Cien años de muralismo en Coyoacán

Este texto es un recorrido por Coyoacán de la mano de Veka Duncan, en el que recuerda y conmemora la historia de muralistas que dejaron plasmada su obra por calles, casas, centros culturales y educativos de toda la alcaldía.

Texto de 09/02/22

Este texto es un recorrido por Coyoacán de la mano de Veka Duncan, en el que recuerda y conmemora la historia de muralistas que dejaron plasmada su obra por calles, casas, centros culturales y educativos de toda la alcaldía.

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“Aquí en Coyoacán hay tanta variedad de rosas que ni te imaginas, tantas, que ya perdí la cuenta de las que he visto en los admirables y numerosos jardines que hay; las hay blancas, rojas, escarlatas, moradas casi negras, amarillo encendido, cremas de mil matices y de todos tamaños, unas muy sencillas y otras tan dobles y apretadas que hasta duras se sienten al oprimirlas entre los dedos”. Esta descripción de los rosedales de Coyoacán —escrita en 1912— no sólo podría parecernos lejana a nuestra experiencia actual del sureño paraje de la Ciudad de México, sino incluso algo trivial. Es decir, esta descripción de los rosedales de Coyoacán no sería en absoluto sorprendente si no fuera porque los ojos que se maravillaron por sus colores fueron también aquellos que hace cien años se posaron en los muros del hoy denominado Antiguo Colegio de San Ildefonso para trazar las primeras líneas del muralismo mexicano. Su nombre: José Clemente Orozco. 

Este año 2022 se conmemora el inicio de lo que se convertiría en el mayor movimiento artístico del México moderno, al menos oficialmente pues, aunque Roberto Montenegro pintó el primer mural posrevolucionario, lo cierto es que no fue hasta 1922 que esta práctica se institucionalizó. Eso sucedió en San Ildefonso, entonces Escuela Nacional Preparatoria. Ese año, artistas como Diego Rivera, Fermín Revueltas, Ramón Alva de la Canal y Jean Charlot se montaron en sus andamios por primera vez. Si bien José Clemente Orozco se les integraría hasta 1923, fue quizá con él que surgió la tradición de los muralistas en Coyoacán. Y siendo este un espacio para recordar los relatos de esta histórica alcaldía, comienzo recuperando su memoria en sus calles, específicamente en las Del Carmen. Rivera también sería un ilustre habitante de esta misma colonia, pero lo cierto es que Orozco llegó casi veinte años antes. 

“Ahí, entre las ‘casas de cuento de hadas’ por las que pasaba en su trayecto en tranvía del Zócalo capitalino a los jardines Hidalgo y Centenario —mismo viaje que en su momento hiciera Hernán Cortés—, Orozco se fue construyendo una casa que todavía sigue en pie”.

Al poco tiempo de haber estallado la Revolución y de involucrarse en la huelga de la Academia de San Carlos, un jovensísimo Orozco compró un terreno en el número 449 de la calle Madrid. En ese entonces sus días transcurrían entre la redacción de El Ahuizote donde trabajaba como caricaturista —y lo cual le permitió adquirir el predio coyoacanense— y las clases nocturnas de dibujo donde continuaba su formación artística. Al regresar a Coyoacán, a lo que entonces era solo un jacal, su aguda mirada absorbía el ambiente a su alrededor para describirlo en un intercambio epistolar que sostuvo durante una década con una niña de nombre Refugio —que hoy podemos leer en el libro El joven Orozco. Cartas de amor a una niña de Adriana Malvido—. En ellas, el pintor en ciernes hace alarde de sus dotes de agrónomo, aprendidos durante sus años en la Escuela de Agricultura, presumiendo los brotes de su hortaliza y que incluían lechugas, zanahorias, rábanos, colinabos, coliflor, tomate, calabazas, elote, chícharos, ejotes y rosas. Es probable que fuera ese contacto con la naturaleza lo que lo motivó a mudarse del hoy Centro Histórico a Coyoacán, su salud era frágil y se consideraba que el mejor remedio era el aire fresco. Ahí, entre las “casas de cuento de hadas” por las que pasaba en su trayecto en tranvía del Zócalo capitalino a los jardines Hidalgo y Centenario —mismo viaje que en su momento hiciera Hernán Cortés—, Orozco se fue construyendo una casa que todavía sigue en pie. Fue mientras pintaba los murales de San Ildefonso que la comenzó a edificar.

No se puede hablar de muralistas en Coyoacán sin mencionar a Diego Rivera, quien llegó tras su matrimonio con Frida Kahlo en 1929. En esa casa azul Frida nació y vivió durante casi toda su vida, excepto por las breves temporadas que pasó con Rivera en Estados Unidos y en su casa-estudio de San Ángel. La casa fue construida por su padre, el fotógrafo Guillermo Kahlo, y posteriormente remodelada por un muy querido vecino de su infancia: el arquitecto y pintor Juan O’Gorman, quien, a propósito de muralistas, también nació en Coyoacán y dejaría en la alcaldía algunas de sus obras murales más icónicas, como la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria.

“Lo que parecería una obra menor por ubicarse en un comercio tan popular, fue realmente una evocación de los inicios del muralismo, pues antes de que los pintores fueran convocados por el gobierno revolucionario a hacer obra en los grandes edificios públicos, se dedicaron a decorar las pulquerías del Centro”.

Frida fue un personaje central de la historia del arte mexicano, sin embargo, no es considerada estrictamente una muralista. Es cierto que ella no pintó ningún mural, pero no podemos negar que jugó un papel destacado en el movimiento como docente. Bajo su dirección, sus alumnos de la Escuela de Escultura, Pintura y Grabado “La Esmeralda” crearon algunos murales en Coyoacán que solo permanecen en la memoria de sus habitantes. Apodados como los Fridos, el grupo estaba conformado por Guillermo Monroy, Arturo García Bustos, Fanny Rabel y Arturo Estrada. Debido a las enfermedades que aquejaban a su maestra, estudiaban en la Casa Azul. Fue así como comenzaron a llenar las calles de Coyoacán de pintura, entre ellas la esquina de Centenario y Londres, a unos escasos pasos de la casa de Frida, donde se encontraba la pulquería La Rosita. Lo que parecería una obra menor por ubicarse en un comercio tan popular, fue realmente una evocación de los inicios del muralismo, pues antes de que los pintores fueran convocados por el gobierno revolucionario a hacer obra en los grandes edificios públicos, se dedicaron a decorar las pulquerías del Centro. La inauguración de los murales de La Rosita fue toda una fiesta que convocó a vecinos, artistas e intelectuales por igual. 

La pulquería no sería el único espacio coyoacanense por el que pasarían los pinceles de los Fridos. Interesados, como sus contemporáneos, por hacer con su arte una labor social, pintaron también la Casa de la Mujer Josefa Ortiz de Domínguez, una cooperativa creada para apoyar a madres solteras y viudas. La iniciativa comenzó con la construcción de lavaderos para que pudieran mantenerse ofreciendo el servicio de lavandería y, más adelante, incluiría también una guardería. Vecinos de Coyoacán cuentan que a Frida le gustaba ir a observar a las lavanderas, por lo que no sorprende que impulsara a sus alumnos a desarrollar ahí el ciclo mural conocido como Unidad de las madres solteras para solucionar su problema. Los lavaderos se encontraban en el parque que hoy lleva el nombre de Frida Kahlo, en memoria de su presencia y la de los Fridos, donde, de acuerdo a la historiadora del arte Dina Comisarenco, los murales estuvieron en pie hasta mediados de los años 70. Es probable que la casa como tal estuviera en el ahora teatro y que los terrenos baldíos donde erigieron sus lavaderos fueran reconvertidos años después en el parque que hoy conocemos. Sueño con que un día se pueda hacer ahí un proyecto para recuperar la memoria de esos murales.

Uno de los Fridos, Arturo García Bustos, se convertiría en vecino notable de Coyoacán y con su esposa, la también muralista guatemalteca Rina Lazo, formaría una de las parejas más entrañables de La Conchita. Los pintores habitaron un inmueble conocida como la Casa de la Malinche, pues se dice que ahí habitó la intérprete de Hernán Cortés.  Sin embargo, años antes de comprarle esa casa a la hija de José Vasconcelos, Carmen, rentaron un departamento en la calle de Aguayo con vista a los jardines del Centro Histórico de Coyoacán. Años después, en una conversación con Abel Santiago —publicada como libro bajo el título Rina Lazo, sabiduría de manos—, Rina recordaría el ambiente que les rodeaba en lo que fue su primer hogar como matrimonio: 

Desde la esquina de Aguayo hasta las calles de Moctezuma y Malintzin, los viernes se ponía un gran tianguis, a donde llegaban de Xochimilco manadas de guajolotes arreados por campesinas de rebozo y sombrero de paja […] había todas las verduras, flore y frutas; charales envueltos en totomoxtle, acosiles, tripas de pato, nopales guisados y crudos, aguacates con hoja, tortillas azules y amarillas hechas a mano en Xochimilco, y muchas más comidas del México milenario. ¡Cómo se saboreaba el taco mexicano todos los viernes en el mercado de Coyoacán!

Los artistas llegaron ahí con la intención de estar cerca de sus maestros Frida y Diego. La amistad de Rina con el muralista más famoso surgió al poco tiempo de que ella llegara de su natal Guatemala, cuando comenzó a trabajar como su asistente en uno de sus murales más conocidos: Sueño de una tarde dominical en el Alameda Central. A partir de ese momento, Lazo sería su mano derecha. De hecho, uno de los murales en los que participó es ya todo un ícono de Coyoacán: el estadio de Ciudad Universitaria. La huella de Rina se quedó en muchos otros espacios que transitamos día con día, como las réplicas mayas en el metro Bellas Artes, pues fue una artista que destacó en ese tipo de trabajo, siendo también obra suya las copias de los murales de Bonampak en el Museo Nacional de Antropología.  

“Rina Lazo no sería la única mujer muralista en hacer de Coyoacán su casa; sus calles y habitantes también recuerdan con cariño el paso de Aurora Reyes”.

Rina Lazo no sería la única mujer muralista en hacer de Coyoacán su casa; sus calles y habitantes también recuerdan con cariño el paso de Aurora Reyes. La chihuahuense fue la primera mujer mexicana en hacer un mural monumental propio en un espacio público, aunque su carrera artística se enfocó en el trabajo docente como parte del magisterio de la SEP, impartiendo y después supervisando los cursos de dibujo. A pesar de haber sido la primera mexicana en integrarse al movimiento (hubo antes algunas “gringuitas”, como ella les decía), su obra mural es escasa. Por suerte todavía podemos disfrutar de ésta en la sede de la alcaldía Coyoacán, en la Sala de Cabildos permanecen los trazos con los que contó una historia muy arraigada en su barrio: la de la Conquista. 

Aurora compartió espacios, en más de un sentido, con otro vecino de Coyoacán: el pintor y grabador Raúl Anguiano. De hecho, sus obras estarán para siempre hermanadas en los muros del Centro Escolar Revolución, donde el primer mural pintado por Reyes se encuentra flanqueado por uno de Anguiano. Ambos formaban parte de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, grupo al que se le comisionó el proyecto.  Después compartirían código postal, estando ambos avecindados en el Barrio de Santa Catarina. La casa de Anguiano se encuentra en el número 114 de Francisco Sosa y la de Aurora en el callejón Xochicatitla, a un lado de la casa de Pablo O’Higgins, artista estadounidense que estuvo en las filas del Taller de Gráfico Popular con Anguiano. De hecho, junto con Leopoldo Méndez fueron miembros fundadores de este aguerrido grupo artístico creado para impulsar una producción gráfica política para las clases obreras. Mientras que una somera placa recuerda a O’Higgins en la fachada de su casa, el llamado parque de Pino tiene un busto de Anguiano y la Casa de Cultura del Parque Huayamilpas lleva su nombre y un mural de su autoría titulado Historia y leyenda de Coyoacán.

Anguiano perteneció a lo que podríamos llamar la segunda camada del muralismo, es decir, a esa generación que no fue la que participó de los primeros proyectos que celebran este año su centenario, pero que sí se formaron bajo el ala de sus creadores. Por ejemplo, José Chávez Morado, otro vecino de Coyoacán cuya presencia en la alcaldía quedó para siempre inmortalizada a través de su obra. En Ciudad Universitaria se encargó de decorar la Facultad de Ciencias, donde plasmó los murales El retorno de Quetzalcóatl, La conquista de la energía, y La ciencia del trabajo. Dos años después de la inauguración de CU, en 1954, haría también los murales de los Laboratorios CIBA en Calzada de Tlalpan 1779, conocido hoy como Novartis, a un lado del metro General Anaya. En el interior pintó La historia de la medicina prehispánica y en el exterior representó a Quetzalcóatl luchando contra Tezcatlipoca, una alegoría sobre la vida y la muerte. 

Jorge González Camarena fue otro muralista de esa segunda generación que tuvo un estudio en Coyoacán, en la avenida Miguel Ángel de Quevedo, en una casa de la colonia el Rosedal ubicada a un lado de lo que hoy es la panadería La Casita del Pan. Menos famoso quizá que su hermano Guillermo, inventor de la televisión a color, Jorge fue una figura central del muralismo y la Escuela Mexicana de Pintura. Su obra mural puede apreciarse en el Palacio de Bellas Artes, así como en las oficinas del IMSS en el Paseo de la Reforma, donde pintó el mural México y creó dos relieves: El trabajo y Grano de maíz. Por último, muy cerca de Miguel Ángel de Quevedo vivió otro destacado pintor y muralista: Luis Nishizawa. Oriundo de Cuautitlán y de orígenes japoneses, murió en su casa de San Francisco 27, en el antiguo barrio de Cuadrante de San Francisco. Además de echar raíces en Coyoacán, él también legaría obra a sus vecinos, en la Sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario. 

Ahora que conmemoramos el centenario del muralismo, vale la pena recordar los espacios y las casas donde todavía está presente la memoria de sus protagonistas en Coyoacán, alcaldía que siempre estará ligada a la historia del movimiento artístico mexicano que transformaría para siempre el paisaje de las artes en todo el continente americano. EP

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