Fragmentos ausentes de un padre presente

En este texto, Jonathan Pérez rinde un sincero homenaje a su padre, en el cual se entrecruzan el cariño, la duda, el desencanto y la nostalgia ante la pérdida y la resignación.

Texto de 25/06/25

pluma

En este texto, Jonathan Pérez rinde un sincero homenaje a su padre, en el cual se entrecruzan el cariño, la duda, el desencanto y la nostalgia ante la pérdida y la resignación.

Creo en la palabra.
Creo más en la palabra que en mi padre.
Creo que a falta de padre, tengo palabras.

Daimary Sánchez Moreno

En mi archivo familiar hay una fotografía Polaroid (Imagen 1), o al menos lo que queda de ella. Estamos en la playa, mi mamá, mi hermano Carlos, mi prima Lupe, mi abuelita Licha y yo. Por nuestra posición se puede notar que le pedimos a un extraño que nos tomara la foto. A la derecha debería estar mi papá, y más allá, las olas. Y digo ‘debería’ porque la foto está cortada a la mitad. Quisiera poder escribir qué vestía él, o si iba sin camisa, pero no lo recuerdo. Muchas fotos de mi archivo familiar están rotas y no por casualidad. Mi papá se aseguró de hacerse presente al arrancarse a sí mismo una y otra vez.

A los seis años leí La vuelta al mundo en 80 días de Julio Verne. A esa edad me pareció que era imposible embarcarse en tal viaje. ¿Cómo se era capaz de recorrer el mundo en 80 días? Al leer fui entendiendo que los personajes no visitaban cada rincón, y que con poner un pie en un país para ellos ya contaba como haberlo visitado. Pese a ello, la idea no dejó de sorprenderme. En cuanto al acto de mi escritura, esta nació en una crisis. A los quince años me sentía al borde de un precipicio tras la separación de mis padres y la violencia que soporté en la secundaria. Por puro ocio descargué Wattpad, la famosa app sobre literatura juvenil y fanfics. Las novelas con más vistas solían ser romances juveniles cliché, y por más que buscaba, no lograba encontrar un texto que retratara con fidelidad lo que significaba ser adolescente. Fue ahí donde comencé a pensar en mi propia historia.

El mío fue un proceso inconsciente de vaciado. Hasta la fecha me sigo sorprendiendo del escritor que fui a esa edad. No por la calidad dudosa de las tramas, sino por el trabajo que realicé: una novela de casi 500 páginas, narrada a cinco voces de jóvenes que atravesaban deseos suicidas, bulimia, soledad, autolesionamiento, acoso, despertar sexual, etc. Plasmé mis heridas y las que observaba en mis compañeros de preparatoria. Tras llegar de la escuela y hacer mis deberes me quedaba frente al teclado durante horas, escribiendo, reescribiendo, trazando personajes, desarrollando la escaleta, investigando. Creo que ese entusiasmo nació del descubrimiento de esta “habilidad”, por nombrarla de alguna forma. Como si estuviera atrapado en un incendio y descubriera entre las llamas que mi piel seguía intacta.


Cuando mi papá estaba a punto de morir, yo escribía. Pasó más de una semana con Covid, temeroso de ir al hospital al inicio de la pandemia. Él se hallaba en el primer piso de la casa, yo en el segundo. Presté atención, escuché las palabras ‘ambulancia’, ‘oxígeno’. Desde mi habitación clavé la mirada en los barandales de las escaleras, indeciso por un vértigo precipitado, hasta que decidí dejar el texto y bajar.

Recuerdo su piel gris, la cara llena de sudor y los ojos casi salidos de sus órbitas. Como pudo, susurró que se ahogaba. “Intenta respirar conmigo”, eso fue lo último que le dije. Inhala, exhala. Su exmujer y yo intentamos levantarlo del sillón sin éxito. Un vecino y su hermano escucharon nuestros gritos de auxilio, nos ayudaron a cargarlo hacia su auto. A unas casas de distancia una familia tenía fiesta con la tambora a todo lo que daba; sin querer musicalizaron nuestra danza macabra. Mi papá dejó caer sus extremidades cual títere al que cortan las cuerdas. Ya era tarde, dio su último respiro al sentarlo en la parte trasera del auto.


Al inicio la escritura fue para mí lo que los colores son para un ciego que recupera la vista. Pero tras su muerte fue como si una niebla acaparara todos los rincones de mi visión al enfrentarme a la página en blanco. Los espacios temporales entre cada texto que armaba se prolongaron, y si no era por encargo me costaba llevar a buen término mis ideas. Luchaba conmigo mismo para terminar un cuento de cinco páginas porque el trabajo, el cansancio, la vida no me dejaban.

Regreso al Jonathan que fui, no a los quince años, sino a los seis. A ese que se preguntaba cómo se era capaz de abarcar el mundo entero. No sé si es porque nací en la frontera, pero mi escritura es casi siempre sobre los bordes. Necesito que al saltar las palabras me nazcan de la espalda, sean alas que me salven de la caída.


A mi papá no le gustó la idea de que estudiara Literatura. “No somos ricos para que estudies eso”, llegó a decir molesto. Su intención era que entrara a la carrera de Programación, la especialidad que llevaba en la preparatoria. Mi mamá, por otro lado, sí me apoyaba. Ella me dio parte del dinero para la inscripción. Para conseguir la otra parte tuve que mentir. Creé una hoja de inscripción falsa con el logo del Tecnológico de Tijuana, donde afirmaba que iba a estudiar Ingeniería en Programación, como él quería. Con dinero en mano fui a la UABC a inscribirme. Meses más tarde ocurrió lo inevitable. Mi papá lo supo y me reprendió; cómo me atrevía a usarlo para una “carrerita” sin futuro.

De pequeño él me solía contar la anécdota de que, cuando era joven, se quemó las pestañas estudiando para el examen de admisión de Arquitectura en el Tec. Pasó el examen, solo necesitaba realizar el pago. Llegó a casa de su mamá, se encontró a sus hermanos en la sala. Con una sonrisa que no le cabía en el rostro les dio las buenas noticias y les pidió prestado. Ellos solo lo vieron en silencio, tenían familias que alimentar y rentas que pagar. Su mamá ya no trabajaba por la edad, y a su papá no lo veía desde que era niño. Nadie lo ayudó. Escucharlo me causó un nudo en la garganta. Imaginaba que, de haber cumplido su sueño de ser arquitecto, quizá hubiera sido otro.


Constantemente me regañaba por mi forma de caminar, o de colorear en los cuadernos. A veces me preguntaba a gritos si era joto. Detestaba cualquier rastro de feminidad en mí, quizás porque le recordaba a los suyos. Especialmente su nombre: Venus. No Venustiano. Venus. Qué dulce ironía. Cada que le tocaba dar su nombre para algún trámite, la gente le preguntaba: “¿Venus, como la diosa?”. A lo que respondía iracundo: “¡Como el planeta!”. Me parece curioso que él, cuyo nombre representa a la deidad del amor, sea quien mejor me enseñó a odiar.

Solíamos pelear por todo. La enfermedad fue la tregua. Aún tengo en mi mente la última discusión que tuvimos. “¿Acaso me has preguntado cómo me siento?”, me reprochó. “¿Acaso no te he traído los tés y pastillas que me pides?”, repliqué. Daba igual. Los dos teníamos razón. Mi padre murió el Día de la Madre; la muerte de Venus fue una contradicción, un oxímoron.


Cuando recién entré a mi trabajo anterior, un compañero me leyó las cartas del Tarot. Hizo una tirada de tres. La muerte. La templanza. La emperatriz. Me quedé sin palabras, no le había dicho mi historia, pero las cartas ya la conocían. Más que señalar un deceso, de lo que me hablaba La muerte era de un cambio, el cierre de una etapa en mi vida, el final de mi identidad como el hijo de Venus para poder construirme como persona. El duelo me llevó por una búsqueda de sentido entre laberintos de relaciones y encuentros fugaces. La templanza fue el balance tras el caos, la sanación que necesitaba y que me llevó a un proceso terapéutico donde vi el mundo con nuevos ojos.

En un principio no entendí a qué aludía La emperatriz; sin embargo, su fuerza femenina me permitió abrazar aquellas partes que oculté para sobrevivir. Al conocer a mi novio Raúl, nos dejamos crecer el cabello, algo de lo que ni siquiera me imaginaba que era capaz. Además, la fertilidad creadora de la carta vaticinó mi aceptación en el Diplomado de Escritura Creativa de la UNAM, donde continué mi camino en la escritura.


Cada que se acerca el 10 de mayo me surgen nuevas heridas y cicatrices, como si mi cuerpo o el destino me prepararan para sentir de nuevo la punzada de esa fecha. En 2023 me realizaron una exodoncia quirúrgica debido a un diente que tenía retenido debajo de la encía inferior. Al encontrar ese diente, el asistente dental que revisó mi radiografía dijo en tono de burla: “Al menos ahí traes una refacción”. La anestesia local no fue suficiente para ahorrarme la incomodidad cuando me operaron.

En 2024, intenté abrir una lata de atún para alimentar a mi gato. En un descuido me rebané el pulgar derecho. El dolor fue tan pesado que me tuvo de rodillas mientras mi mamá corría por gazas para curarme. No perdí el dedo, pero sí el sentido del tacto en la zona de la cicatriz, que modificó para siempre mi huella dactilar.

Este 2025 fui a donar plasma a San Diego, proceso por el cual ofrecen 100 dólares. A mitad de la extracción se me fue el sentido del oído y todo a mi alrededor comenzó a oscurecerse por unos segundos. Casi sin fuerzas levanté mi mano para que uno de los enfermeros me asistiera. Colocaron mis pies más arriba y me dijeron que lo que experimenté fue un descenso del ritmo cardíaco, algo que podía pasar para los que donaban por primera vez. Me quedó una marca en la parte interna del codo por donde sacaron la sangre.

Para mí, alguien a quien la noción de que va a morir le oprime el pecho, esta experiencia me dio bastante alivio. Cuando estaba a punto de desmayarme no sentí miedo, ni angustia, ni preocupación. Como si de repente tuviera mucho sueño. Si así se siente fallecer, entonces estoy más tranquilo.


Los primeros años tras la muerte de Venus solía llorar, no tanto porque ya no estaba, sino por la vida tan dura que le tocó. Trabajó desde chico vendiendo dulces en CDMX sin un padre que lo guiara. En su adultez cruzaba a diario la frontera durante horas para ir a un trabajo informal en Estados Unidos, uno que pagaba mejor que muchos de este lado, pero que lo drenó física y emocionalmente. Luego de que le negaron la renovación de la Visa cayó en un espiral de destrucción y alcoholismo. Nunca pudo cumplir su sueño, y el día que murió estaba más preocupado por faltar a la fábrica que por ir al hospital.

La penuria o dificultad que alguien atraviesa puede ayudarnos a entender su carácter o decisiones, más no justificarlas. Mi mamá, a quien he ilustrado con pocas pinceladas en este ensayo, ha conocido más veces la cara del dolor. En su infancia tuvo que pasar hambres en Zacapu, su pueblo natal en Michoacán. Perdió a su tercer hijo poco antes de nacer debido a la negligencia de Venus, a quien se le hacía tarde para ir a trabajar y no la llevó al médico.

Ella quería ser doctora, pero tampoco había para esos lujos. Ya de adulta no se quedó con las ganas y tomó un curso de auxiliar de enfermería. Mi madre se llama María Alicia, aunque prefiere solo Alicia. Ella es la que me ha motivado a seguir, la que se las ingenia para cocinar algún platillo cuando no hay dinero para comer, la que va a mis presentaciones de lectura, la que siempre ha estado ahí cuando nadie más estuvo.


Confieso que la envidia me atravesaba la piel cual aguja cada que miraba a mis amigos junto a sus papás. ¿Cómo no imaginar al mío con vida? En esas fantasías Venus era un arquitecto exitoso, líder de proyectos, con el suficiente dinero para que no le importara que eligiera una “carrera de ricos” como Literatura. Y por más que me hubiera gustado que esa realidad fuera cierta, reconozco que nunca podré vivirla.

En su obra de teatro, Por qué la gente recordará a mi padre (2022), Daimary Sánchez Moreno describe su relación con su progenitor, un hombre adicto al cristal, al que la gente le saca la vuelta en la calle por miedo y asco, y que muy pronto dejará de reconocerla. En el clímax de la obra, Daimary escribe algo que me parece revelador: “Ya no me pregunto cómo me hubiera gustado que fuera mi padre, porque ya lo sé. Elijo este que tengo”.

Yo también elijo ese que tuve. Elijo al que me culpaba de todo, hasta de chocar el auto que él iba conduciendo. Al que me insultaba de maneras indecibles. Al que varias veces me abandonó en supermercados. Al que me golpeó en repetidas ocasiones. Al que hizo mucho daño a múltiples personas. Al que horas antes de morir me pidió que tomara vitaminas para no enfermarme como él. Al que le gustaba comer pan dulce con café y siempre compraba para todos. Al que rompió las fotos del archivo familiar (Imagen 2).

Porque es gracias a él (en contra de él) que escribo este ensayo, pues su oposición no hizo más que encender la llama de mi escritura. Porque anhelar otra realidad u otro padre es encerrarme en la cárcel que a veces puede ser el deseo. Y porque, de una forma muy compleja, a veces lo extraño y quisiera volver a abrazarlo una última vez.

El quinto episodio de la séptima temporada de Black Mirror, titulado “Eulogy”, retrata a un hombre al que se le pide revivir los recuerdos de un viejo amor que acaba de fallecer, a través de un dispositivo que le permite entrar a las fotografías. Una parte central del episodio es la imposibilidad del protagonista de recordar el rostro de su amada, cuya relación terminó de mala manera, ya que él la borró con tachaduras y marcas de cigarro. A lo largo de la historia, una asistente virtual le ayuda a ver a la mujer de distinta manera, pese a la resistencia que opone. Al final, el protagonista logra recordar el rostro de su amada al reexaminar ese periodo de su vida, y verla en la totalidad de su persona.

Coincidencia o no, encontré una foto (Imagen 3) con el rostro de Venus hurgando en sus documentos, un par de días después de su entierro. Es de tamaño infantil en blanco y negro, por el corte estilo “mulet” supongo que es de los 90, antes de que yo naciera. Se ve tan joven, tan diferente del hombre que me crio. Sé que muchas personas no logran conocer a sus padres, ya sea porque no estuvieron o porque su presencia y ausencia son difíciles de distinguir. Es por ello que me siento afortunado, pues solo después de muerto puedo llegar a conocer a Venus, y esta pequeña foto es prueba de ello. EP

Bibliografía

Sánchez Moreno, Daimary. (2022) Por qué la gente recordará a mi padre. Instituto de Cultura de Baja California.

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