
En esta columna, Fernando Clavijo M. aborda el interesante tema de la comida entre los astronautas, y reflexiona sobre cómo podría cambiar la alimentación ante la posible colonización de otros planetas.
En esta columna, Fernando Clavijo M. aborda el interesante tema de la comida entre los astronautas, y reflexiona sobre cómo podría cambiar la alimentación ante la posible colonización de otros planetas.
Texto de Fernando Clavijo M. 14/02/25
En esta columna, Fernando Clavijo M. aborda el interesante tema de la comida entre los astronautas, y reflexiona sobre cómo podría cambiar la alimentación ante la posible colonización de otros planetas.
Era martes por la mañana y yo estaba en la escuela. En ese entonces, 1986, iba a la Westland Middle School, en Bethesda. Poco antes de la hora del lunch, el director hizo un anuncio por el altavoz que había en cada salón. Nos dijo que la nave espacial Challenger acababa de explotar. Yo no supe cómo reaccionar; creo que sonreí de sorpresa, pero me puse serio cuando vi que varios de mis compañeros hundieron la cabeza entre los brazos, sollozando por los astronautas muertos.
“la nave espacial Challenger acababa de explotar.”
El accidente del 28 de enero de 1986 fue un sacudón a la carrera por el espacio que Ronald Reagan utilizó para dar fin a la Guerra Fría, quebrando financieramente al bloque soviético. Aparentemente, había indicios de fallas con la inyección de combustible y el sobrecalentamiento de cohetes, pero las ganas de no retrasar el lanzamiento y una muy mala toma de decisiones llevó a esta catástrofe. El mal análisis es tan ejemplar que se ha hecho un caso de estudio de Harvard, el cual se utiliza para los programas de MBA en las universidades norteamericanas. En particular, Roger Boisjoly, un ingeniero de Morton Thiokol (fabricante de la nave, que empezó su construcción en 1973), pidió retrasar el lanzamiento, pero fue ignorado; más tarde demandó a la compañía por mil millones de dólares acusándola de asesinato criminal de los 7 miembros de la tripulación. Otro que intentó retrasar el lanzamiento fue Bob Ebeling, también ingeniero de Morton Thiokol. Todo el problema fue un empaque de hule, el “anillo O”, que no dejó escapar presión en el inicio y se quemó junto con el combustible en el despegue, lo que dio lugar a los rastros de humo que se ven en el video. No explotó inmediatamente, sino que subió por 72 segundos, hasta que dieron la orden, “Challenger, go at throttle-up”, a lo que contestaron “Roger.” A los tres segundos la nave se desintegró en una explosión a velocidad Mach 2 frente a todo el mundo. Eran las 11:39 a. m.
Esa noche, la televisión mostró a un Ronald Reagan muy sobrio dar uno de los mejores discursos de todos los tiempos: “The future doesn’t belong to the faint-hearted, it belongs to the brave. […] We will never forget them, nor the last time we saw them, this morning, as they prepared for their journey and waved goodbye and slipped the surly bonds of Earth to touch the face of God”.
La idea de ir al espacio es casi tan antigua como la civilización. Ya los babilonios y egipcios, y más tarde los griegos, dedujeron gracias a la evidencia de los eclipses que los astros eran esferas y especularon sobre su movimiento. Para el siglo II de nuestra era, el escritor sirio Luciano de Samosata imaginó a humanos viajando a la Luna por vientos huracanados. En el cuento de Julio Verne (1865), tres estadounidenses y un francés son lanzados por un cañón con dirección a la Luna, aunque fallan. En el libro Orbital, ganador del Booker Prize del 2024, la escritora Samantha Harvey describe la vida de seis astronautas en una estación espacial y si bien la verosimilitud no es el fuerte de la escritora, sus reflexiones son humanas y muy atinadas (recomiendo también The western wind, este sobre un asesinato en la Edad Media). Finalmente, en 1961, el soviético Yuri Gargarin logró llegar al espacio a bordo de la nave Vostok 1. Y desde entonces ha habido una nueva tarea para los cocineros: alimentar a astronautas.
Los primeros intentos y viajes, por supuesto, duraron tan solo unos pocos minutos, por lo que no era necesario ni siquiera llevar lonchera. En The History of Space Food, Stephanie Watson recopila algunos datos interesantes que a continuación resumo. Para la década de 1960, los astronautas empezaron a llevar pastas viscosas que exprimían de un tubo o con popotes, así como cubitos de alimentos deshidratados. Para la misión Gemini, en 1965, ya había cocteles de camarón y crema de pollo. Se parecía un poco a la comida del avión: cocinada, congelada y empacada al vacío. Había que rehidratarla inyectando agua con una jeringa, pero ya las cosas habían mejorado (y nadie lo quiere decir, pero como los astronautas suelen ser norteamericanos, en realidad no importa mucho lo que coman). El agua caliente estuvo disponible en la misión Apollo, y sus tripulantes fueron los primeros en contar con utensilios: comieron bacon squares (que no sé qué sea, pero como tiene tocino no debe de ser tan malo), cornflakes, ensalada de atún y sándwiches de carne. Y cuando el Apollo 8 —la primera nave que dejó completamente la esfera gravitacional de la Tierra— dio una vuelta a la Luna en navidad, los astronautas cenaron fruitcake —por si alguien se preguntaba a dónde van a parar los fruitcakes navideños que todo el que recibe vuelve a regalar.
La misión Skylab, de 1973, fue mucho más amistosa. En esta foto, por ejemplo, se puede ver al científico Owen K. Garriott comiendo muy sonriente, y aparentemente podían cenar todos juntos alrededor de una mesa “de comedor”. Aquí ya llevaban un refrigerador y hubo por primera vez un menú que se calentaba en charolas. Para la década de 1980, cuando se lanzó el Challenger, los astronautas podían diseñar su propio menú semanal de entre 74 “platillos” y contaban con horno. Ya en el 2006 el chef Emeril Lagasse diseñó puré de papas, jambalaya y un pudín con saborizante a ron, esto último porque el alcohol está prohibido en naves desde el 2006. Pero los rusos, como es de esperarse, llevaron cognac a la estación Mir durante la década de 1980, e incluso el astronauta norteamericano Buzz Aldin bebió vino de consagrar para comulgar en el Apollo 11 (1969).
En ese entonces, 1969, el científico de alimentos Charles Bourland trabajaba para el Johnson Space Center de la NASA, en Houston. Su trabajo era maximizar el valor nutricional y minimizar el peso de la comida, así como evitar que esta se desparramara por la falta de gravedad. Según el artículo “50 years after Apollo 11, here’s what astronauts are eating”, publicado por NPR, un producto muy deseado es el pan, pero suele desmoronarse y las migajas vuelan por toda la nave. Así que los científicos —sí, de la NASA— introdujeron tortillas a la dieta espacial. La idea original vino del científico y astronauta mexicano Rodolfo Neri Vela (egresado de la UNAM, Essex y Birmingham), que voló con la NASA en 1985 para convertirse en el segundo latinoamericano en llegar al espacio (el primero fue el cubano Arnaldo Tamayo). Hasta ahí lo bonito, pues los americanos, por cuestión de vida útil y porque son americanos, utilizaron tortillas de Taco Bell. En la actualidad, esta empresa se llena los bolsillos vendiendo este producto para su enorme complejo militar. En todo caso, la tortilla no es la única contribución mexicana; también está otro superfood, el amaranto.
La importancia del viaje al espacio puede haber sido, al principio, un ansia de conocimiento. Ahora, sin embargo, se desprende directamente de la necesidad de poblar otros mundos, si es que hemos de sobrevivir al fin del planeta. Entre todas las razones por las cuales debamos, algún día, dejar atrás la Tierra resalta la sobreexplotación de recursos y el cambio climático. Este año leí dos novelas increíblemente distintas que, no obstante, tocan exactamente los mismos temas: catástrofe medioambiental, híper capitalismo, desigualdad social, tecnología y cambio de género. La primera es La infancia del mundo, del argentino Michel Nieva, que es más un tableaux filosófico y tal vez por ello parece un poco quejumbrosa frente a la alegre y caribeña La mucama de Omicunlé, de la dominicana Rita Indiana, cuyo arco dramático da para una serie de varias temporadas. Un futuro distópico, pero no por ello gris, sino multiétnico, no sin sentido del humor y colorido. Lo doloroso de estas novelas es que para un lector común no son ejercicios de pesimismo, sino proyecciones bastante sensatas del futuro.
Hasta ahora, abandonar la Tierra ha tenido un costo gastronómico, pero este es cada vez menor. De las aproximadamente 70 opciones de platillos que los astronautas tenían en la década de 1980, los que viajan ahora tienen alrededor de 200. Estas incluyen filete de res, pollo Kung Pao, lasaña, pizza, coctel de camarones y prácticamente todo salvo lo que se pudre con facilidad como huevos o pollo crudo. Ahora, las misiones al planeta Marte traerán nuevos retos culinarios.
La idea no es nueva, van casi 50 intentos de ir a Marte. La empresa es complicada por la propia órbita de Marte, que hace que las misiones deban lanzarse en periodos específicos para minimizar el uso de energía (esta página de la NASA tiene gráficos que explican muy bien el orden de inserción a órbita, etc.). El primer intento fue en 1960 y el cohete no salió de la órbita de la Tierra. Los más recientes (2021) han logrado dejar el “rover” Perseverance, y ponerlo en funcionamiento, así como hacer volar el helicóptero Ingenuity. Otras misiones exitosas recientes incluyen la de China y la de Emiratos Árabes.
A finales del año pasado se publicitó bastante el vehículo Starship que, como el Challenger, será capaz de volver a aterrizar en Tierra y así ser reusado. Este, como en las películas del siglo pasado, es desarrollado por una empresa privada, SpaceX, del empresario Elon Musk (que por cierto lleva varios meses comiendo exclusivamente carne con papas —como yo hasta antes de los 13 años). Los viajes a Marte habrán de ser mucho más largos que los de la Luna, por lo cual los astronautas tendrán que hacer crecer su propia comida. Es decir, cuidarán huertos y comerán, principalmente, verduras. Esto no solo es más eficiente en términos de peso y uso de energía, sino que además alarga la vida de la tripulación. El cálculo se basa en una dieta de 2,800 calorías para un hombre, que provienen principalmente de frijoles de soya, semillas de amapola y girasol, kale, cebada y camote. Los activistas de PETA, sin embargo, han ido un paso más allá y contactado a Musk para convencerlo de que su empresa tenga misiones exclusivamente veganas. Nada que rebatirles a los veganos, excepto su insistencia en querer decirle a los demás qué comer y cómo hacerlo. Musk, como era de esperarse, les contestó que él está a favor del free choice, de modo que con mucho gusto incluiría su propuesta en el menú.
Han pasado casi 40 años desde la tragedia del Challenger, y no olvido la sensación de mi reacción inadecuada, lo cual aún me apena. En todo este tiempo, más de 600 personas han llegado al espacio. Todas han tenido que alimentarse en su trayecto, algo que debe recordarles que, aun fuera de la Tierra, siguen siendo humanos. En el futuro, los huertos habrán de poblar Marte, las estaciones espaciales y quién sabe qué otros destinos. Tal vez, incluso, encontremos alimento en otros planetas, o tal vez los que sean cultivados en dichos lugares muten debido a condiciones ambientales extremas como la falta de gravedad, subsuelos áridos y radiación. El propio proceso de aprendizaje que conlleva diseñar sistemas de cultivo en condiciones extremas puede ayudarnos a sobrellevar el cambio climático de nuestro planeta. Según el libro Dinner on Mars: the technologies that will feed the red planet and transform agriculture on Earth, de Fraser y Newman, el conocimiento obtenido del diseño y planificación necesarias para proveernos de comida en Marte cambiará la cultura alimentaria en la Tierra.
“cuando se lanzó el Challenger, los astronautas podían diseñar su propio menú semanal de entre 74 “platillos”…”
Se especula, por ejemplo, que uno de los elementos fundacionales será la cyanobacteria, un alga azul que puede crecer en suelo rocoso consumiendo dióxido de carbono. Este alga puede servir como base orgánica para un sistema alimentario más complejo en invernaderos y jardines verticales. Para la proteína, es probable que se usen hongos que traten desperdicio para convertirlo en este macronutriente. Los vegetales verdes y hojas serán preferidos al cultivo de carbohidratos, pues estos requieren más tiempo y espacio. Además, el crecimiento de hojas tiene un producto “secundario” esencial para Marte y para la Tierra: el oxígeno, que podrá usarse para hacer habitable cualquier planeta, incluso este. EP