¿Por qué insistir?

Rodrigo Salas Uribe, un joven escritor, nombra la tensión que experimenta entre la vida laboral y su vocación artística.

Texto de 22/05/25

iconos de sobres postales mail

Rodrigo Salas Uribe, un joven escritor, nombra la tensión que experimenta entre la vida laboral y su vocación artística.

Es un miércoles de enero por la tarde. El año arranca con lentitud; hay poco trabajo y tengo tiempo para pensar en todos esos proyectos abandonados. Como la mayoría de los escritores de mi generación, llevo una doble vida: trabajo para salir adelante en el día a día y, por otro, para tratar de hacerme de una carrera en la escena cultural. Así ha sido al menos para mí, para quienes escribimos y, sobre todo, para los jóvenes que apenas estamos despegando. “¿Y si le escribo por dm?”, le pregunto a mi amigo de la infancia tras atormentarlo más de una hora con la historia de una editorial independiente radicada en Los Ángeles sobre la que estoy escribiendo un artículo.

Está convencido de que vale la pena intentarlo. Entre otras razones, porque la editorial es un claro ejemplo de cómo se pueden superar las barreras entre activismo, literatura y teoría para construir discursos coherentes. “Ya, de plano. Le voy a mandar una solicitud de mensaje y, si no me contesta, nevermind”. “Usa Chat GPT para afinarlo”, me sugiere.

Envío el mensaje y salimos a cenar. Muevo la pierna en señal de nerviosismo. “Tranquilo, va a contestar. Aunque fuera el editor más acá del gabacho, si tienes paciencia, lo vas a lograr”. Me concentro en el alambre de pastor. Estoy tan inquieto que le pongo salsa verde, cuando prefiero la roja. Minutos después, tengo la respuesta en mi bandeja: los incendios en California arrasaron con la casa de uno de los coeditores, imposible realizar la entrevista: Sure, no problem. I’ll check back in three weeks. Agradezco la respuesta y deseo que las cosas mejoren en Los Ángeles. Tres semanas es más que razonable. Buenas noticias, el canal de comunicación está abierto. Pongo un recordatorio.

Salto en el tiempo a febrero. En la oficina, estamos a un mes de uno de los eventos más grandes del año. Me queda poco margen de tiempo para maniobrar con el reportaje. Más importante aún: que mi jefe no se entere que ando perdiendo el tiempo en estas cosas. Vale la pena estudiar el trabajo de estos editores, sobre todo ahora que Estados Unidos y Los Ángeles atraviesan por un momento tan difícil. Me comprometí a buscarlo y no quiero quedarle mal. Encuentro el momento entre videollamadas. Le explico a ChatGPT que ya pasó el plazo y le pido un mensaje “empático y amigable”. Me pongo a pensar si mi dependencia creciente del asistente virtual me quita, poco a poco, la capacidad de responder ante situaciones de estrés. Nada me da más miedo que enviar el recordatorio. No obtengo respuesta. Trato de convencerme de que todo está bien, de que son gajes del oficio.

A finales de mes intento nuevamente. ChatGPT y yo nos esforzamos por encontrar el tono adecuado, “sin ser demasiado pushy”. Para este punto, ya entrevisté a un par de autores de la serie. Algunos me dejaron plantado, hasta dos veces. Ni modo, me digo, así pasa. Una de ellas, a quien admiro profundamente, pareció despistarse con el horario al estar de viaje. “¿Podemos mover la entrevista para más tarde?”. Al final, se conecta y resulta que ambos estamos en la Ciudad de México. Podríamos habernos visto en persona, pero mejor no moverle. La entrevista transcurre a distancia. La grabadora de mi celular se interrumpe a media conversación; afortunadamente, transcribí las ideas más importantes, y puedo soportar estos pequeños inconvenientes.

Otra vez sin respuesta por parte del editor. Atrapado entre la desesperanza y un optimismo ingenuo, empieza mi peregrinación: debe haber alguien que lo conozca personalmente. Si tan solo le mandaran un mensaje pidiéndole que me conteste. Supongo que suele ser entrevistado por académicos de peso, y que no está interesado en platicar con alguien como yo, que apenas se está abriendo camino. Aunque esto contradice un poco la línea de su propia editorial y la lucha que lleva años enarbolando. Necesito una recomendación. Al parecer, es más huidizo de lo que pensé. Envío correos a todas las personas que trabajan con él. Casi nadie responde. Termino en un seminario sobre sociología del arte. No tengo mucho que decir. Por más que trato de empatizar con las otras participantes, sigo pensando que hay una escisión fundamental que nos impide generar un diálogo más amplio. Veo esta herida por doquier: entre comentaristas y opinólogos, entre estudiantes y creadores. Espero mi turno por cuatro horas; mi intervención dura aproximadamente cinco minutos. “¿Y todo para qué?”, me pregunto.

No es la primera vez que lidio con reportajes difíciles, que estoy a punto de darme por vencido o que espero un correo un sábado por la noche. Me refiero, por supuesto, al periodo de más de un año (entre 2023 y 2024) que me tomó reunir algunas impresiones más o menos coherentes y batirme en duelo con mis editores. No es la primera vez que pienso: “Ojalá fuera un ensayista consagrado y no reportero”. Sin demeritar el papel esencial que juegan los ensayistas en la confrontación de las ideas, pareciera que a veces privilegiamos la conveniencia de la repetición frente al riesgo que conllevan los juicios novedosos. Sé que aquellos que tratan de proponer lecturas nuevas de la realidad sabrán lo difícil que es abrirse paso y ser escuchados.

Tampoco seré la primera ni la última persona que ha buscado en la literatura un resquicio de libertad frente a las vicisitudes de la vida laboral contemporánea. Sólo mediante la escritura podemos adueñarnos de nuestras capacidades y dedicarlas a la imaginación de utopías y formas de vida diferentes a las que nos han sido impuestas desde el nacimiento. Si bien el oficio de politólogo ocupa la mayor parte de mi tiempo, he tenido la oportunidad de entrevistar, a lo largo de los últimos años, a editoras, impresoras, encuadernadoras, distribuidoras y libreras para tratar de desentrañar el misterio de la producción del objeto-libro para aquellos que observamos el ámbito cultural desde fuera, como simples consumidores. Mi manía por ofrecer un retrato comprensible de una de las industrias más grandes —pero también más marginadas del debate— comenzó como un proyecto final para una clase de licenciatura. Inspirado en los estudios del comercio informal en la Ciudad de México, me acerqué por primera vez a la venta del libro en la calle de Donceles, en Balderas y en La Lagunilla. Poco a poco, conseguí meterme de lleno a la publicación independiente en México.

Esta búsqueda forma parte de una preocupación más profunda sobre la estructura y condiciones materiales que han dado forma a un mercado concentrado en grandes conglomerados, lo cual amenaza la pluralidad. Una vez más, la discusión sustantiva es imposible. 

No fue sino hasta hace un par de meses que decidí abandonar mi comodidad y explorar los confines de la economía estadounidense. Me parece indispensable prestar atención a la gran maquinaria que opera a nivel global para entender cómo se lee al Sur Global desde los centros de poder. y cómo replicamos ciertas dinámicas de explotación al momento de reafirmar nuestra identidad a través de la novela o la poesía.

También traté, por primera vez, de incluir en la investigación a escritoras y traductoras. En ese proceso, me di cuenta de lo importantes que han sido las redes de amigos, amigas y personas cercanas que, de una forma u otra, me ayudaron a entrar en contacto con mi objeto de estudio. Entrevistar a alguien fuera de tu red más cercana representa un verdadero reto.  Aunque parezca obvio, a veces hace falta enfrentarse a un proyecto fallido —o semifallido— para entender ciertas verdades.

Sin manera de agendar una entrevista que llevo planeando desde hace una eternidad, me di cuenta de que el trabajo de un reportero independiente es digno de admiración y merece, al igual que todos los otros eslabones de la cadena, ser visibilizado. Mi antigua obsesión con las fuentes —interiorizada principalmente durante mi etapa universitaria— me llevó a pensar que no había texto que pudiera escribir y que valiera la pena sin incorporar testimonios de cinco, diez o hasta quince actores que imprimieran su experiencia y su conocimiento del sector sobre mis palabras. Viéndolo en retrospectiva, traté de diferenciarme tanto de esos autores que preparan un artículo de opinión en un dos por tres, que me vi acorralado por la inmovilidad. Encuentro en este miedo infundado sobre las escritoras y escritores una de las causas principales detrás de la crisis del pensamiento crítico.

En suma, escribo este texto como una forma de reapropiación de la escritura y de mi pasión por denunciar las trágicas condiciones del trabajo intelectual en una sociedad que pone a la generación de riqueza por encima de todo. También busco transparentar el esfuerzo que hacemos los periodistas independientes para ofrecer a las lectoras y lectores reportajes bien escritos, que van más allá de la mera fijación —tan común entre muchos críticos— con los bestsellers, que tanto daño le hacen a la discusión pública. Si no hacemos un esfuerzo por presentar a la audiencia la diversidad de experiencias que pueden ser comunicadas a través del arte y la escritura, estamos reduciendo las posibilidades de entendimiento mutuo.

Propongo ahora algunas notas sobre mis aprendizajes como reportero sin un medio que lo respalde —o, si se quiere, como reportero sin revista—. Al escribir, uno se vuelve vulnerable. Como escritor —porque ahora he llegado a considerarme uno— es necesario maniobrar para superar las dinámicas de poder y vicios que terminan por acallar cualquier vocación verdadera. Buscar entrevistas, encontrar a un editor dispuesto a corregirte es infinitamente más sencillo cuando tienes un nombre que te respalde. La realidad es que se trata de buscar contactos incansablemente y aceptar un rechazo tras otro. Esto me lleva a reconocer en la escritura, más que un placer, una especie de tortura. ¿Cuántos días no he pasado persiguiendo a tal o cual agente literario? ¿Cuántos mensajes de Instagram y Twitter han quedado sin respuesta? ¿Cuántas horas esperando los comentarios en el documento de Drive o el correo que nunca llegaba, con la luz verde para sacar el texto a difusión? Escribir es depender de los demás, algo que siempre he evitado.

En segundo lugar, escribir reportajes implica lidiar con la dificultad de encontrar un equilibrio entre los fenómenos que quieres documentar y tu punto de vista personal.  Muchas veces, la voz del investigador desaparece por completo. En última instancia, diría que desaparece la propia persona que escribe. Incluso mientras compongo estas líneas, peleo con una parte de mí que me dice que no hay nada que pueda decir por mí mismo que merezca ser leído. Y esto es, en gran medida, consecuencia de la negociación constante —con el editor, con tus amigos, con tus confidentes— a la que sometes un texto para que pueda ser publicado. Si escribir es, en realidad, un acto colectivo, ¿cómo reconciliar entonces el lugar del autor?

Finalmente, creo que al especializarme en la divulgación, he buscado la manera de colaborar con grandes revistas, que tienen capacidad para llegar a todos los rincones de las redes sociales. Esta necedad por llegar a lo que me gusta llamar el lector anónimo y tener un pequeño impacto sobre la construcción de las ideas me ha llevado, en no más de una ocasión, a dejar pasar los tratos indignos de aquellos que deciden quién tiene derecho a ser leído.

Como escritor independiente, es necesario aprender a navegar por las aguas de la economía política de lo que Antonio Alatorre se negaba a llamar la literatura nacional. La realidad es que hay un sistema complejo de correspondencias, intercambios y amiguismos que dominan la producción intelectual en nuestro país. Todas aquellas y aquellos que no han abandonado el sueño de llegar con su escritura al lector anónimo se habrán enfrentado a esta vorágine que, lentamente, avanza en su objetivo de monopolizar todo atisbo de sensibilidad, y que se adjudica la facultad exclusiva (y excluyente) de moldear los cánones de lectoescritura. 

Quizás sería más sencillo abandonar mis pretensiones de etnógrafo al margen de un mundo que no comprendo —y probablemente jamás comprenderé—. O quizás debamos seguir abogando (una vez más) por espacios democráticos en el sentido más radical de la palabra, de rechazar toda forma de monopolio del pensamiento y de reconocer a un potencial periodista y escritor en todas aquellas personas que siguen encontrando la fascinación en lo que las rodea. Retomo a Alatorre: “En cuanto a la literatura, lo único que necesita es libertad, libertad total, sin restricción alguna”. Miércoles nuevamente, por la mañana. Puedo escabullirme para la entrevista de las 10:00. Me conecto en Google Meet y me aseguro, esta vez, de que la grabadora no falle. A las 10:05 mando un correo de recordatorio: “I am already online. I am sharing the link again in case you can’t find it.” A las 10:10: “Sorry Rodrigo, I’ve been sick for a week. I have forgotten about the interview. I hope I will be out of this nightmare, (which I am not sure).EP

Este País se fundó en 1991 con el propósito de analizar la realidad política, económica, social y cultural de México, desde un punto de vista plural e independiente. Entonces el país se abría a la democracia y a la libertad en los medios.

Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.

Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.

DOPSA, S.A. DE C.V