A manera de homenaje, Stefany Cisneros —becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas— escribe sobre el importante papel de H. Pascal en la difusión de la literatura, y sobre la última novela de su hija, la escritora Aura García-Junco.
Becarios de la Fundación para las Letras Mexicanas: Aunque Dios me fulmine
A manera de homenaje, Stefany Cisneros —becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas— escribe sobre el importante papel de H. Pascal en la difusión de la literatura, y sobre la última novela de su hija, la escritora Aura García-Junco.
Texto de Stefany Cisneros 03/01/25
Estoy sentada frente a la televisión. Se reproduce el segundo capítulo de una serie que no recuerdo haber elegido. Sobre mis piernas descansa Dios fulmine a la que escriba sobre mí, de la escritora Aura García-Junco, publicado en Sexto Piso. No sé si estoy lista para afrontar su contenido, así que intento concentrarme en la pantalla. No lo consigo. Tomo el control y aprieto el botón para pausar el video. Sujeto el libro, temo que se resbale y al caer se convierta en pedazos de cristal.
Me acerco con más calma de la que acostumbro con cualquier otro texto. Me gusta la portada: una mujer hermosa está en una especie de biblioteca, sostiene un libro mientras mira hacia arriba. En lugar de un techo, hay una galaxia. Como señal de advertencia, un recuadro rojo contiene el nombre de la autora y del título, que sentencia para siempre a aquella que se atreva a escribir sobre García-Junco u otra ella que no alcanzo a descifrar. Como sea, aquí estoy, corriendo el riesgo de la profecía.
En esta novela-ensayo, Aura García-Junco profundiza en la complicada relación que tenía con su padre, mejor conocido como H. Pascal en la escena underground mexicana, quien falleció dejando un montón de dudas y un profundo vacío no solo en su familia, sino en todas las personas que llegamos a quererlo.
Fue la propia Aura la que me dio la noticia del deceso a través de un mensaje de Facebook. Antes de ese día, no había cruzado palabra con ella. La muerte de su padre biológico y de mi primer gran maestro de las letras fue nuestro único tema de conversación. Cuando llegué a la Funeraria Gayosso pregunté por H. Pascal, pero no había ningún registro. Entonces opté por el apellido de García-Junco. Hasta ese momento conocí su verdadero nombre: Juan Manuel. ¿Por qué nunca dijo cuál era su nombre real?, ¿es acaso que sus alumnas-os sólo convivimos con un personaje mientras Aura conoció al hombre?
Leo las primeras páginas. La esfera de dolor que me crecía en el pecho se extendió más allá de mis manos, atravesó mi frente y se convirtió en resistencia. Continúo la lectura contra mi voluntad. El texto inicia con el hallazgo del cuerpo. Pascal reposaba con un libro encima del estómago. La responsable del descubrimiento fue la señora que le ayudaba con el aseo. Después de dedicar su vida a la literatura, lo último que había visto Pascal antes de cerrar los ojos era un último párrafo, quizá se quedó con una palabra final.
Después del hallazgo del cadáver, su familia tuvo apenas un par de días para desalojar el departamento del que se debían más de dos meses de renta. Pascal era bueno apoyando a todo aquel que lo necesitara, pero no para pedir ayuda. Aunque nos reunimos meses antes de su muerte, nunca mencionó que estuviera en quiebra.
En tiempo récord, Aura y su hermano tuvieron que embolsar lo que consideraron basura; se deshicieron de un montón de libros. Mi memoria evoca las cajas de madera apiladas que funcionaban como libreros rústicos y que conformaban la biblioteca del departamento de Pascal. Aura conservó parte de la biblioteca paterna, que permaneció intacta durante meses debido al doloroso significado de que ella los tuviera: Pascal no volvería para reclamarla, porque Pascal había muerto.
Conforme avanzo, es inevitable que me sienta contrariada. Es extraño descubrir la juventud inquieta de Pascal, detalles sobre su infancia como lo que significó la pérdida de su padre a una edad tan temprana, así como las secuelas de altísima exigencia a las que lo había sometido su progenitor. Pascal, como un hombre más o menos tradicional, no era de los que hablaba abiertamente. Solo cuando le dije que mi madre había muerto cuando yo tenía tres años, él habló del deceso de su padre. Leímos Algo sobre la muerte del mayor Sabines y nos detuvimos con los ojos enrojecidos para comer uno de los platillos grasosos que García-Junco describe tan bien. Él no volvió a tocar el tema ni yo tampoco.
Poco a poco comprendo por qué la distancia entre ellos. A veces Pascal hablaba de su hija, elevaba el mentón para decir que también era escritora. Durante alguna de nuestras tertulias sugerí que la invitara. Deseaba escucharla, conocerla, que se uniera a nuestro taller. Aunque en el semblante de Pascal apareció una sombra, dijo que lo haría. Después, una de mis compañeras me contó que las cosas no iban bien entre ellos, que por favor intentara no mencionarla.
Cuando recuerdo las clases de Pascal pienso en que cualquiera puede transmitir conocimientos, pero muy pocos están dispuestos a pagar el precio de creer en sus alumnos: ser odiado y amado al mismo tiempo, o conformarse con ser una fuente de crítica y rencor por involucrarse demasiado. A mi papá, por ejemplo, no le agradaba que solo invitara a mujeres jóvenes a su casa. Mi papá no me prohibió ser parte del grupo o quizá lo intentó sin éxito. Fue así como, a mis 19 años, seguí yendo a las comilonas con un hombre que vivía solo y que casi me triplicaba la edad.
Debo detenerme varias veces para procesar la lectura. El riesgo de leer cualquier texto sobre alguien que quisimos es que podemos encontrarnos con un lado oscuro que no vimos o que nos empeñamos en ignorar. García-Junco cuenta que Pascal se relacionaba sexoafectivamente con mujeres muy jóvenes. Es extraño el consuelo de pensar en que no hubo insinuaciones de ese tipo con mis compañeras de generación.
Si como maestro Pascal era exigente, es entendible que como padre fuera casi un tirano. García-Junco cuenta cómo destrozó uno de sus primeros cuentos cuando ella tenía menos de diez años. No volvió a escribir hasta la adolescencia, pero nunca dejó de leer. Por ello dialoga con varias lecturas que fueron importantes durante su infancia, así como para esa relación con su padre que en un principio fue tan hermosa y que después fue ensombrecida por cierto tipo de violencia (como la recomendación de que cuidara su peso corporal). Algunos libros que menciona son Las cosmicómicas de Italo Calvino, Memorias de una joven formal de Simone de Beauvoir, Jardines de Kensington de Rodrigo Fresán, entre otras lecturas que hablan del duelo y que quizá Pascal no leyó, como La ridícula idea de no volver a verte de Rosa Montero.
En cierta parte, García-Junco habla sobre la decisión de Pascal de abrir un “espacio de escritura exclusivo para mujeres”. Yo fui parte de esa última generación. Nos hicimos llamar Ornitorrincas por un cuento de humor negro que ya no recuerdo. Pascal una vez me dijo que yo tenía memoria de teflón porque no se me pegaba nada. Era y es cierto. Por eso tengo que repetir los datos que me importan una y otra vez hasta que los asimila mi cerebro. En otra ocasión, citando a Hemingway, dijo que debía desarrollar un detector de mierda para mis textos. No lo contradije. Lloré esa tarde y pensé en no volver, pero mi orgullo me obligó a trabajar para demostrarle no sé qué cosa. Me esforcé tanto hasta que por fin conseguí que diera un golpe en la mesa y gritara: “A esto me refiero con hacer literatura”. No pude con tanta emoción y por la tarde lloré de nuevo. No fui la única en recibir sus terribles críticas, pero sí fui de las pocas que pospusieron su salud mental y decidieron quedarse. Los recuerdos se me aglutinan en el cerebro y ya no sé a cuál darle cabida.
Tal y como lo describe García-Junco, Pascal era imprudente y, al mismo tiempo, excesivamente generoso. Sus clases eran brazos cálidos que nos llevaron a presentar nuestros textos en ferias del libro, a descubrir autores y autoras que de otra forma no habríamos conocido como Lorna Crozier o David Toscana. Pascal nos enseñó que leer y escribir no era suficiente para convertirse en escritora. Por eso sus clases se extendían hasta su casa a través de tardes de lectura (sobre todo nos hablaba de autoras como Pizarnik, Virginia Woolf, Rosario Castellanos, entre otras), de reproducción de películas de culto, de escritura y correcciones interminables de textos que eran interrumpidos por comilonas grasosas y que casi siempre tenían la cerveza como ingrediente.
Mientras recapitulo nuestras tertulias, me estrello con una parte del libro: “Supongo que en mi papá, como en cantidad de escritores y escritoras, había una vaga ambición de eternidad… ¿Y entonces qué pasó? ¿Por qué dejar de escribir? ¿Por qué usar las limitadas horas del día para hablar de textos ajenos?”.
No sé si yo tenga la respuesta, pero en una de las últimas reuniones, Pascal dijo algo que no he olvidado. Para ese entonces ya no tenía los dientes completos, aún así, con la voz entrecortada dijo que si por lo menos una de nosotras llegaba a convertirse en escritora, todo el trabajo y esfuerzo que había dedicado para impulsarnos, habría valido la pena. Ahora que lo pienso, quizá tenía la esperanza de trascender a través de alguna de nosotras.
Gracias a él descubrí que a pesar de las precariedades intelectuales, si nos esforzamos lo suficiente, podemos conseguir oportunidades para dedicarnos a la escritura. Alguna vez comentó: “Clarice Lispector decía que en la escritura se podía ser convocado, pero no saber cómo llegar, por eso yo doy clases, para que ustedes escriban, aunque a veces sean medio webis”.
Después de varios días, y con un nudo en el estómago, por fin he terminado el libro. Es de noche. Me asomo por la ventana del balcón del departamento. Es inevitable que no piense en la noche previa a la noticia del deceso. Alguien me dijo que los fantasmas se despiden a través de ciertas sensaciones. Esa vez percibí el aroma de cigarro entremezclado con incienso y cochinita pibil. Durante varios años me negué a aceptar su muerte porque tenía demasiadas preguntas. ¿Por qué de esa forma tan repentina?, ¿fue algo planeado? La causa de muerte no es del todo clara, pero tampoco quiero pensar demasiado en la posibilidad del suicidio.
Me conformo con las respuestas que Aura generosamente comparte. A través de sus ojos, de sus anécdotas y reflexiones descubro a Juan Manuel y reivindico a Pascal, un ser muy alejado de lo que se consideraría perfecto, pero también un sinónimo vivo de un ser generoso. Ahora que algunas preguntas han sido respondidas, puedo descansar, al igual quizá que muchos de sus alumnos y alumnas. Así que, gracias, Aura, por inmortalizarlo y por contarnos ese otro lado de la historia. EP