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En su prólogo a ¿Cómo se escribe el diario íntimo?, una
inencontrable antología de fragmentos de diarios publicada por editorial El
Ateneo en 1996, Alan Pauls se refiere al autor de diarios personales como a un
“coleccionista sin gusto”. Según esta brillante intuición, el diarista sería
alguien que registra lo “infraordinario” (Perec dixit), que no discierne
entre las experiencias insólitas que la vida ofrece y las trivialidades de lo
cotidiano, y que subsume ambos órdenes en un solo contínuum, un presente
perpetuo.
La célebre entrada del diario de Kafka donde se consigna
el comienzo de la Primera Guerra Mundial es el ejemplo paradigmático de esta
capacidad del género para trenzar, en un mismo texto, las hebras de lo
histórico, lo íntimo y aun lo nimio: “2 de agosto. Alemania ha declarado la
guerra a Rusia. — Tarde, escuela de la natación”. Menos conocida pero también
genial es la entrada del diario de Virginia Woolf donde queda asentado el final
de esa misma guerra: “Hace veinticinco minutos, los cañones dispararon anunciando
la paz. […] Miramos por la ventana: vi que el hombre que pintaba la casa
lanzaba una mirada al cielo y seguía con su trabajo…”.
Y es que los grandes diarios de la literatura, en
general, dicen poco sobre los hechos noticiosos, o lo dicen al sesgo, como
mirando desde esa ventana donde Woolf contemplaba no la historia, sino al pintor
de casas. El diarista, en cierto sentido, parece cumplir con aquel dictum
nietzscheano que pide desconfiar de los grandes acontecimientos. Mientras en
Francia cuajaba la insurrección estudiantil, en la primavera de 1968, el polaco
Witold Gombrowicz, afincado en Niza, anotaba con parquedad la última entrada de
aquel año en su diario: “He derramado la compota”.
A lo largo de las tres últimas semanas, el género del diario parece haber vivido una súbita revitalización. La Revista de la Universidad de México ha lanzado un “Diario de la pandemia” colectivo con autores como Martín Caparrós, Alejandra Costamagna, Chiara Valerio o Mario Bellatin; la revista La Agenda, del gobierno de la ciudad de Buenos Aires, ha emprendido un ejercicio análogo con contribuciones del citado Alan Pauls (desde Berlín), Rafael Gumucio (desde East Hampton) y Denise Tempone (desde Madrid), entre otros. Por su parte, la página de Infobae publica, en traducción de Paula Abramo, un “Diario de la peste” del escritor portugués Gonçalo M. Tavares. Una de las iniciativas más interesantes es el diario del filósofo Franco “Bifo” Berardi en el blog de la editorial porteña Caja Negra. Desde Brasil, Companhia das Letras convocó a varios de sus autores a llevar unos “Diários de isolamento”. En el campo de la poesía, Hernán Bravo Varela ha ido publicando un diario de cuarentena en su perfil de Facebook. Y este es sólo un puñado de los muchos ejemplos que circulan.
Por supuesto, no sorprende esta renovada vigencia del
formato: hay una longeva tradición de diarios de epidemia que pasa por Daniel
Defoe y Samuel Pepys, quienes dejaron su testimonio de la Gran Peste de Londres de
1665-1666. Y es que parece haber una estrecha relación entre este tipo de
bitácoras y el encierro que impone una enfermedad contagiosa. De algún modo, la
cuarentena desdibuja el orden de lo público —que en tiempos normales ocupa casi
todos los ámbitos— y magnifica el espacio de lo íntimo. Los cronistas,
recluidos, se detienen a mirar la acumulación del polvo, y ese mecanismo por el
cual los diarios igualan los grandes acontecimientos con la inmediatez de
lo doméstico se convierte, también, en una herramienta para sobrellevar la desmesura
histórica del momento.
Pero hay algo más. Como apunta Pauls en el prólogo que
referí al comienzo, el diario personal tiene una relación particular con la
muerte: “¿no hay ya en cada anotación de diario íntimo algo fatalmente fúnebre,
una suerte de distancia mortuoria que separa ese apunte del instante, no
sólo en que habrá de ser releído (por su propio autor) o leído (por algún
lector), sino en el que producirá sus verdaderos efectos? […] Casi no
hay diario íntimo de escritor que no apueste a este extraño porvenir
conjetural. Es el más allá del diario, su otra vida, su vida después de
la vida”.
Ante el recordatorio de fragilidad que implica la
pandemia (ese memento mori cotidiano y colectivo de enterarnos del
número de muertos de la jornada), el diario anticipa la existencia de un futuro;
no imaginándolo a detalle, como la ciencia ficción, sino postulando su simple
posibilidad. No extraña que el diario personal se haya convertido en un género
preferido de varios pesimistas consumados y suicidas que sólo en esas páginas
se permitieron fantasear con finales menos lúgubres: “Y sin embargo tengo un
sentimiento de confianza, de (increíble) tranquila esperanza”, escribía Pavese
meses antes de matarse.
Esta vocación de esperanza radical que el diario íntimo articula —y que al parecer necesitamos tanto en estos días— se resume bien en la última entrada del diario de Katherine Mansfield: “Quiero un jardín, una casita, pasto, animales, cuadros, música”, escribe. Y remata con uno de los mejores finales de diarios que conozco: “Todo está bien”. Unos meses después, Mansfield moría de tuberculosis.EP