Una filmografía del movimiento del 68: imagen y memoria

La consigna es clara: el 2 de octubre, dice, no se olvida. Salvo que, en la práctica, la memoria no parece tan resistente. Una encuesta de Parametría publicada hace tres años en Animal Político, por ejemplo, sugiere que menos de la mitad de los mexicanos recuerda qué sucedió el 2 de octubre, un número —anota la […]

Texto de 02/10/18

La consigna es clara: el 2 de octubre, dice, no se olvida. Salvo que, en la práctica, la memoria no parece tan resistente. Una encuesta de Parametría publicada hace tres años en Animal Político, por ejemplo, sugiere que menos de la mitad de los mexicanos recuerda qué sucedió el 2 de octubre, un número —anota la […]

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La consigna es clara: el 2 de octubre, dice, no se olvida. Salvo que, en la práctica, la memoria no parece tan resistente. Una encuesta de Parametría publicada hace tres años en Animal Político, por ejemplo, sugiere que menos de la mitad de los mexicanos recuerda qué sucedió el 2 de octubre, un número —anota la publicación— decreciente en comparación con una encuesta de The Guardian publicada unos años antes.1

Por supuesto, los procesos de erosión de la memoria colectiva no son exclusivos de nuestro país, pero el deslave de estos recuerdos es preocupante. Una población sin memoria corre varios riesgos. No sólo los más evidentes, como la rendición de cuentas —un tema aún opaco en el caso de Tlatelolco, como aparentemete será siempre—, sino también la posibilidad de articular una lucha contemporánea que reconozca a sus antecedentes, que recuerde quiénes son sus gobernantes y qué hicieron, pasando por la revisión constante de una historia y unos hechos que siempre pueden dejar más lecciones. El olvido es la forma de corrosión más peligrosa, porque disuelve el pasado que compartimos y que nos configura como individuos.

No es posible hablar de una sola causa del olvido, nada nunca tiene un sólo responsable, sino de una serie de ellas, algunas entrecruzadas e intercaladas. Sin embargo creo que hay un elemento que no nos ha dado todo lo que podría respecto a la memoria del 2 de octubre: el cine. Sería fácil señalar al “cine mexicano” —esa abstracción—, pero las circunstancias no lo permiten. La industria cinematográfica mexicana vivía una buena época en los años setenta —fueron los años de algunos de los directores más reconocidos y de mayor alcance de nuestro cine: Felipe Cazals, Arturo Ripstein, Jorge Fons, Carlos Enrique Taboada—, pero lo hacía de la mano de una vigorosa inversión estatal, un matrimonio peligroso dada la naturaleza del Estado, esa fuerza que rara vez atentará contra sí misma.

Así, una de las mejores películas sobre la matanza de Tlatelolco lo es de forma tangencial, Canoa (1976), de Felipe Cazals, que sin lidiar con los hechos de la Plaza de las Tres Culturas, termina comentando la confluencia de elementos que derivaron en matanzas estudiantiles: “La manipulación ideológica, la pobreza que la hace posible, la retórica oficialista”, ha escrito Fernanda Solórzano.2 Por supuesto, Canoa es una película indispensable, con un vanguardista falso documental y una cuidada atmósfera de cine de horror, pero en materia de memoria del 2 de octubre su presencia es marginal, proporcionada por el contexto histórico (está ambientada en 1968) y por una serie de interpretaciones,3 aún a contracorriente de su mismo director, quien ha afirmado que no se trata de eso4 aunque se sabe que, cuando un creador tiene que salir a decir que su obra no se trata de algo, es porque sin duda se trata de exactamente eso. Su inscripción en el género del horror, sin embargo, remite de forma indirecta a otra cinta que sí lidia con la matanza del 68, Rojo amanecer(1989), de Jorge Fons.

Si en Canoa el horror que acecha a los estudiantes tiene rostro —múltiples rostros, el pueblo mismo—, en Rojo amanecer se trata de una presencia ominosa e invisible, una mano que sube por la garganta de sus protagonistas —y espectadores— para apretar a su víctima durante casi dos horas. Xavier Robles, el guionista, dice que la idea de escribir una historia de horror donde el monstruo aparece hasta el final se la dio Alien (1989), de Ridley Scott.5 Me encanta esa idea pero con un juicio de valor: como mexicano, me da más miedo un soldado del ejército que un extraterrestre, por muy bravo que sea el alien.

Canoa y Rojo amanecer pueden leerse como involuntarias antepasadas de una etiqueta contemporánea tan en boga como discutida: el social thriller, con exponentes tan acabados como Get Out (1989) o tan cuestionables como The Purge (2013). Más allá de la etiqueta, ambas películas mexicanas, junto a Borrar de la memoria (2010), con dirección de Alfredo Gurrola y guión del crítico Rafael Aviña, comparten características con las hollywoodenses: son cintas de género —horror o thriller—, lidian con un espectro similar de la violencia —aquella que nace del prejuicio y que, de alguna forma, está institucionalizada— y son atractivas, en parte por su mismo tinte político, en parte porque se inscriben en el cine de género. Podríamos mencionar a Tlatelolco. Verano del 68 (2013) como una película con intenciones similares, pero lo cierto es que el corte exibido en salas —que el director, Carlos Bolado, no reconoce como suyo— da como resultado una película deficiente y poco memorable. Quizá su reedición, como miniserie en TV UNAM, le dé otras cualidades.

Estas características me parecen importantes para pensar en un cine que contribuya a mantener viva la memoria de la matanza de 1968 y, para el caso, de cualquier otro evento traumático en nuestra historia. Quiero aclarar que una filmografía completa de 1968 debe incluir a El grito (1968), documental filmado en la misma UNAM por una serie de estudiantes del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, editado y dirigido por Leobardo López Arretche; Tlatelolco: las claves de la masacre (2003), de Carlos Mendoza; y Dos de octubre. Aquí México (1970), de Óscar Menéndez. Todas películas valiosas en lo documental pero difíciles de comercializar y, en consecuencia, de alcanzar audiencias masivas; en un país de 120 millones de habitantes, creo que la presencia de un cine de ficción popular, inoculado de discurso político, se vuelve urgente y necesaria.

Por eso me parece que aquellas películas marcan un valioso patrón a seguir para las siguientes producciones. Su adecuado balance entre interés histórico, trama enganchadora y discurso político no panfletario —en Canoa, por ejemplo, vemos encabezados de periódicos que aluden al movimiento estudiantil; en Borrar de la memoria, la investigación que conduce a un añejo secreto de la matanza es sólo una de las tramas— las convierten en cine comercialmente potente, así como en un necesario recordatorio, siempre oportuno, de los alcances que la corrupción y la represión han tenido —y, seguro, tendrán— en nuestra historia.

En una época donde, gracias al streaming y al abaratamiento de las tecnologías de filmación, cada vez más producciones mexicanas originales ven la luz, una de las mejores formas de aprovechar esto es visitar nuestro pasado, ese nubarrón emborronado que nos persigue y al que quizá, con la ayuda de la ficción, podríamos mirar de forma más crítica. Televisa —que algo sabrá acerca de la memoria mexicana— ha comenzado a hacerlo ya: Un extraño enemigo, de Gabriel Ripstein, se estrenará en Prime Video este octubre, en coincidencia con el medio siglo del movimiento. Habrá que ver si su intento nos plantea una mirada valiosa a la memoria del 68. EP

1 animalpolitico.com/2015/10/cada-vez-menos-mexicanosrecuerdan-lo-ocurrido-el-2-de-octubre-de-1968-parametria/

letraslibres.com/mexico/cinetv/canoa-introduccion-al-horror

imcine.gob.mx/mexicoinfocus/sitio_es/specials_canoa.html y criterion.com/current/posts/4460-canoa-a-shamefulmemory-the-devil-in-disguise

proceso.com.mx/432765/432765

jornada.com.mx/2014/10/15/espectaculos/a10n1esp

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