Nombrar para existir: nombres propios, identidad y transición

¿Qué implica que una misma persona sea nombrada de formas distintas a lo largo de su vida? Renato García González explora los nombres propios como designadores rígidos, para reflexionar sobre el poder del lenguaje en la construcción de la identidad.

Texto de 11/07/25

¿Qué implica que una misma persona sea nombrada de formas distintas a lo largo de su vida? Renato García González explora los nombres propios como designadores rígidos, para reflexionar sobre el poder del lenguaje en la construcción de la identidad.

Los dead names son un fenómeno cultural con una manifestación lingüística relativamente transparente: cuando una persona decide transicionar de un género a otro, suele abandonar su nombre anterior y pasar por un proceso de rebautismo que se alinee mejor con su nueva identidad y su nueva vida. Este acto no es simplemente simbólico, sino que transforma también los marcos de referencia que usamos para nombrar a esa persona. Tal es el caso, por ejemplo, del actor canadiense Elliot Page, quien, tras su transición, dejó atrás el nombre con el que era públicamente conocido: Ellen Page. El cambio de nombre, en este contexto, no solo refleja una transformación personal, sino que plantea una cuestión lingüística y filosófica sobre cómo referimos e identificamos a las personas a través del lenguaje. 

¿Qué ocurre cuando una misma persona es nombrada de formas distintas en momentos distintos de su vida? ¿Qué condiciones determinan que un nombre sustituya al anterior o que ambos coexistan?

Un fenómeno similar, aunque con motivaciones claramente distintas, ocurre con la elección de un nuevo nombre por parte del cardenal que es elegido Papa. Se trata, en ambos casos, de una misma entidad humana identificada por dos nombres propios. La diferencia fundamental, desde luego, es que el segundo nombre de los Papas no sustituye al primero, sino que coexiste y se alterna con este en situaciones y contextos particulares. 

Con la reciente muerte de Jorge Mario Bergoglio —nombre que recibió el Papa Francisco I— y la entronización del Papa León XVI, cuyo nombre secular era Robert Francis Prevost, se plantea una cuestión interesante: dos entidades humanas que pueden ser identificadas por dos nombres distintos.

A pesar de esta coincidencia estructural —una misma persona con dos nombres—, las motivaciones y las implicaciones sociales y personales en ambos casos son muy distintas. En el caso papal, el cambio de nombre responde a una práctica institucional y ritual, mientras que en las personas trans, el nuevo nombre afirma una identidad profundamente personal e históricamente marginada.

Quiero descartar de esta discusión el caso bastante común en las culturas de base hispánica en las que tener dos o más nombres como el nombre propio no es nada sorprendente: Juan Gabriel, Luis Miguel, Ana María, Juan Nepomuceno, a pesar de ser una secuencia de dos nombres, forman, en los hechos un mismo nombre propio. 

La cuestión que me gustaría resaltar tiene que ver con un problema abordado tanto por filósofos como por lingüistas: el asunto de los nombres propios como designadores rígidos. Un designador rígido puede ser, por ejemplo, un nombre propio, de modo que quien escribe es rígidamente designado con la secuencia formada por los sonidos R-E-N-A-T-O. Independientemente de que existan otras entidades en el mundo que sean también designadas por la misma secuencia de sonidos, es indiscutible que esa secuencia me designa a mí. 

El filósofo Saul Kripke fue uno de los primeros en formalizar este tema, que cuenta con una larga tradición. Un ejemplo clásico es el problema de afirmar que “Héspero es Eósforo”, es decir, que el lucero de la mañana y el de la tarde —considerados entidades distintas en la antigüedad— son, empíricamente, el mismo cuerpo celeste: el planeta Venus.

Detengámonos a pensar brevemente en este problema: ¿qué significa que una misma entidad tenga dos nombres distintos? El problema planteado por Kripke solo pudo saberse empíricamente verdadero cuando hubo medios para comprobar que lo que en la antigüedad se consideraba que eran dos entidades distintas eran, de hecho, la misma. 

Esto nos lleva a preguntarnos: ¿qué implicaciones tiene para nuestros sistemas de referencia el descubrimiento de que lo que creíamos que eran dos entidades distintas es, en realidad, una sola? ¿La entidad debería tener solo un nombre (por ejemplo, Venus)? ¿Deberíamos, entonces, usar un único nombre (por ejemplo, “Venus”)? ¿Y qué sucede si continuamos usando los nombres originales de acuerdo con su contexto (mañana o tarde)? El extremo de problema sería llevarnos a una especie de paradoja como en la que vivía Funes, el memorioso –quien tenía un nombre para cada cosa dependiendo del momento del día, ángulo en el que la luz tocaba la cosa, ángulo desde el que se le miraba, estado de crecimiento, etcétera–. 

Hace algunos años, tuve la oportunidad de discutir este problema con un estudiante del posgrado de lingüística de la UNAM. Aunque el interés principal de su tesis eran los aspectos de los nombres propios, tangencialmente nos preguntamos qué pasaba con los nombres de los Papas: ¿designan rígidamente?

Si pensamos en una expresión común del tipo “Francisco I se llama Jorge Mario Bergoglio” o “Juan Pablo II se llama Karol Józef Wojtyła” notamos que no parece haber ninguna contradicción en esas afirmaciones. Sin embargo, podemos pensar que si alguien dice sobre mí: “Renato se llama José Ramón”, la afirmación no solo es contradictoria, sino radicalmente falsa, dado que no existen las condiciones en el mundo que permitan que esa afirmación pueda ser considerada verdadera. 

Con esto nos acercamos un poco a la cuestión: para que dos nombres designen rígidamente una misma entidad debe existir una convención —o una serie de convenciones— que sancionen que una misma entidad en el mundo pueda tener o ser identificado por dos nombres. 

Así, el caso de los nombres seculares de los Papas es interesante desde una perspectiva filosófico-lingüística; no obstante, de igual interés es el tema de los llamados dead names o ‘necrónimos’ que, como mencioné arriba, se trata de los nombres dejados atrás por personas que por cuestiones personales de identidad sexo-genérica ya no se identifican con el nombre recibido y, tras una transición que puede o no involucrar cambios fisiológicos, se identifica —rígidamente, quizá— con un nombre diferente.

En este sentido, ya no sería correcto afirmar, por ejemplo, “Elliot Page se llama Ellen Page”, pues dicha afirmación sería falsa: el nuevo nombre designa de manera exclusiva y actual a la persona. El uso del dead name no solo es inadecuado desde el punto de vista social o afectivo, sino también desde el punto de vista lingüístico-filosófico.

Si bien esta breve reflexión debe restringirse fuertemente a lo que sabemos de las tradiciones o convenciones denominativas en culturas y contextos occidentales —ya que en otras culturas es posible encontrar convenciones denominativas diferentes—, vale la pena pensar en la complejidad que implica la cuestión de nombrar a una entidad en el mundo, en este caso, a las entidades humanas. Nombrar no es una operación trivial: implica reconocer, identificar y, en muchos casos, validar.

Podríamos decir, por lo tanto, que al usar un dead name para referirse a una persona que ha dejado atrás ese nombre no solo es inadecuado desde una perspectiva social o afectiva, sino también desde una perspectiva lingüístico-filosófica. Si aceptamos que el nuevo nombre designa de manera rígida a la persona después de la transición, entonces cualquier otro nombre que ya no cumpla esa función referencial carece de legitimidad en el presente.Nombrar es también una forma de reconocer la existencia. Y reconocer a alguien por su nombre actual es reconocerlo en su verdad. EP

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