El monito verde tenía coronavirus

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Texto de 04/03/20

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Tiempo de lectura: 3 minutos

“Mira”, me dijo el lunes por la mañana, cuando la llevaba a la escuela. Por la ventana del auto me señaló a un niño que de la mano de su madre cruzaba Insurgentes con un cubrebocas gris, y a tres pasos a una chica de traje sastre que veloz bajaba la rampa del Metrobús con su cubrebocas azul.

No se me ocurrió pensar que ellos dos sí estarían a salvo de este coronavirus temible de alcance incierto: los especialistas no dejan de aclarar que los cubrebocas son inútiles para los sanos por ser incapaces de filtrar al aire donde viajan las partículas. 

Pero muchos cubrebocas juntos sí contagian miedo: matan la expresión del rostro. Sin la trilogía que completan nariz y boca, los ojos solos (aunque nos digan “son espejo del alma”) revelan del alma poco o nada; si están solos desvanecen tu yo hasta difuminarte, hacerte irreconocible. 

“La gente está muy asustada”, opinó cuando volví a arrancar. Que dos personas con cubrebocas compartieran una misma escena no me trajo entonces ese vientecillo apocalíptico que ante las noticias se nos cuela en la espalda, sino otro efecto: con la tela en la cara no hay cómo hurgar las emociones, saber si el niño reía, si la señorita se angustiaba por llegar tarde a la oficina. 

El cubrebocas extravía la identidad. Uno puede tener la cara que sea (ser mofletudo, feo, huesudo, serio, peludo, guapo, lampiño), pero hay algo de sedante al ver las caras completas de mujeres y hombres que desconoces y saber que, como a ti, algo les pasa por dentro, bueno o malo.

Hay algo escalofriante en ese rectángulo que oculta al que uno es.

¿Qué más sucederá si esto crece?, me pregunté. 

Y entonces imaginé la ironía del peor escenario: multitudes esparciendo con su tos miles de microscópicas gotitas infectas, malditas, que penetran nariz, garganta, tráquea para traer enfermedad y acaso muerte, en una horripilante progresión exponencial que, desde la mirada más negra, acabaría con este planeta, de por sí moribundo por el calentamiento global. Como si el canceroso al que le queda muy poca vida sale a pasear con su bata por el barrio y un autobús lo atropella mortalmente. Pobre Tierra. ¡Pum!, ya ni enfermedad hubo: nos pasó por arriba el autobús, el coronavirus.

Seguí manejando hacia el sur y nos visualicé a todos con cubrebocas, en una procesión fúnebre como la de los niños estudiantes de Another Brick in the Wall que bajo el ritmo de Pink Floyd marchan serios y uniformados (pero aún con sus propias caras), y al cruzar una máquina humeante (la escuela) salen desfigurados, ya sin caras, en pupitres donde son todos lo mismo que serán el resto de sus vidas: la nada industrial y homogénea.

Y quizá este 2020 no sea algo tan distinto. Como si para este este planeta tan desigual, donde unos pocos viven entre los más ofensivos lujos y los más entre las miserias más opresivas —cual especies distintas— el castigo fuese este virus que nos ha igualado. Solo la muerte logra igualar en este planeta injusto. Combatimos a un pequeñísimo rival invisible que suelta sin discernir castigos brutales y al que le importa un carajo la “estirpe”. 

Antes de dejarla en la escuela, me volvió a decir “mira”. Señaló un semáforo peatonal cuyo monito verde —el que camina y luego corre cuando faltan segundos para que te apures a cruzar porque la luz está a punto de pasar a rojo— estaba descompuesto: no caminaba ni corría, sino por su luz atrofiada e histérica parecía convulsionarse.

—¿Qué le está pasando al monito verde?—, me preguntó.

—Tiene coronavirus—, le dije sonriendo.

Solo oí “Ay, pa”, y vi por el retrovisor que me reprobaba con la cabeza. EP


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