
Rodrigo Círigo reseña No soy el único, de Daniel Hurtado, publicado por Los libros del perro.
Rodrigo Círigo reseña No soy el único, de Daniel Hurtado, publicado por Los libros del perro.
Texto de Rodrigo Círigo 23/01/25
Rodrigo Círigo reseña No soy el único, de Daniel Hurtado, publicado por Los libros del perro.
No soy el único (Los libros del perro, 2024), primer libro de Daniel Hurtado, es una puerta abierta, un presagio, un arpón lanzado al aire. Breve y directo, claro y sin pretensiones, el poemario se deja leer en una sentada; pero su efecto, las emociones que conjura entre tapa y tapa, son sólo en apariencia sencillas. En realidad, pesan, reverberan, escuecen. Los poemas de Hurtado merecen leerse y releerse, como una anécdota que, al permutarse en pequeñas variaciones, sorprende y reconforta cada vez que se cuenta.
Anclado firmemente en la tradición confesional, el poeta michoacano destila, como los mejores exponentes de su género, una sensibilidad precisa para hacer del detalle un acontecimiento y de la cotidianidad un misterio. Con gran destreza narrativa, Hurtado es capaz de proponer personajes complejos y atmósferas abigarradas por medio de versos limpios, económicos, que rechazan cualquier efectismo y, en cambio, abrazan su papel como vectores de la experiencia.
Destaco también una apuesta constante por lo sensorial. Inmersos en los pequeños universos paralelos de la poesía de Daniel, no nos queda más que entregarnos al tacto, a la temperatura de los objetos y los cuerpos, a los colores, a los aromas, a las fricciones de la piel, al movimiento, a las prácticas cotidianas que podemos reconocer con absoluta transparencia, pero que también aparecen aquí cargadas de una sorpresiva energía redentora.
En estos poemas, la vida cotidiana de un chico gay se postula como horizonte eminentemente político. En el cierre del último poema del libro, toma al toro por los cuernos y desnuda lo que está en juego cuando hablamos de literatura testimonial gay (o cuir, queer, jota, según se prefiera):
Resistir violencia es
un deber ser,
un status quo,
una militancia,
un mandato divino
me habita
nos habita. (p. 62)
Con ese crescendo, Daniel nos recuerda, sin ambages ni adornos, que el solo hecho de vivir y amar y relacionarnos fuera de las normas que intentan domesticar los cuerpos y los deseos es, en sí mismo, inescapablemente disruptivo; es una afrenta al poder, a lo establecido, a lo esperable, pero eso también exige de nosotres resistir, responder, defendernos, vivir con la guardia en alto. En una palabra: nos impone sobrevivir; no tomar la vida por dada.
No soy el único está lleno de pequeñas historias donde la resistencia aflora en los lugares más insospechados. En el campo de futbol, máquina de hombría, el yo poético se revela simplemente al contemplar la belleza de un muchacho:
Pero en la cancha de pasto sintético,
David se veía tan bien.
El uniforme y las gotas de rocío
lo hacían un Dios,
sus piernas lampiñas y fuertes
la melena castaña moviéndose,
justificaban la pena
de entrenar todos los días. (p. 19)
En la casa familiar, se prefiere un plato colorido que contrasta con la vajilla blanca que usan los otros; en la cena navideña, el enunciante se preocupa por el resultado de una beca de poesía, mientras todos hablan de los hitos heterosexuales que deben cumplirse para que una vida se considere productiva y exitosa.
Hay que subrayar que en No soy el único no hay gritos, ni golpes, ni revoluciones. En cambio, hay gestos, silencios, complicidades; sabotajes pequeños, que podrían pasar desapercibidos, pero que no por eso son menos potentes: cimbran nuestro mundo y relumbran con luz nueva en el espacio del poema. Al desnudar la violencia y la arbitrariedad del mundo heteronormado, nos muestran el horizonte, el arcoíris que anida en el solo de hecho de vivir y amar de maneras otras.
Leyendo a Daniel pensé en lo que Michel de Certeau llamaba “tácticas”, o lo que James Scott identificaba como “las armas de los débiles”: esas prácticas cotidianas y modestas mediante las cuales los grupos oprimidos hemos encontrado la manera de sobrevivir y perdurar sin necesariamente entablar una confrontación directa con los opresores, quienes están amparados por una enorme asimetría de poder. Habrá, quizá, quien minimice estas formas de resistencia en sordina, pero lo cierto es que son parte esencial de la vida vivible, que no siempre puede ejercerse a pie de guerra.
Las posibilidades de la jotería como resistencia adoptan quizá su tono más explícito en el poema “Como en esas películas de ficheras”, donde el yo poético es obligado a ir un table dance, a enfrascarse en un ritual indigno de la más rancia masculinidad. Es en la oscuridad sórdida de un cuarto privado, al lado de una bailarina, donde la rebelión ocurre, pues en vez de relacionarse con la asimetría y la violencia que ese encuentro exigiría, los dos personajes se vuelven cómplices: el gay y la trabajadora sexual quedan salvados no por la piedad ni por la lástima, sino por el reconocimiento mutuo.
La escena me conmovió especialmente porque también apunta al valor de las alianzas entre géneros y clases sociales, entre personas expuestas a distintas formas de opresión y, por ello mismo, susceptibles de tejer solidaridades insospechadas. Eso no es todo; en el poema hay una segunda y fulminante venganza:
En la mesa
mi padre borracho descansaba
como un garrafón de agua lleno de polvo
mientras mi padrino y yo nos besamos.
Ese fue mi último regalo de cumpleaños. (p. 23)
No soy el único no se conforma con criticar el mundo heterosexual, sino que también ejerce su mirada incisiva sobre las violencias que afloran dentro de la propia “comunidad”, entre los mismos “rotos”, como nos llama Daniel. Algunas de estas violencias son silenciosas; por ejemplo, Hurtado desnuda con humor y melodrama los estándares de belleza que imperan en el mundo gay, así como los rituales que se han normalizado para alcanzarlos y que, con su violencia sobre todo cuerpo que no encaje en dichos cánones (marcados, además, por prejuicios racistas y clasistas), operan como virulentas formas de opresión.
La violencia dentro de la comunidad gay también puede adoptar, como en el desgarrador poema “Una protuberancia sobre la frente”, sus manifestaciones más extremas y traumáticas, que muchas veces son extendidas por el estigma, el abandono, la burla con que el mundo trata a quien sufre:
Aún no entiendo
como ese bulto sobre mi frente
sigue manifestando señales
que arden igual que la fama
de un desliz. (p. 51)
Así, Hurtado nos recuerda que no hay lugar para la complacencia. No basta ser puto para formar parte de un proyecto emancipador. Si todos estamos llamados a mirar con honestidad las violencias que cometemos o solapamos, esta exigencia es doble para quienes hemos sido sistemáticamente vulnerados, pues reproducir consciente o inconscientemente las mismas heridas que nos han infringido es quizá la traición más grande que podemos cometer.
En No soy el único habita, pues, una voz potente y seductora, capaz de cautivar y conmover, y con la rabia necesaria para denunciar las hostilidades del mundo. Al leer estos poemas, confirmo que, para mí, la sensibilidad cuir no sólo tiene que ver con dar testimonio de formas no hegemónicas del deseo y la sexualidad. Por el contrario, creo que lo cuir reviste una misión más amplia y urgente; la de desplegar una crítica permanente y sin tregua a todo lo que parece fijo y dado: las identidades, las clasificaciones, las expectativas, el lenguaje mismo:
Hay días en que las palabras ciñen
como bolsas raídas de mandado. (p. 55)
Frente a lo inadecuado del mundo y del lenguaje en que hemos nacido, sólo nos queda inventar otro mundo; formas nuevas de vivir, desear, nombrar, hacer. Como escribe Daniel:
Decidí rodearme de escorpiones para protegerme.
En el fondo siempre quise ser uno.
Veneno y belleza (p. 39)
Yo interpreto estos versos también como una poética, pues embarcados en la tarea de crear un mundo nuevo, la poesía es particularmente necesaria. La poesía: ese hacer cosas nuevas con las palabras, ese hacer de las palabras cotidianas un milagro, una sorpresa, una ruptura, una oveja arcoíris. EP