primera vez que abandonamos un
lugar de la noche a la mañana. Y luego vemos qué, podríamos buscar a algún otro
familiar o ir al DIF. —En cuanto dije “DIF” la Compañía entera agrió el gesto—.
Está bien, no. Pero, ¿entonces?
Nos quedamos en silencio
durante un rato. Yo tenía que hacer una consulta:
—¿Rop?
—Bruises. A slap.
A la Bella se le
llenaron los ojos de lágrimas. El Ciego Vidente preguntó algo y concluimos que
los verdugones debían ser producto de un cinturón de cuero, cuero abatanado.
Me quedé mirando a cada
integrante con mucho detenimiento. Era un riesgo, pero lo afrontaríamos. Para efectos prácticos, la familia entera había
tomado la decisión. Al final miré a Rop a los ojos y él asintió levísimamente
con la cabeza. Una mariposa cruzó el comedor y se posó un par de segundos en el
respaldo de una silla, luego voló hacia la cocina, para salir por esa ventana.
Yo sonreí y fui detrás de ella para recoger una oreja de pan antes de salir de
nuevo.
“Prefería quedarse a la intemperie o exponerse a encontrarse un animal antes que volver, lo que estuviera esperándola resultaba más amenazador.”
***
La niebla iba a caer
dentro de muy poco y el aire olía a limpio, a humo de leña y a musgo; alguien
había puesto a secar ropa en alguna casa, en otra, estaban hirviendo frijoles
negros. La portaviandas y el termo estaban en la manta, cerrados, en un intento
de que no se notara que ya estaban vacíos. Me senté debajo de la pimienta, esta
vez de cara a los cafetos, y reprimí la necesidad de encender un cigarro. Como
no tenía ese amortiguador, empezaron a inundarme todos los olores de todas las
cosas alrededor, traté de mantenerlos a raya. Mientras, me comí un trocito de
oreja y me hice mensa.
Hubo un agitar de hojas,
y ella se asomó, sin ruido. Si yo no hubiera estado concentradísima en sus
movimientos y no me hubiera llegado su olor a hierba y a mugre de tres días,
habría pensado que era una aparición, una niña flaca y jiotosa que de repente
emergía de las varas cuajadas de blanco. Llevaba un suéter de adulto encima de
un vestido de algodón que no se había lavado en una semana, tenía las rodillas
percudidas, el pelo revuelto y los ojos de cervato. La miré y le sonreí.
—Hola.
Silencio.
—¿Quieres pan?
Miró mi mano extendida y
luego se me quedó viendo. Algo en mi interior hizo ngh, como si alguien hubiera
aplastado algo suave. Tenía la mejilla hinchada y una gota de sangre seca en el
pecho. Tenía los ojos oscuros, como los de Rop, y detrás de la confusión se
veían llenos de vida.
Se acercó, insegura.
Caminaba con un poco de esfuerzo, pero no cojeaba. Se detuvo frente a mí, un
poco hacia un lado y asintió con la cabeza. Estiré el brazo, despacio, en
dirección suya. Ella tomó la oreja con una mano sucia, que temblaba levemente,
y decidió que prefería quedarse de pie mientras comía. Yo me puse a jugar con
una ramita y una línea de hormigas cruzó frente a mí llevando trozos de hoja,
algunas ya llevaban morusas de pan.
Pensé con mucha nitidez
en el hecho de que las hormigas no se comen las hojas, sino que las usan para
que les crezcan hongos, y luego se comen los hongos.
—¿Y el pan sí se lo
comen? —Su voz sonaba tersa, estaba un poco ronca por haber corrido y por haber
llorado y por no haber tomado casi nada de agua.
—Sí, el pan sí.
Justo cuando escuchó mi
respuesta se sobresaltó de tal modo que casi suelta la oreja. La miré con toda
la calma que pude. Quería
abrazarla, decirle que podíamos protegerla, que por favor viniera con nosotros,
que ya no iba a tener miedo jamás. Pero sólo la miré, y concentré mi
pensamiento en las flores blancas que estaban a su espalda. Ella parpadeó y le
dio otra mordida al pan, para hacer tiempo.
—¿Cómo te llamas? —le
pregunté, también para hacer tiempo. Ella bajó los ojos y se quedó mirando las
hormigas—. Yo me llamo Teresa, pero me gusta que me digan Tes.
—Hola, Tes —me miró
brevemente.
—Hola.
—¿Vives en esa casa?
—Pues, sí; aunque ya nos
vamos. Nunca nos quedamos en un mismo lugar por mucho tiempo. Tenemos una
especie de circo ambulante, pero sin animales. —Abrió mucho los ojos, ya me
miraba a la cara sin reservas.
—¿Y a dónde van a ir?
—Todavía no sé. Nos
vamos mañana tempranito, lo más seguro es que encontremos una nueva casa hasta
dentro de varios días; mientras, la caravana va a seguir en movimiento.
Justo en ese momento,
Doña Mari, como de casualidad, me preguntó a los gritos desde la reja de qué
quería los tamales para el camino. Yo le contesté, también a los gritos, que de
queso y elote tierno, por favor.
Miré a la niña y le
pregunté si sabía en qué sabor de atole estaba pensando Doña Mari. Dudó un
momento y se puso tensa. Se preparó para salir corriendo si era necesario, pero
decidió correr el riesgo.
—No va a hacer atole, va
a hacer café con leche.
“Quería abrazarla, decirle que podíamos protegerla, que por favor viniera con nosotros, que ya no iba a tener miedo jamás.”
***
Siempre he creído que la
voz cantarina de Doña Mari fue lo que acabó de decidir el asunto. A veces me
meto en la cocina para ayudarla y en algunas ocasiones, cuando ya es muy tarde,
nos acordamos de esa noche. Pero cuando le repito mi teoría, ella se ríe y me
dice, como siempre, “No sabes nada, Tes, lo que pasa es que esos son los
tamalitos más sabrosos”. Luego nos quedamos calladas y a cada una se le resbala
una lágrima de gratitud y de tristeza.
El Ciego Vidente abrió
la camioneta pasadas las ocho de la mañana siguiente, cuando nos detuvimos a la
entrada de Puebla para desentumirnos. La niña se había escondido debajo de unas
cobijas y cuando al fin saltó al piso se nos quedó mirando con un poco de azoro
y apenas un resabio de miedo. La Bella fue la primera en hablarle, con mucha
suavidad.
—¿Cómo te llamas?
La niña sacó del
bolsillo de su vestido una ramita con las primeras cerezas de café que habían
brotado ese año y la sostuvo frente a nosotros. Así fue como se reveló Cere, la
Telépata. EP
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