El milagro de la vida y la muerte

Por cortesía del autor, presentamos un cuento que recibió mención honorífica en el XXXVII Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2021), convocado por la Secretaría de Cultura de Puebla.

Texto de 18/10/23

Por cortesía del autor, presentamos un cuento que recibió mención honorífica en el XXXVII Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2021), convocado por la Secretaría de Cultura de Puebla.

Tiempo de lectura: 21 minutos

Tres puntos verdes centellearon en el teléfono de Félix. A su izquierda, Abraham, el conductor, sonreía. La camioneta avanzó paralela a la playa, levantando una nube de arena.

—Veo dos más al sur —dijo Jimena, en el asiento trasero, mirando con los binoculares tras la ventanilla y sujetando el tambaleante equipo electrónico.

—Santo Dios —Abraham detuvo la camioneta y se llevó una mano a su collar de cruz.

Trescientos metros delante de ellos, rozando la unión entre la arena y el mar, cientos de ángeles revoloteaban formando una burbuja de cincuenta metros de diámetro, su superficie fluctuante como olas durante la noche.

Los bañistas salieron del agua para observar desde una distancia segura. Un niño lanzó su pelota hacia el grupo de ángeles, y ésta rebotó al tocar su superficie y se desinfló lentamente sobre la arena. Los ángeles se encendieron con un brillo azulado que se fundía con el atardecer. Su aleteo, al principio apenas un susurro, pronto hizo tronar el aire como una tempestad.

—Veamos si encontramos al buen Dios por aquí —dijo Abraham.

Los tres descendieron a unos veinte metros del grupo de ángeles. Acomodaron el equipo electrónico y una Biblia en una manta sobre la arena. Conectaron los aparatos a la batería del vehículo y Abraham abrió la Biblia en el Salmo 91, sus labios se movieron en un rezo silencioso.

Félix se puso las gafas, una máscara de tela, un casco con cámara, y auriculares. Jimena le ayudó a colocarle los sensores en el cuerpo. Félix se detuvo para observar al grupo de ángeles frente a él, con la respiración y el corazón agitados, jugueteando con su anillo de matrimonio. Luego, recorrió los veinte metros que lo separaban de la tempestad.

Un pequeño paso tras otro, Félix se adentró al grupo de ángeles, que volaban a su alrededor en trayectorias aparentemente aleatorias pero sin rozarlo. La arena y las gotitas de agua levantadas con cada aleteo reducían la visibilidad, pero continuó avanzando. ¿Estaba ya lo suficientemente cerca para detectar a Dios? Félix tenía una vaga idea de lo que debía detectar, pero nadie conocía con certeza la carga electrostática, los gradientes de presión y temperatura, o las cascadas de partículas subatómicas generadas en presencia de Dios. A través de la bruma, su medidor de mano le mostró datos incongruentes.

—Tengo lecturas —dijo Félix—. ¿Pueden verlas? Parece que los detectores están fallando.

—He visto estos datos antes —dijo Abraham—. Será mejor que salgas de allí.

Los ángeles bloquearon la luz del Sol, cercano al horizonte, y Félix se sumergió en la penumbra. Aún con la mascarilla, las ráfagas de arena dejaban trazos ardientes sobre sus mejillas. Caminó, sin saber a dónde. Las lecturas en el medidor oscilaron, pero él ya no pudo verlas. Al siguiente paso, la presión en su cuerpo sólo aumentó.

—¿Qué esperas para salir? —dijo Abraham.

Félix intentó volver por el camino recorrido, pero su pecho se comprimió. Luego, ya no pudo escuchar ni ver nada, sólo el remolino de ángeles cada vez más brillante sobre él. Sintió mil agujas clavarse en su carne. Gritó, pero sus costillas colapsaron, perforando sus pulmones. Luego, un fuerte dolor de cabeza, la última sensación antes de la muerte.

El cuerpo de Félix implotó en una masa sanguinolenta sobre la arena. Los ángeles revolotearon, aún más brillantes, sobre su cuerpo destrozado.

Abraham soltó una maldición. Pronto, los cientos de ángeles comenzaron a dispersarse. Sus cuerpos se diluyeron, se extendieron y ascendieron hasta confundirse con las nubes.

La arena se posó con suavidad. El último ángel en irse revoloteó sobre los restos de Félix por casi un minuto. Los curiosos miraron con expectación. Habían visto esa escena en incontables variantes, aunque esperaban un resultado distinto.

Cuando el ángel se fue, Abraham se acercó al montículo de arena recién depositada. Enterrado parcialmente estaba Félix, desnudo. Sin entusiasmo, Abraham le tendió una mano.

—Hay ropa mía en la camioneta —le dijo—. Todo está limpio. Te quedará grande.

Con la mirada desorientada y la respiración agitada, Félix sacudió la arena de su cuerpo recién formado y se vistió. Abraham y Jimena evitaron mirarlo mientras recogían los aparatos.

—Lo que llevabas encima eran más de treinta mil pesos en equipo —dijo Jimena, moviendo la cabeza. No había rastro del equipo que llevaba Félix. Tampoco había rastro alguno de sangre, pues todo lo que pertenecía a Félix había regresado a él.

—Lo siento —dijo Félix, abotonándose la camisa. Su corazón acelerado, el ácido estomacal quemando su nuevo tracto digestivo. Cada resucitación no lo preparaba para la siguiente.

—No lo sientas —dijo Abraham—. Tendrás que pagar tu parte, como está en el contrato. La ropa no te la cobraré, puedes quedártela. —Abraham se dejó caer en el asiento del conductor y soltó un suspiro prolongado—. Tenemos datos que analizar, pero ninguno se acerca a los valores esperados. Parece que no encontramos al buen Dios por aquí.

 —¿Qué hay de las mediciones que tomó Félix? —dijo Jimena—. Casi siempre que hay una congregación de ángeles aparecen lecturas extrañas, pero pocas veces parecen tener sentido. Tal vez en ese sinsentido se encuentra Dios. Los ángeles por sí solos no alteran de esta forma las leyes naturales. En cambio, Dios…

Abraham soltó una carcajada y arrancó la camioneta. Mientras conducía, inconscientemente, se llevó una mano a su collar de cruz.

***

Félix se dirigió en su auto a la primera sesión del grupo de apoyo. Unirse a los seguidores de ángeles había sido mala idea. Buscar a Dios era la cosa más inútil que alguien podía hacer, decidió. El trabajo no iba tan bien, pero al menos no había renunciado a su puesto como agente de viajes a las colonias humanas. Quizá podría negociar con su jefe un descuento para el crucero a Ganímedes luego de su jubilación. Había entrado a la agencia poco después de su cumpleaños trescientos, una edad en la que muchos experimentaban una crisis de identidad que era el reflejo de repetidas crisis anteriores. Tras medio siglo de trabajar allí, no esperaba menos prestaciones.

En su última resucitación, su cartera se había destruido, lo que significaba tener que reponer su identificación y tarjetas bancarias. Afortunadamente había encontrado su anillo de matrimonio entre la arena, sólo con ligeras abolladuras.

Cuando llegó al grupo de apoyo, había quince personas en semicírculo en el suelo. Estaban allí para escuchar y, sobre todo, para ser escuchadas. Para sorpresa de Félix, él fue el primero en presentarse. El organizador le dirigió una sonrisa que, contrario a lo que él esperaba, no parecía forzada. Félix se secó las manos en el pantalón. Se presentó y contó la razón de su asistencia.

Su esposa y él deseaban tener un hijo, así que le habían pedido a Dios que se los concediera. Estaban desesperados, nada había funcionado. Rezaron todos los días durante un año, que pronto se convirtió en una década. En tanto, ella continuaba sin concebir. La espera mermó su fe, y tener un bebé se volvió algo en lo que ya apenas pensaban. La vida y el mundo eran mucho más que la posibilidad de ser padres. Sin embargo, un día, tres décadas después, un ángel apareció en su casa y se detuvo unos momentos frente a su esposa, para luego marcharse. Días después de aquella visitación, descubrieron que ella estaba embarazada. Había ocurrido un milagro.

El embarazo y el nacimiento del bebé fue el periodo más feliz de sus vidas. Pero un día, cuando su esposa amamantaba al pequeño, otro ángel se hizo presente. El ángel extendió sus alas y rodeó a su esposa y al bebé que llevaba en brazos. Un suave viento se levantó en la sala, aunque las ventanas estaban cerradas. Félix notó que el viento estaba cargado de polvo, y no tardó en darse cuenta de que el polvo era en realidad el cuerpo pulverizado de su bebé.

El ángel retrajo las alas, descubriendo a su esposa sentada, con los brazos vacíos y el pecho descubierto. Félix corrió hacia ella. Tenía pulso y respiraba lentamente, pero no logró hacerla reaccionar. El ángel permaneció todo el tiempo a su lado. Los médicos determinaron que sus órganos estaban muy deteriorados. Su mente, ausente, inmutable a estímulos externos. El ángel impedía que muriera. Impedía también que hicieran algo por ella.

Habían sido víctimas de una desafortunada visitación.

Desde entonces, su esposa se encontraba en cama, recibiendo el cuidado de Félix y de los médicos que la visitaban dos veces por semana para revisar sus signos vitales. No tenían que alimentarla, pues el ángel a su lado creaba un suministro constante de nutrientes en su sangre, impidiéndole morir, pues tal era el designio de Dios para quienes aún no llegaba su hora.

Cada ángel que mantenía a alguien en semivida era reemplazado por otro con regularidad, pues necesitaban reunirse en encuentros multitudinarios. Él nunca había notado que el ángel que acompañaba a su esposa se fuera y otro llegara. Tal vez ocurría cuando él dormía o estaba en el trabajo. De cualquier forma, era casi imposible distinguirlos por sus rasgos físicos.

—Nos hemos acostumbrado a darle muchos adjetivos a Dios —dijo el organizador del grupo de apoyo, con un insectoide de grabación volando sobre su cabeza—: misericordioso, justo, omnipotente, cuando ninguno de ellos corresponde a la realidad. La vida y la muerte parecen procesos aleatorios. En casos como este, parecería que el ángel mata la parte de Dios que habita en la persona, de forma que Él ya no puede acceder a ella para sacarla de su estado de semivida.

Luego, llegó el turno de la mujer a la derecha de Félix para exponer su caso:

—Desde la muerte de nuestra única hija, mi esposo y yo hemos intentado concebir de nuevo —dijo la mujer, temblando perceptiblemente—. Ya ha pasado casi un siglo. Nada ha resultado. Nos mudaremos a Titán el mes que viene. Necesitamos un nuevo ambiente, algo que nos permita encontrar de nuevo un sentido a nuestras vidas.

Antes que el organizador diera el turno a alguien más, otra persona intervino, dirigiéndose a la mujer que había terminado de hablar:

—Vamos, cuéntales del ángel muerto —le dijo—. Muéstrales lo que realmente pasó.

Los murmullos inundaron la sala. Se había extendido un rumor sobre ángeles asesinados. Nadie sabía cómo retener a un ángel, más allá de los que mantenían a las personas en semivida. Mucho menos se sabía cómo matarlos, o si era posible siquiera que murieran.

Después de una pequeña discusión, la mujer aceptó.

—Mi hermano trabajó en un lugar donde experimentan con tecnología clasificada —dijo ella—. No debía revelar nada. Me lo contó porque pensó que, si no, se iría al infierno cuando su hora llegara. Los ángeles están hechos de materia cargada. El aparato con que capturaron al ángel usa algún tipo de retención electromagnética. Al principio, el ángel brillaba normalmente. Parecía no notar su situación. Luego, poco a poco se fue apagando, hasta que murió.

—¿Y de verdad crees lo que te contó? —preguntó alguien.

—Mi hermano grabó un video del ángel muerto —dijo ella, temblando más visiblemente y mirando con desconfianza al insectoide que documentaba la sesión—. Puedo mostrarlo por un canal privado, pero a él no le daría gracia que esa cosa lo viera —señaló al insectoide.  

—No me extraña —dijo un hombre—. Los ángeles son más dependientes de Dios que nosotros. Están más cerca del Creador. Tal vez Dios no pueda encontrarse en todas partes a la vez sino sólo en pocos lugares. Por eso, los ángeles se reúnen en lugares fijos para recargarse. Cuando se alejan de Dios y se les impide regresar a Él, se debilitan y mueren.

Durante la hora restante, la sesión de apoyo se convirtió en un debate de teología.

Al final, ya sin el insectoide de grabación sobre ellos, la mujer les mandó el video por un canal de mensajería privado. Todos miraron en silencio en sus teléfonos al ángel dejar poco a poco de brillar y convertirse en una estatua de polvo que se desparramó sobre el suelo.

***

Félix contestó el teléfono. La mujer al otro lado se identificó como representante de una televisora, llamaba para invitarlo a hablar de su caso en un programa de alta audiencia.

—Vimos el video del grupo al que asiste —dijo la representante—. Nos conmovió escuchar por todo lo que usted y su esposa han pasado. El mundo necesita verlo en vivo.

Félix recordó el insectoide que grabó la sesión del grupo. “Eso apenas fue ayer”, pensó.

La cita fue la semana siguiente. Entre los invitados al programa estaba un hombre de Neandertal, sentado con elegancia a la izquierda de Félix. El Neandertal, de cabello cenizo y trajeado, pudo haber pasado por un Homo sapiens, de no ser por su llamativo arco ciliar, su ausencia de mentón, su nariz ancha, y un aroma que los demás sólo percibían inconscientemente.

—Quiero morir —declaró el Neanderthal ante las cámaras, en una vieja lengua que no contenía eses ni efes. El intérprete electrónico tradujo sus palabras—. He hecho todo lo que quise hacer con mi vida. Presencié las migraciones del Homo sapiens a Europa a mis treinta mil años de edad. Acompañé a los Denisovanos en sus primeros viajes en barco al círculo polar antártico y a sus primeras misiones a las lunas de Júpiter. Mis padres se conocieron cuando su especie apenas surgía —miró a la audiencia del estudio—, y tuve que refugiarme cada vez que su especie arrasaba nuestras aldeas, en un genocidio y asimilación cultural que se extendió por miles de años. No, no tengo nada contra ustedes, pero he visto más que la mayoría, más de lo que hubiese querido ver. Lo único que quiero ahora es morir en paz.

La audiencia guardó silencio.

El Antiguo Testamento, escrito por los sacerdotes, profetas y reyes de cuatro especies humanas, lo mostraba claramente: Dios era un dios de los homínidos, no sólo del Homo sapiens. Esta había sido por milenios una fuente de celos y discriminación hacia las otras especies humanas que, aunque en menor número, habitaban los mundos de la humanidad. Del resto de los seres vivos los ángeles no se ocupaban, y los humanos podían disponer de ellos como alimento.

“Soy un hombre normal, un hombre pequeño”, pensó Félix. “En comparación con muchos, he vivido una vida común, en un lugar común. Tres siglos y medio de normalidad”.

—Si pudiera encontrarse con Dios frente a frente —la anfitriona del programa preguntó a Félix, minutos después—, ¿qué le diría?

Félix miró sus manos y luego al suelo.

—Le diría que hiciera algo por mi esposa, por todas las personas en semivida. Que trajera su mente de vuelta o que la dejara ir, pero que no nos deje seguir sufriendo de esta forma.

El público aplaudió con entusiasmo y Félix no entendió por qué aplaudían.

Al terminar el programa, siguió un análisis entre Arquímedes y Francis Bacon sobre la mortalidad de los ángeles y la inmortalidad impuesta de los humanos.

—La naturaleza de los seres vivos es eventualmente dejar de vivir —dijo Francis Bacon, jugueteando con su pipa—. Al preservar la vida indefinidamente, los ángeles actúan contra esa naturaleza. Si hemos de creer en el testimonio que Lucy, la Australopithecus de tres millones de años de edad, nos ha comunicado mediante su limitada lengua de señas, existió un tiempo pasado donde la muerte era lugar común, antes que los ángeles comenzaran a determinar quién y cuándo nace y muere. Ante esta intervenida naturaleza, sólo nos queda hacer soportable la inmortalidad.

—Carecemos de la flexibilidad para mantener una mente sana más de quinientos años —dijo Arquímedes, sonriente, recordando sus constantes pesadillas con soldados romanos asesinándolo en medio de sus estudios de geometría—. Lo extraordinario se disuelve pronto en monotonía. Y aunque el ritmo de los eventos se acelere, éstos no conmueven ya el corazón. Ni la expansión de la humanidad por el cosmos es novedad para los viejos ojos. Dios no permite modificar la plasticidad cerebral y toma la evolución como tarea exclusivamente suya. Y claro, el problema es que muchos ya se han aburrido.

***

Como cada noche, Félix se sentó al borde de su cama y observó al ángel de pie junto a su esposa, mirando a un punto frente a él, como un guardia que custodia la entrada de un palacio.

La habitación estaba parcialmente iluminada por el brillo blanquecino del ángel. Era humanoide, pero distaba mucho de parecer humano: sus ojos, como de serpiente, carecían de párpados; su boca, una línea sin labios; sus orejas apenas unos cartílagos redondos, bajo el blanco cabello que caía hacia los lados; las alas, que extendidas tendrían cuatro metros de envergadura, plegadas en su espalda; el pecho y los omóplatos enormes, la fisonomía necesaria para volar; las piernas más cortas que las de un humano, de muslos anchos y talones delgados.

El ángel miraba siempre a un mismo sitio, como un musulmán que reza en dirección a la Mecca. Los astrónomos habían estudiado por siglos ese punto en el espacio, en la vecindad de la estrella Rigel, en la constelación de Orión, donde algunos pensaban que se encontraba Dios. 

Félix encendió el televisor, que daba las noticias de un ataque suicida. Un hombre se había detonado en un centro comercial, matando a cuarenta personas. Las imágenes mostraron cuerpos destrozados y un grupo de ángeles materializándose, reuniendo los restos humanos. En segundos, los muertos regresaron a la vida. Luego, el suicida fue detenido por cinco policías. Todos estaban desnudos, pues acababan de resucitar. Esos ataques no iban dirigidos a personas sino a objetos, los cuales sí podían ser destruidos de forma permanente.

Luego cambió de canal y dio con una entrevista a Nikola Tesla, el inventor de los “atrapa ángeles”, como muchos habían bautizado al nuevo artefacto que acababa de salir al mercado.

—Necesitábamos retener a un ángel para estudiarlo —dijo Tesla—. Apenas hace una década pudimos lograrlo. Como resultado, ahora tenemos la red global de monitoreo, que incluye a todos los ángeles del Sistema Solar, incluso al que acompaña a la tripulación de la nave con destino a Rigel. Hemos descubierto que las células de los ángeles, si de alguna forma podemos llamarlas, poseen una composición incompatible con nuestro entendimiento de las leyes naturales. Pero, claro, son los siervos de Dios —Tesla hizo una pausa—. Ha sido una sorpresa ver que los ángeles son tan vulnerables; dada su naturaleza, nunca pensamos que pudiesen morir.

***

En el azul atardecer, el joven cerró la ventana para que el fino polvo marciano no entrara a su módulo habitacional.

—Vamos, apunta a la cabeza.

—¿Listo para morir? —el joven puso la escopeta en la nariz de su amigo.

—Hombre, siempre lo he estado.

El satélite estacionario enfocó los cuerpos dispersos de los ángeles moviéndose junto a las nubes bajas alrededor del Cráter Gale. Detectó las firmas individuales de cada ángel, a las que el ojo humano no entrenado era tan ciego como si intentara distinguir una hormiga de las demás. El catálogo de ángeles incluía a poco más de mil millones. Dos terceras partes habitaban la Tierra y el resto estaba disperso en el Sistema Solar.

Un ángel se separó del grupo y entró a un módulo habitacional de la colonia al centro del Cráter Gale. Allí, el joven sostenía la escopeta recién descargada sobre su amigo.

El joven sonrió al ver al ángel, y encendió un pequeño aparato en el suelo, que hizo vibrar las células del ángel y lo retuvo con su zarpa electromagnética. En la mente del ser existía un solo pensamiento: revivir al hombre muerto para cumplir la voluntad del Padre. Aunque ahora, atrapado por una fuerza invisible, no podía acercarse a él.

Cuando el joven apuntó y disparó al ángel con su escopeta, la cabeza del ser se dispersó y volvió rápido a formarse. Sus ojos de serpiente miraron a un punto por encima del joven. Éste dejó la escopeta en la mesa, se preparó un emparedado, y movió un sillón para observar con tranquilidad a su presa. Quería disfrutarlo. Ver morir a un ángel era la única forma real de ver morir a alguien sin tener que esperar una visitación que podría tardar siglos.

El joven terminó su emparedado y cambió de postura repetidamente, buscando aquella que le permitiera disfrutarlo mejor. Horas después, el ser ya casi no brillaba. Preparó café para contener el sueño. Fue antes del rojo amanecer cuando, de un momento a otro, el ángel se desmoronó como una estatua de polvo. Al menos sería más fácil de limpiar que el molesto polvo marciano. El joven miró fijamente lo que quedaba, algunos miembros que conservaban su forma. Al tocarlos, recordó los castillos que su hermana erigía en la playa y que él siempre destruía.

Un segundo ángel entró al módulo habitacional, pues el hombre aún yacía muerto con el rostro destrozado. El joven sacudió el polvo sobre el aparato atrapa ángeles y lo encendió de nuevo, sonriendo de satisfacción. Su amigo aún podía esperar.

***

Los ángeles comenzaron a ser asesinados en masa en todo el Sistema Solar. Internet se llenó de videos de ángeles muriendo y recomendaciones de optimización de los atrapa ángeles. Estos funcionaban dos o tres veces antes de estropearse. En unos meses, su venta estaba regulada, aunque nunca escaseaban en el mercado negro.

Era imposible conocer la cifra exacta de angelicidios. Matar a un ángel pronto se convirtió en una cuestión de orgullo y competencia. Algunos pronto se aburrieron, o fueron frenados por su temor a Dios, pero otros presumían haber asesinado decenas. Lo peor era la facilidad con que se llevaba a cabo. Sólo se requería un asesinato. Luego, un ángel llegaba y era susceptible de ser capturado. Si éste moría, llegaba otro para reparar el daño aún no arreglado.

Algunos los usaron para asesinar a los ángeles que cuidaban de los semivivos, con la esperanza de que sus seres queridos salieran del deplorable estado en que se encontraban. Casi nunca funcionaba como ellos querían, pues un nuevo ángel llegaba para reemplazar a su hermano caído. Fueron muy contados los casos en donde, tras asesinar a tres o cuatro ángeles, ningún otro hizo acto de presencia, y la persona previamente en semivida pudo recuperarse lenta y dolorosamente. Eso fue suficiente para mantener en muchos la esperanza. La mayoría, sin embargo, usó los atrapa ángeles para satisfacer su deseo de muerte en un mundo donde la muerte, así como la nueva vida, era escasa.

El catálogo de ángeles incluía a más de mil millones de ellos, pero en los últimos días sólo se habían captado, en tierra o aire, en todos los mundos de la humanidad, a sólo algunos cientos de millones. Los restantes erraban de un lugar a otro, expandiendo sus cuerpos para abarcar áreas cada vez mayores, haciendo el trabajo que sus hermanos caídos ya no podían hacer.

***

El doctor llegó al departamento de Félix para revisar a su esposa. Se colocó las gafas y leyó, bajo la luz del ángel, los registros vitales de los últimos cuatro días. Luego, inspeccionó al ángel de cerca. Tuvo la impresión de que había algo raro en él, pero no supo decir qué.

Félix le acercó una silla y él tomó asiento mientras interpretaba los datos.

—Señor Félix —el doctor midió sus palabras—. El estado de su esposa se ha deteriorado. Esto resulta sorpresivo, pues pensábamos que ya estaba todo lo deteriorado que podía estar. —Félix esperó que el doctor dijera algo más, pero éste sacó de su bolsillo una tarjeta y se la entregó—. No quiero darle falsas esperanzas, pero nada perdería yendo.

Félix leyó la tarjeta y negó con la cabeza.

—Ya he escuchado de esto. ¿Me está sugiriendo que vaya?

—Esto se sale de la ortodoxia —dijo el doctor, frotándose los ojos—, y yo no debería recomendarlo. Sin embargo, en su estado actual, cualquier esfuerzo médico resulta en vano.

Félix miró a su esposa, los ojos cerrados y su piel casi transparente, las venas como telarañas sobre sus párpados. Guardó la tarjeta en su bolsillo.

***

—Dios no se olvida de ellos —dijo una mujer que llevaba en silla de ruedas a un hombre en semivida—. Morir y renacer los traerá de vuelta entre nosotros y levantará de sus almas el velo.

Félix avanzó entre la multitud. Unas treinta personas llevaban al mismo número de hombres, mujeres y niños en semivida, junto a los ángeles que los mantenían así. Félix empujó la silla de ruedas de su esposa, avanzando con dificultad sobre el pasto.

Los ángeles revolotearon a pocos metros frente a ellos, por centenares, como un huracán.

Félix se rezagó del grupo. Sus piernas ya no respondían. No podía continuar. Intentarlo carecía de sentido, sólo había funcionado en muy contadas ocasiones y todas ellas podrían bien ser producto de la casualidad. Daba igual quedarse en casa, la probabilidad de que ocurriera un milagro era la misma. Por más que aquellas personas creyeran que sus plegarias eran escuchadas, parecía que Dios era tan sólo otro nombre para el azar.

Félix miró al grupo avanzar, cada vez más cerca de los ángeles que revoloteaban como aves enloquecidas. Uno a uno, empujando las sillas de ruedas, arrastrando a sus seres queridos hacia la muerte momentánea, se adentraron en la nube. Los minutos pasaron y Félix sólo observó. El ángel que mantenía a su esposa en semivida permanecía impasible, rodeado de un aura blanca.

—¿Eres tú? —escuchó una voz detrás de él.

Félix se sobresaltó, pues pensó que había sido el ángel quien había hablado. Se dio la vuelta y vio a Abraham, del grupo de buscadores de ángeles.

—¿Qué haces aquí? —dijo Félix—. Ya te transferí el dinero para cubrir los daños al equipo.

—No he venido por eso —dijo Abraham.

Félix notó la mirada cansada de Abraham, quien tomó la cruz de su collar, la apretó con fuerza, bajó la cabeza y cerró los ojos, como si rezara. Su camioneta estaba estacionada cerca, dentro había un ángel que iluminaba el rostro de un hombre inconsciente, recargado en la ventanilla. Félix esperó que Abraham abriera de nuevo los ojos.

—¿Has traído a tu padre contigo? —preguntó Félix.

—Venimos desde muy lejos, pero tampoco me atreví a llevarlo —dijo Abraham, señalando la nube de ángeles dentro de la cual se destrozaban los cuerpos humanos.

El ruido de los ángeles cesó y comenzaron a dispersarse. Al final, quedaron los cuerpos desnudos de sesenta personas y los treinta ángeles. La mitad de las personas examinó a la otra mitad. Después, un lamento generalizado se levantó entre la multitud.

—¡No puedes dejarlo así, no puedes! —dijo una mujer en el pasto, con su esposo en brazos.

Los ayudantes se acercaron con sillas de ruedas para sentar a las personas en semivida y registrar sus signos vitales. Los que estaban conscientes esperaron que el chequeo médico registrara alguna mejora. Esperaban escuchar un “hola” de su ser querido y recibir el abrazo que habían soñado por años, por siglos, por milenios. Pero no hubo ningún cambio.

Esperaban que la destrucción de sus cuerpos cambiara aquello que no les permitía vivir ni morir. Sin embargo, tras la resucitación, los ángeles continuaban allí, evitando la muerte última de los hijos de Dios.

***

Félix se despertó sobresaltado en medio de la noche y su primer instinto, como en muchas noches de sueño intranquilo, fue besar en la frente a su esposa. Luego, preparó una taza de té.

Después de permanecer sentado al borde de su cama con los ojos cerrados y la taza en la mano, tocaron la puerta de su departamento. Era Samuel, el vecino. Samuel tenía la cara desfigurada, aunque la cirugía reconstructiva había ayudado. Nadie del edificio había pasado por alto el acto de canibalismo de un vecino hacia Samuel: le había comido parte de la cara y el lóbulo frontal. Corría el rumor de que Samuel lo había planeado todo para poder morir asesinado con fines alimenticios. Sin embargo, Dios impedía el canibalismo.

—Atrapamos un ángel —dijo Samuel, con el rostro lleno de satisfacción—. Estamos en el trescientos cinco, por si quieres venir. —le dio una palmada en el hombro a Félix—. Muchos vimos el programa. Tu caso nos ha motivado como ninguna otra cosa. Sólo necesitábamos alguien que nos recordara lo mal que está el mundo a causa de los ángeles.

Félix le dio las gracias con una sonrisa forzada y cerró la puerta. Poco después, escuchó un disparo. Félix salió de su departamento con rumbo al 305, desde donde parecía haber salido la detonación. Al llegar, encontró a Samuel, sonriente, y a dos ángeles, uno de ellos retenido. El otro, que resplandecía como un día de invierno, estaba libre. Melisa, la esposa de Samuel, estaba cerca de un artefacto atrapa ángeles.

—Tenemos más visitas —dijo Samuel, que sostenía un revólver—. Mira, Félix, este llegó por su cuenta —señaló al ángel que no estaba retenido—. El atrapa ángeles —se dirigió a su esposa—, ¡prende el otro atrapa ángeles y mantén quieto a este hijo de Dios!

Melisa se movió con rapidez y encendió el artefacto.

—Parece que no funciona —dijo ella.

Samuel apretó el gatillo, apuntando hacia el ángel. Sólo se escuchó el cliqueo del mecanismo. Revisó el cargador, casi lleno. Jaló de nuevo el gatillo. Nada.

—¡Porquería! —Samuel tiró el revólver al suelo.

El ángel que había estado retenido se soltó.

—¿Ahora qué ocurre? —dijo Samuel—. ¿No se supone que este sí funcionaba?

La ventana del departamento se abrió de golpe y entró un aire frío. Los ángeles aletearon, sus alas llenando el lugar. Los objetos volaron por el intenso viento. Cuando cesó el aleteo, Félix tuvo la impresión de haber visto al ángel que acababa de soltarse acompañar a su esposa en algún momento. Tras observarlo en repetidas ocasiones durante años, su inconsciente reconocía los rasgos casi imperceptibles que lo diferenciaban de los demás. Los ángeles aletearon de nuevo y la fuerte ráfaga los tiró al suelo. Esta vez, los seres escaparon por la ventana.

Se hizo un silencio que no duró mucho, pues fue roto por los gritos de Samuel y Melisa culpándose mutuamente por lo sucedido, mientras acomodaban el desastre en que se había convertido su departamento.

***

Una semana después, frente al departamento de junto, Félix encontró a una pareja fundida en un abrazo. Cuando se separaron, el hombre y la mujer lo miraron, sonrientes. El hombre se acercó a Félix para abrazarlo. Para corresponderle, Félix le dio una palmada en la espalda; no había cruzado antes más que unos pocos saludos con él.

—¿A qué se debe esto? —preguntó Félix.

—Está embarazada —dijo él—. ¡Mi esposa está embarazada!

—Tan pronto como nos enteramos de la visitación del departamento trescientos cinco, me hice pruebas de embarazo —dijo la mujer—. La de hoy ha salido positiva.

Félix la miró como quien se acaba de despertar y recibe una noticia importante.

—No ha habido ningún embarazo en este lugar desde… —comenzó a decir Félix.

—Desde hace ocho años —terminó de decir ella—. Y ahora estoy embarazada. Llevábamos tanto intentándolo. —La mujer abrazó a Félix.

—Felicidades —Félix recordó lo que había pasado con su propio hijo, una década atrás.

Félix entró a su departamento, su rostro desprovisto de emoción alguna. Se sentó en la primera superficie que encontró, la mesa donde había olvidado una taza de té ahora ya frío, que se tomó casi de inmediato. Había ocurrido un milagro en su mismo edificio, pero en vez de que fuera su esposa quien se recuperara, era alguien más que quedaba embarazada. ¿Acaso era más importante una nueva vida que la vida de ella?

Con la respiración agitada, dio vueltas por su habitación y revisó los signos vitales de su esposa. El doctor tenía razón, ella se deterioraba cada vez más. ¿Acaso existía un límite de deterioro en el que la persona simplemente muere, sin que sea necesaria una visitación? El ángel que acompañaba a su esposa seguía allí, en el espacio entre los instrumentos de monitoreo vital y su cama, mirando al frente sin un solo parpadeo.

Para tranquilizarse, Félix salió con el auto hacia la carretera. Condujo por una hora, pero luego el tráfico se detuvo por un accidente más adelante: un auto compacto se había estrellado contra un tráiler y el primero había quedado hecho trizas. Félix bajó de su auto y caminó al lugar del accidente. El compacto parecía tan retorcido que nada dentro podía haber sobrevivido. Algunas personas intentaron sacar al conductor de la masa de metal. En cualquier momento, pensó Félix, el conductor reviviría y se quejaría por haber destrozado su coche. Cuando al fin lo sacaron, colocaron su cuerpo sobre el asfalto, esperando a que un ángel llegara para revivirlo. El conductor del compacto permaneció en el suelo con el vientre atravesado por un trozo de metal.

—¿Qué está pasando? —gritó el conductor del tráiler—. ¿Por qué aún no revive?

—¿Qué rayos es eso? —dijo alguien, mirando hacia el cielo.

Unos minutos atrás estaba completamente despejado, pero ahora el cielo estaba cubierto de nubes curiosamente bajas. Al observarlas con detenimiento, Félix notó que en realidad eran ángeles, ascendiendo por millares, sus cuerpos dispersos perdiéndose en lo alto.

Una grúa remolcó el auto compacto hecho trizas y los presentes movieron al hombre muerto hacia un lado de la carretera, para reactivar la circulación en lo que revivía.

En el trayecto de vuelta, mientras anochecía, Félix miró a los ángeles ascender. Estaba completamente nublado, como si todos los ángeles aún vivos se hubieran concentrado allí. Su teléfono sonó, era un compañero de trabajo de la agencia de viajes.

—Me mandaron a informarte que todas las salidas están canceladas hasta nuevo aviso —dijo su compañero—. Los ángeles están obstruyendo el espacio aéreo en todas las colonias. Ya dañaron los paneles solares de tres estaciones marcianas. Parecen locos. Al jefe no le va a gustar.

Los ángeles nunca habían actuado en defensa propia, no tenían la necesidad de hacerlo. Sin embargo, al ser asesinados por millones, día tras día, en todos los rincones del Sistema Solar, era esperable algún tipo de reacción.

Al llegar a su departamento, Félix preparó otra taza de té mientras se sacudía de la mente cualquier deseo negativo hacia el nuevo embarazo en el edificio. Un paso cansado tras otro, los párpados caídos y la respiración afiebrada, se dirigió a su habitación y abrió la puerta para encontrarla sólo iluminada por el débil brillo de los monitores vitales.

Félix permaneció de pie en el marco de la puerta, hasta que cayó en cuenta de que el ángel, el responsable de mantener a su esposa en un estado de semivida, se había marchado.

Con paso lento, consciente de su caminar, Félix se acercó a su esposa. La habitación parecía más fría y silenciosa que antes. Acarició la mejilla de su esposa y besó su frente. Se sentó al borde de la cama, sus piernas ocupando el espacio que antes llenaba el ángel.

Mientras observaba el rostro de su esposa, la silueta de su cuerpo bajo la sábana, Félix esperó escuchar de un momento a otro su voz, o siquiera el lento sonido de su respiración. Pero sus ojos permanecieron cerrados, su pecho estático, y el único sonido en toda la habitación era el de su propio llanto.

—Ha sido una larga espera —dijo Félix, con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa de entendimiento, mirando el rostro pálido y tranquilo de su esposa—. No puedo describir todas las formas en las que te he extrañado y te extrañaré. Sin embargo, después de tanto tiempo, finalmente puedes descansar.

El monitor de signos vitales mostró sólo líneas rectas.

Félix abrazó a su esposa y permaneció con ella el resto de la noche.

***

Los satélites captaron grandes nubes, rodeadas de un suave halo blanco, alzarse hacia los límites superiores de la atmósfera. Los ojos del mundo se levantaron al cielo y sus plegarias se perdieron en el viento.

En algún lugar, un presentador de televisión transmitía su programa.

—Los ángeles están abandonando la Tierra y todas las colonias humanas —dijo el presentador, que se levantó del escritorio y acarició la superficie pulida de madera—. Dios nos ha abandonado. Pueden llamarlo castigo divino o recompensa. ¿Acaso esperábamos algo distinto después de todo lo que les hicimos? Ahora, la vida y la muerte dependerán únicamente de los seres vivos y de su condición —hizo una pausa y sonrió a la audiencia—. Este será nuestro último programa, damas y caballeros. Sólo tengo una cosa más que decirles: gracias por sintonizarnos todas las noches y dejarnos entrar hasta sus hogares. Ha sido un placer.

El presentador introdujo un revólver en su boca y jaló el gatillo. Su cuerpo sin vida se desplomó sobre el suelo. Ningún ángel apareció para revivirlo. EP

DOPSA, S.A. DE C.V