De vocación citadino

Luis Jorge Arnau explora su conexión con la Ciudad de México. Refleja la naturaleza y la resiliencia de la urbe, y la suya propia.

Texto de 06/03/25

Luis Jorge Arnau explora su conexión con la Ciudad de México. Refleja la naturaleza y la resiliencia de la urbe, y la suya propia.

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A ratos soy como son mis calles: inmanejables, inesperadas, festivas por vocación y dolientes por costumbre, amplias o retorcidas, pausadas o desbocadas, un entramado complejo de improvisaciones formando un tejido caótico de esta ciudad que agoniza cada noche sometida a los excesos de ser ella misma, para despertar deslumbrante a la primera provocación alimenticia, ante la primera juerga, frente a un probable romance a cualquier hora. Mi ciudad, ombligo del mundo, a veces mi amante y a veces mi enemiga, muestra con insistencia su capacidad para renacer, apeñuscada y dolorosamente, en partos continuos tras múltiples violaciones y tumultuosos actos de amor. Vivimos, ella y yo, yo y ella, atados a la permanente ilusión de gozar tertulias tequileras pese a inminentes colapsos, perfumándonos con la quimérica seguridad de que viviremos por siempre.

Ciudad de tantas y de tantos, que la hemos amado y deformado, que le hemos cantado como Guadalupe Trigo o la hemos vuelto poema como Amado Nervo; ciudad de flores en los botes de basura; urbe donde el orden es un milagro y lo milagroso es el desorden; ciudad incógnita a la que nos asomamos en un diario aprendizaje sorpresivo, incapaz de dejarnos indiferentes. Si nos descuidamos nos traga, convertida en la diosa Mictecacíhuatl, señora de la muerte, exhibiendo su dentadura de violento miedo que a ratos enamora sádicamente. Ciudad falda de serpientes y murmullo de colibríes.

Lo sabemos ambos, está lejos de ser un arco iris ordenado apareciendo en el momento preciso, más parece una madeja de cien estambres trenzados caóticamente, a la espera de una abuela que los desenrede con paciencia haciendo una chambrita entrañable. Así también soy yo. Desgobernada de siempre, viviendo de ilusiones, esta ciudad es un poema sin rima y una fábula sin moraleja. La amo, tanto como la odio, me reconcilia tanto como me rechaza, me exorciza con la misma intensidad que sataniza mis andares. Eterna adolescente que recela de paternidades aunque no las suelte, la Ciudad de México se hunde en lo que alguna vez fue un lago, deseosa de poseer la locura inconsciente de Berlín, la elegancia parisina y la sofisticación londinense. Posee igualmente los festivos brillos madrileños, la obsesión laboriosa de Seúl, la suciedad de Calcuta, porque es un poco todas ellas y algo más. Ciudad imán que también expulsa, que honra un pasado que desconoce o no entiende, que ama clandestinamente, convive, festeja y construye con sus muertos, poseedora de un espíritu panteonero que invita al rechazo o a la adicción a viejos ritos. Y sí, así soy yo, un poco esas calles llenas de baches o preñada de empedrados maravillosos, de sombras y luces, aromas y hedores. Es mi imagen y yo soy la suya, una ciudad banquete, cargada de fondas improvisadas y restaurantes de alta cocina donde abundan —en unas y otros— los guiños de salsas y maíces, cactáceas y licores, colores y sazones, tortillas empáticas y gusanos de maguey ahogados en mezcal, todos copulando en una eterna eucaristía para tragones compulsivos.


De aquí soy, negarlo es imposible, soy chilango anónimo, me delata la mirada que desconfía y celebra, pertenezco a este nido tormentoso de abrazos intensos, de música a todas horas y en todos los ritmos, de pasiones inexcusables y fervores inexplicables, de marabuntas hormigueando en busca de dar sentido a sus pasos revueltos. Una ciudad que no sabe estarse quieta, como yo, por eso nos vincula todo lo bueno y todo lo malo, nuestros defectos y nuestras virtudes, nuestros traumas y nuestros renacimientos. Trompicados ambos, pero con ganas de estar vivos. Yo soy mi ciudad que contagia, ella es mis dudas vacunadas contra la resignación, aunque en esos pasos barrocos sucumbamos a menudo. EP

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