
En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
Texto de Pablo Íñigo Argüelles 31/10/25

En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
Seascapes es el nombre de la serie del fotógrafo japonés que se exhibe en el Parrish Art Museum, en Long Island, Nueva York; reúne imágenes del horizonte marítimo a lo largo de 45 años. “Agua y aire. Tan comunes son estas sustancias que apenas llaman la atención” es la línea con la que Sugimoto abre la descripción de este trabajo que juega con la simpleza que une al mar y al cielo, convirtiendo cada imagen en blanco y negro, en una ilusión óptica que termina por representar la sencilla belleza de la dualidad del mundo.

Al entrar en la sala donde las 51 imágenes están expuestas, si uno no está familiarizado con el trabajo de Sugimoto, puede creer que ve una serie de pinturas monocromáticas abstractas. No es hasta que descubrimos al mar y al cielo en cada una de esas abstracciones cuando la “belleza de lo cotidiano” —aquella frase que Doisneau adoptó para su trabajo callejero en el París de la posguerra y que es base de toda una corriente fotográfica— impresiona al espectador hasta conmoverlo.
La serie empezó en 1980, frente al mar de Jamaica. Ahí, Sugimoto entendió que lo suyo era fotografiar el mar no solo pictóricamente, sino también matemáticamente. Se trata de horizontes: el mar y el cielo juntándose para hacer uno solo. Entonces nos sorprende la sencillez aparente del tema y también de la ejecución.



En sus fotos, a veces el horizonte es una simple línea difuminada por la neblina; otras, la línea definitoria que divide dos realidades, ambas inalcanzables para cualquiera, pero que Sugimoto utiliza solo como pretexto, pues su propósito sigue siendo —y seguirá siendo— la polaridad: la del silencio que abraza tras el estruendo; la de la soledad tras la sofocación; la de la alienación tras la intensidad. La muerte, la vida, etcétera; ahí nosotros entrometiéndonos en la ambivalencia que, desde hace millones de años, permite que el mundo sea ese lugar misterioso —a veces abominable, a veces asqueroso— que nos sostiene entre dos líneas, preocupándonos por todo lo demás.
No recuerdo otra ocasión en que una muestra fotográfica me haya conmovido tanto como lo hizo Serious Play, de Graciela Iturbide, en el International Center of Photography (ICP) de Nueva York. La exposición, traída por el centro en conjunto con la Fundación MAPFRE, recorre distintas etapas de la fotógrafa mexicana y, bajo la impecable curaduría de Carlos Gollonet, ofrece un recuento no solo de la carrera de Iturbide, sino también de México desde los años setenta, cuando dejó el cine, comenzó a asistir a Manuel Álvarez Bravo y empezó a mirar el mundo.



Una mezcla de orgullo —quizá cursi, pero orgullo al fin—, de nostalgia y, sencillamente, de una bocanada de aire en estos tiempos, me provoca saber que, en pleno Nueva York, Graciela Iturbide sea la encargada de recordarnos lo que significa ser mexicanos en un entorno donde todo parece ir en contra nuestra. Y todo eso, valga el dicho, lo hace jugando: jugando seriamente.
Hoy, en la ciudad que hace mucho dejó de no dormir, en esta ciudad que se ha vuelto una suerte de último bastión en un “paraíso” deteriorado que se inclina por falsos dioses para sostener lo que queda de su orgullo, viene una mexicana —viene Graciela Iturbide— a recordarnos que el mundo no es blanco o negro, sino un universo infinito de grises.



La muestra estará disponible hasta febrero de 2026. EP