Construida en torno a la conversación, la democracia requiere de ésta para sostenerse. Es, al mismo tiempo, su producto y su insumo. La vida democrática no sólo está llamada a procurar instancias para el debate y la investigación; también necesita de sus frutos para sobrevivir.

La palabra, por su parte, sólo reconoce sus aciertos y desvíos al aire libre. Sólo crece en el ejercicio del diálogo y a la intemperie de la historia. Encarcelada, se pudre, se pierde y se marchita.

Además —cabe recordarlo—, el lenguaje constituye una garita obligada del desarrollo personal y social, que llega incluso a confundirse con nuestro ser personas. Sin las historias que heredamos no nos reconoceríamos. Nadie puede proclamarse autor individual del lenguaje; pero nadie es siquiera imaginable sin él.

Por todo ello, las limitaciones a la libertad de expresión —que afectan tanto los procesos democráticos como el florecimiento de la verdad y el desarrollo humano— nos preocupan profundamente.

Desde la convicción de que la democracia no es sólo uno entre los posibles sistemas de gobierno, sino el que mejor empata con la dignidad humana, convocamos a este ejercicio de reflexión sobre la libertad de y en la palabra. EP

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