El Sol brilla por quemarse: Luis Miguel en la Arena Ciudad de México

En esta crónica de Héctor Maccise, Luis Miguel regresa como mito, reliquia y exceso: un Sol que aún brilla, incluso al borde de consumirse.

Texto de 26/06/25

En esta crónica de Héctor Maccise, Luis Miguel regresa como mito, reliquia y exceso: un Sol que aún brilla, incluso al borde de consumirse.

Para Silvia, mi mamá; para La Chiva, mi abuela: por enseñarme a amar la vida, la música, la palabra. 

La irrealidad extrema del brillo solar se liga indisolutamente a lo ocurrido… 
—Georges Bataille, La Historia del Ojo 

Se asoma, se excede, exuda carisma, sexo, sudor… ese sensual sudor, palpado solo en la espalda de una pareja, aquí resplandece de frente: pixelado en la pantalla del escenario, obvio. Los íconos solo transpiran en la memoria de su humanidad. En la compilación kitsch de gloria añejada, aquellos greatest hits visuales evocan e invocan la bulla de esas Chavas Únicas de Monsiváis.1 . (Ya no están tan chavas). Entre gritos, sus esposos esconden alaridos una escala por encima de lo digno. Sus hijos —productos del efecto del saxo de Hoy el aire huele a ti— también lo hacen. Se sienten ungidos. Creyeron que este momento nunca llegaría. Lo escuchaban cuando mirrey era un cumplido y, sabiéndolo vivo, por saberlo Profeta, lo sentían muerto. 

Uno, tres, seis, dieciséis, muchos Luismis en la pantalla: el de Acapulco; el del popurrí en el Auditorio; el blanco y negro, romántico, esmoquineado; aquel Micky, frenesí cocainómano de Cómo es posible que a mi lado. Su luz ilumina a la banda y a los 21,298 espectadores, pues en la Arena Ciudad de México parece que solo quedan dos lugares. Están al frente. Son aquellos que, en la entrada —a pesar de los tacones y el peinado de salón—, un señor tres veces mayor que ella se negó a pagarle al revendedor:

—No es el precio, hermosa. Los de Paul en New York costaron más. Es el principio. Seguro son robados.

—No te preocupes, gordo. Tú eres el que quiso venir… Aparte, dicen que el que sale ni es él.

 II 

Ese proverbial Él es, para ella y muchos, el que desde España mandó a un imitador de parecido endeble, ante la mirada furtiva de un frenólogo tiktokero. Para los más jóvenes, Él es el palimpsesto del que encarnó Diego Boneta. Para unos, Él yace en Los Pinos, pudriéndose, mientras un farsante usurpanombres canta, brilla, disfruta del dinero que le dan una voz inferior a la de Él y un silencio equiparable. Para otros —menos paranoicos, más nostálgicos— Él es aquel que este mismo era antes del Ozempic, o cuando hablaba con los fans, o daba entrevistas, o cuando ellas y ellos eran novios y, creyéndolo autor de su amor, como buenos posmodernos, pensaban que llegaría el día en que podrían agradecerle o reclamarle. Ya no. Sea para sustentar la farsa, por necesidad humana o porque el misterio vende, Él —cualquiera que este sea— ya es, sobre todo, inalcanzable.

III 

El ícono es aquello que creemos no ser y, por ende, deseamos. La iconografía comienza en Egipto: el retrato en el sarcófago no simboliza al muerto que recubre; iconiza todo aquello que, por nunca haber sido, ahora será. Años después, el catolicismo lo hace suyo: pues, ¿de qué otra forma se representa al infinito sino como negación? Dentro de su contexto, el ícono es unidad, multiplicidad y perversión, porque dentro de su contexto —el contexto del tiempo y la entropía— su estado como algo hecho es perceptible. Yeso quebrado, madera resurgiendo del temple, hoja de oro desbruñida: complicaciones en la transmutación simbólica de lo material y endeble a lo impoluto y eviterno. Por eso, el ícono necesita esa narrativa llamada mitología. Pero el Santo solo se canoniza tras muerto.

Quizá por eso la insistencia en matar (no siempre metafóricamente) a Luismi: ponerle punto final a su historia, olvidarnos de su carne tremendamente falible, proyectar a su memoria una mitología coherente y destilarle un Ideal más allá del rumor de otra demanda o El Rey balbuceado entre tequilas.

IV 

Al son del popurrí, la noche estrellada se proyecta sobre la nostalgia. Del fondo de la pantalla asciende un sol. El set sugiere una pirámide de Teotihuacán. Sobre esta asciende Luis Miguel, vuelto sombra frente a su homónimo de video. Sonríe: sabe lo que provoca. Se acomoda el traje negro-funeral. Desciende sus escaleras cual dios, saluda como un amigo más y, como buen ícono, permanece a un peldaño de distancia entre la tierra y su audiencia vuelta loca: su escenario.

Un joven con camisa de Versace (indescifrable si es disfraz) abraza a un señor de traje. «Love you, pa. Gracias». La boca de una señora, con pinta de presidenta de un periférico club de fans, se mueve sin sonido: te amos, interrumpidos por una sonrisa incontenible. Todo es tal y como les contaron o se contaron.

Luis Miguel toma el micrófono. Un suspiro comunal: silencio.

—¡Noo sé qué está-pasando, qué todo está-al-revés… —ese Re más bajo, y lo que sigue más apagado que en la memoria digital, extiende el silencio más de lo deseado. ¿Culpa del ingeniero de sonido?

Quizá hubiera sido mejor quedarnos en casa a disfrutar la memoria idealizada, digital. Ya sean los discos y conciertos o —si la mitología llama más que sus causas— la serie. Ese Künstlerroman que nos recuerda estar “basado en hechos reales” y ser ficticio, gozar de libertad creativa y hacerse con la supervisión de un artista que no deja que le fotografíen el lado izquierdo de la cara.

La razón de ser de la serie es tan conocida que su tercera temporada nos regala ese momento que tienta la genialidad: Luis Miguel (Diego Boneta), tan endeudado como escéptico de los ejecutivos de Netflix, conoce a Diego Boneta (Michael Ronda). Sin embargo, el beneficio de vender su vida no fue solo monetario.

Toda autobiografía completa es deseo de epicedio perpetuo: principio, desarrollo y ese punto final que, se cree, estabilizará significados y significantes más allá de las manos del creador; abriendo el Texto a la creación lectora y a la posibilidad de Ideales emergentes. ¿Cuáles son los de la serie? Aparte de los “natos” (belleza, presencia, carisma, Aura, un contratenor que no ha abierto la temporada operática de La Scala porque no le da la gana), está el obvio por intencional: la autosuperación.

Luis Mirrey, déspota, impresentable, ícono favorito de esa cultura desculturizada del nepotismo, la banalidad y la habilidad solo para el despilfarro de lo ajeno, es también Luis Miguel: niño prodigio que, viniendo de nada, se convierte en todo gracias al talento suplementado con una ética de trabajo impecable.2

Quizá por eso, a pesar de que Luis Miguel nunca ha dejado de cantar, estos shows se pintan de Retorno Triunfal: cuarta temporada en vivo, quinientas noches, noventa y nueve ciudades, el tour latino más taquillero de la historia. Quizá por eso había que ponerlo guapo y flaco, respetar la postura neoplatónica de la serie: la carne de Luis Miguel como representación visual de la virtud o la corrupción de su alma.

Quizá por eso, hacia el final del concierto, había que recrear su final: una tercera línea de tiempo para entrecortar entre El Auditorio y el Cesar’s, el ocaso de la gloria del ‘99 y el amanecer tras la decadencia de 2017. Incluyendo al Mariachi Vargas, La Bikina, la misma coreografía y el único cambio de vestuario: esa camisa negra que usó en la Ciudad de México, ese chaleco de esmoquin que tenía en Las Vegas.

Pero la mitología encarnada sigue existiendo a merced del tiempo y la entropía; y la carne del ícono, preservada más allá de su vitalidad, se llama reliquia. Quizá por eso suena trágico ese desganado: ya no eres la misma a quien yo amé…

VI 

Un ¡wuu! de una señora que llamó a España “la Madre Patria” libera el aire comunal. La bulla revitaliza la voz de los vientos y la boca cantante:

No culpes a la no-che, no culpes a la pla-ya, no culpes a la llu-via, ¿será-que-no-me a-mas?

La icónica patadita. Kiko Cibrián en la guitarra. Lalo Carrillo en el bajo. Un piano circular me ilusiona con sinsentido infantil. Su voz, tras ciento veintitrés días de conciertos y varios años de vicio, no es la misma, claro, y es la mejor que he escuchado en vivo.

El ideal de autosuperación es chafa por estar atado a una ideología que lo proyecta más allá de las condiciones materiales; por apestar a moralismo, mentira, humo de opio, cognac en boca hálitosa: «échale ganotas». Y ese ideal —como este desgraciado que lo encarna— es, también, extremadamente seductor.

VII 

Quizá por eso, antes de su Texto Santo, Luis Miguel ya había sido instrumentalizado para la mitología. Como argumenta Alberto Tavara en su libro Por debajo de la mesa: el Sol y su relación con el poder político, ese “sídel general Riviello a la grabación del video de La Incondicional (Pedro Torres, 1989), en el Colegio Militar, fue un intento de limpiar la imagen del ejército después la masacre de Tlatelolco y antes del estreno de la película que la retrata: Rojo Amanecer (Jorge Fons, 1990).3 

El fin a la parcial censura de esta película, parte de la campaña no oficial del gobierno salinista para mejorar la imagen del partido, una que acompañara su campaña oficial de México primermundista, liberado, globalizado: el nuevo capítulo de esa mitología vasconcelista llamada Historia de México (con su H mayúscula de Heteronomía-Transcendental). Historia de un desarrollo cuasi-teleológico: de Olmecas a Mexicas a Chilangos, puntuado por la épica de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Historia como ensayo de Octavio Paz: hermosa, seductora, equivocada. Historia hechizada por un Espíritu que, ahora, hablaba con la boca de Salinas.

Fuerzas sobrenaturales más allá de nuestras fronteras parecían acompañarlo en esta misión: el Nobel de Literatura, Miss Universo mexicana, el tequila de moda en Estados Unidos… donde Luis Miguel comenzaba a sonar. El rumor de que había nacido en Puerto Rico también lo hacía. Había que oficializarlo mexicano, y con una foto en El Universal lo hicieron; pues, más allá de encarnar esa autosuperación tan afín a la ideología neoliberal, Luis Miguel encarnaba el potencial del México bendecido por Dios y capaz de ser un gigante global, si se liberaba del nacionalismo provincial y firmaba un pacto con los gringos para facilitar la venta de su labor y su cultura.

Sin embargo, a la pesadilla accidentada que es la verdadera Historia, la poética, la ideología y la insistencia en mitologizar su devenir, le hacen lo que el viento a Juárez. Por eso decía Hegel que el búho de Minerva solo vuela al anochecer; y por eso, para el presidente verdaderamente vasconcelista, el vuelo del tecolote de Tezcatlipoca no se adivina: se mitologiza en el ocaso, para incitar al vigoroso pueblo de México a unirse en la creencia de que [lo que el presidente desee]. Y por eso, para el gobierno de Salinas —borracho de tecnocracia protestante marca Ivy League—, se llamara como se llamara ese pinche pájaro, lo que importaba era que su vuelo se pudiera predecir al amanecer con un sencillo modelo generalizado autorregresivo condicionalmente heterocedástico que incorporara promedios diferenciales de aleteos previos, noctámbulas condiciones atmosféricas de los últimos meses, encuestas sobre el entusiasmo hacia los futuros del crudo mexicano en Ottawa y el promedio de volatilidad de un volado de nuevos pesos mexicanos.

Quizá por eso, y su necia insistencia en presumir lo quebrantado por la realidad del campo destruido, un capitalismo vampírico y varios homicidios irresueltos en primera plana, la poética retrospectiva le dio a Salinas un vínculo inquebrantable con el boricua más importante en mexicanizarse durante su sexenio: el Chupacabras.

Y quizá por eso, la poética retrospectiva le dio a Luis Miguel una redención real por manufacturada, apoyada en ese discurso que identifica la necesidad del reconocimiento gringo como traición a uno mismo, como causa de decadencia: en el clímax de la tercera temporada, tras terminar su relación con una Mariah Carey (Jade Ewen), metonimia de la ignorancia y el narcisismo estadounidense; tras liberarse de la esclavitud contractual que lo obligaba a grabar The Great American Songbook, y tras encontrarse con unos mariachis tocando Hagamos de cuenta en un estudio de Los Ángeles, Luis Miguel —con una sonrisa que solo puede provocar el nacionalismo más rancio y emocionante— le dice a su nuevo jefe de equipo: “Consígueme una junta con el Mariachi Vargas”.

VIII 

En la fila, una pareja se quejaba de que el sangrón Luis Miguel ya no hablaba con la audiencia: pronto, ante nosotros, tan solo una bocina de carne.

Viéndolo cantar sonriente —tan perfeccionista que, bailando, le da indicaciones al ingeniero de sonido—, su silencio prosaico se vuelve anhelo. Incita a aplaudir, gritar, darle a Luis Miguel el show que se merece, volvernos la audiencia que sale en Ventaneando, todo para emocionarlo a tal punto de que no pueda evitar decir: «Gracias».

La razón real (por manufacturada) es que, si Luis Miguel hablara, tendría que cambiar el sonido de los audífonos calibrados a su tinnitus. Pero comienza mi canción favorita, y siento algo tan excesivo que solo puedo describirlo al compararlo, usando palabras desgastadas e imprecisas, esas que, en su sobreuso, inexactitud y banalidad, conservan algo de experiencia límite más allá de lo que invocan y evocan, más allá de lo que cabe en la tinta negra de: siento lo que sentí cuando me enamoré.

Surge entonces una razón más real porque yo la imagino: Luis Miguel entiende los límites del lenguaje y, en su silencio, desea ser a sus narrativas mitológicas lo que la palabra es a la definición del diccionario: exceso contenido, tan reducido como irreducible.

Sí, quizá solo soy alguien que antes usaba mirrey como cumplido y, sintiéndome ungido, busca rebuscar el gozo para permitirse gozar. Por eso pienso que, en su mal llamado silencio, Luis Miguel logra trascender narrativas propias y ajenas, no como el gran Héroe libertario que impone su voluntad ante los caprichos de la Historia, sino como el gran Símbolo poético que impone su fuga a los caprichos de la narrativa. Y, por eso, me tocará continuar esa penosa tradición que obliga al escritor de Luis Miguel a jugar con su apodo, pues recuerdo una entrevista en la que Rebeca de Alba le pidió definirse y él contestó: «Génesis, éxito, apocalipsis».

Pienso entonces que ese Símbolo trascendental (por sobreusado, banal, inexacto) que Luis Miguel representa sí es el Sol: por varias razones que, de nombrarlas, atentaría contra mi punto; y porque solo alguien que simboliza el hermoso y violento sinsentido del exceso podría estar enchinándome la piel al cantar una canción tan perfectamente titulada como Amor (amor, amor, amor).

Y qué rico eso, ¿no? EP

  1. Monsiváis, Carlos. Los rituales del caos. México, Era, 2012. p. 190 []
  2. Vale la pena recordar a Patricio Robles (Pablo Cruz Guerrero), manager, antagonista de la tercera temporada y uno de  los pocos personajes que no tiene un equivalente real: maquiavélico junior con complejo de inferioridad cuyo insulto  favorito es naco. []
  3. Tavira, Alberto. Por debajo de la mesa: el Sol y su relación con el poder político. México, Grijalbo, 2024. p.105-106, 119 []
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