Líneas perdurables | Un epitafio a la luz de la luna

En estas Líneas perdurables, la voz de Quevedo defiende con versos la memoria del duque de Osuna.

Texto de 17/10/25

Pedro Téllez-Girón y Velasco, III Duque de Osuna. (1574-1624) Militar, noble y político. Realizado por Bartolomé González y Serrano retratista barroco que trabajó para la corte de Felipe III. Wikimedia Commons

En estas Líneas perdurables, la voz de Quevedo defiende con versos la memoria del duque de Osuna.

Entre los poetas, los hombres de letras y los políticos, las relaciones siempre han sido complicadas. Pero ninguna ha producido, creo yo, un soneto tan impresionante como el que Francisco de Quevedo dedicó a don Pedro Téllez Girón, duque de Osuna.

La historia es larga. Quevedo —nacido en Madrid el 14 de septiembre de 1580 y muerto el 8 de septiembre de 1645 en Villanueva de los Infantes— entró al servicio del duque de Osuna en 1613. Antes había estudiado en el Colegio Imperial de los jesuitas y en la Universidad de Alcalá; había servido en la corte, cuando ésta se encontraba en Valladolid, y se había enemistado para siempre con Góngora, su rival literario por antonomasia.

Hombre de ingenio poco común, deficiente visual (de hecho, a las gafas redondas que usaba aún se les llama “quevedos”) y algo cojo, Quevedo fue desdichado en amores y en batallas de toda índole. Sarcástico, moralista, político e infiltrado en la corte, sirvió al duque durante los últimos años de su vida, marcados por las intrigas palaciegas en su contra durante los reinados de Felipe III y Felipe IV.

Tras una denuncia en Venecia —de donde Quevedo tuvo que huir disfrazado de mendigo—, don Pedro fue encarcelado y murió como un delincuente vulgar en la mazmorra del castillo de la Alameda. Quedaron para la posteridad sus últimas palabras: “Si cual serví a mi rey sirviera a Dios, fuera buen cristiano.” También sobrevivieron sus hazañas en Flandes, inmortalizadas por Quevedo en el soneto “Memoria inmortal de don Pedro Girón, duque de Osuna, muerto en la prisión”, cuyo primer cuarteto pone en situación la inquina que los “grandes de España” llevaron en su contra:

Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna.

Borges —quien comentó en más de una ocasión este soneto— observó que la primera parte es un alegato jurídico: el poeta busca defender la memoria del duque. El segundo cuarteto obedece, en sus dos primeras líneas, al rigor formal del soneto italiano:

Lloraron sus envidias una a una
con las propias naciones las extrañas,

Pero las dos líneas finales resultan esenciales:

su tumba son de Flandes las campañas,
y su epitafio la sangrienta luna.

“Estos versos deben su riqueza a su ambigüedad”, escribió Borges, quien reconoció en “Y su epitafio la sangrienta luna” uno de los versos más memorables de la lengua española. Aunque podamos darle diversos significados, la imagen es arrebatadora: una lápida chorreando la sangre de batallas interminables, bajo la luz impávida de la luna. Muerte, olvido, violencia: el llanto militar que se desborda en diluvio, los ríos de Europa que “murmuran con dolor su desconsuelo”. EP

El análisis independiente necesita apoyo independiente.

Desde hace más de 30 años, en Este País ofrecemos contenido libre y riguroso.

Ayúdanos a sostenerlo.

Relacionadas

DOPSA, S.A. DE C.V